THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Tres miradas éticas al conflicto entre Gaza e Israel

«No es quien exhibe más víctimas propias, sino quien se esfuerza por proteger a los suyos el que es superior moralmente y, en esto, Israel muestra más decencia»

Opinión
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Tres miradas éticas al conflicto entre Gaza e Israel

Ilustración de Alejandra Svriz

Entiendo tus miedos, apreciado lector, al iniciar la lectura de este artículo. «¿Otro texto más», te estarás preguntando, «en que el autor aprovechará para exhibirnos su alma bella? ¿Lo muy alejado que se siente él de esas cosas sucias de la guerra, la violencia, las armas, puaj?».

Lo sé, lo sé que corro el riesgo de que así receles por el malhadado azar de haber incluido yo, débil de mí, la palabra «ética» en su título. Entiendo tus aprensiones: «¿Otro escritor que nos endilgará un discursito de aspirante a Miss Universo, sobre lo malo que es el mal y lo bondadosa que es la paz?», temerás.

O tal vez tus suspicacias sean de otra clase, asimismo razonable. Vivimos tiempos en los que impera el emotivismo, tiempos en los que el bien y el mal parecen marcados por aquello que nos digan nuestras emociones: si me da más penita este bando, entonces es que es él quien tiene razón; si los medios de comunicación, o mi gobierno, o el algoritmo de las redes sociales, me muestran más los sufrimientos de la otra facción, entonces es que es ella la buena.

Los contendientes de toda guerra moderna saben de este emotivismo rampante. Así que combaten también en su campo. Uno y otro nos enseñan sus víctimas, sobre todo las más inocentes. Si es posible, que sean niñas, ¿es que nadie va a pensar en las niñas?, niñas con las que te estomagan el desayuno aunque ellos y tú sepáis que las olvidarás al poco rato, resulta imposible vivir acongojado todo el día por esa arcada durante el desayuno, pero ahí estarán los activistas (alias periodistas) preparados para enseñarte otra niña en la comida, y otras en la cena, tu juicio moral depende de tu pena, ¡no pueden cejar!

Espero tranquilizarte: ni el enfoque Miss Universo, ni el enfoque emotivista serán los aquí adoptados. Tampoco vamos a entrar en un análisis sobre la doctrina de la guerra justa, sobre lo que son o no respuestas «proporcionales», sobre el derecho a la legítima defensa o la permisibilidad de los daños colaterales. Ese tipo de estudio, aunque racional y con eximios antecedentes como san Agustín, santo Tomás o Michael Walzer, se lo dejaremos de momento a expertos en geopolítica o en la más candente actualidad.

«Son tres las diferencias morales básicas entre lo que hacen los gazatíes, por un lado, y los israelíes, por el otro»

¿Cuál será el enfoque de nuestra mirada, pues, aquí? Nos limitaremos a tres aspectos morales básicos. De puro básicos, son bien sabidos, no se espere el lector grandes sorpresas. Ahora bien, como ocurre a menudo con lo consabido, tendemos a olvidarlo: el pez da por supuesto el océano que lo rodea; nosotros damos por supuesto cada mañana esto de estar vivos, aunque durará un período minúsculo, y privilegiado, de la historia universal.

Son tres las diferencias morales básicas entre lo que hacen los gazatíes, por un lado, y los israelíes, por el otro. Y cada una de ellas permite un juicio fundamental, y sólido, sobre qué bando merece el apoyo, desde el punto de vista ético, de quienes defendemos una civilización fundada sobre el bien. Veámoslas una por una a continuación.

Primera mirada: sobre el anhelo de exterminio del otro

Hamás gobierna la Franja de Gaza desde que, hace ya 18 años, ganara con mayoría absoluta las últimas elecciones allí celebradas. Es difícil medir su apoyo actual exacto, merced a esa escasa afición que sienten por someter al juicio democrático de su propio pueblo los resultados de su mando. Ahora bien, las encuestas coinciden en que ese apoyo se mantiene alto en Gaza. Y más alto aún si cabe en Cisjordania, donde hasta un 92% de la población anhela la dimisión de su actual presidente y rival de Hamás, Mahmud Abás.

La Carta Fundacional de Hamás nos ahorra el tener que definirla por nuestra cuenta: ellos mismos se declaran yihadistas («la yihad es el camino»), admiten la coexistencia con cristianos y judíos «siempre que sea bajo la égida del islam», y —en un giro irónico delicioso del argumento— se autocalifican a sí mismos de «humanistas» por resultar tan clementes ante las demás religiones.

«La perspectiva de ser ‘obliterado’ (anulado, tachado, borrado, según la Real Academia) es normal que resulte poco atractiva para Israel»

¿Qué debería ocurrir con el Estado de Israel, según estos clementes yihadistas? «Israel existirá y continuará existiendo hasta que el islam lo oblitere, tal y como ha obliterado a otros antes que a él», afirma el prólogo de la Carta Fundacional citada.

Es probable que esa referencia a otros Estados que el islam tachó antaño del mapa nos ataña a los españoles, por cuanto implique un recuerdo al reino de nuestros antepasados visigodos. En todo caso, la perspectiva de ser «obliterado» (anulado, tachado, borrado, según el diccionario de la Real Academia) es normal que resulte poco atractiva para Israel. Y que haya inclinado a la Unión Europea, a la Organización de Estados Americanos y a tantos otros países a considerar a Hamás como una organización terrorista. No parece convencerlos (confieso que a mí tampoco me entusiasma) la perspectiva de vivir bajo la égida del islam.

Ahora bien, lo importante aquí no es quién denomina a quién terrorista; ni siquiera vamos a escandalizarnos demasiado por el hecho de que unos musulmanes den por supuesto que, como continuadores de Mahoma, ellos también tienen el derecho, ejercido antaño por su profeta, de someter a otros pueblos y a otras religiones.

Lo importante para nuestra mirada ética es ese propósito de la organización que a día de hoy cosecha mayor apoyo entre los palestinos: el propósito de barrer del mapa a Israel. No hay nada similar al otro lado: ni la Ley fundamental del Estado israelí, ni los estatutos de sus partidos gobernantes, anhelan la destrucción de los palestinos.

«Ningún dato respalda la palabrería sobre ese presunto ‘genocidio’: a población de Gaza y Cisjordania aumenta sin cesar»

Conscientes quizá de esta asimetría, que coloca en clara inferioridad ética a Hamás y a sus cuantiosos sostenedores, entre los defensores de su bando se escucha mucha cháchara sobre el presunto «genocidio palestino»: quien así habla creerá equilibrar de tal modo la balanza. «Hamás se propone el exterminio de Israel, de acuerdo, pero estos también el exterminio palestino», parece ser la estrategia argumentativa de quien así razona.

Ahora bien, ningún dato respalda la citada palabrería sobre ese presunto «genocidio»: la población de Gaza y Cisjordania, lejos de decrecer, aumenta sin cesar. (Con la excepción de los cristianos, claro, cuya población sí disminuye, pues parece que eso de vivir bajo el dominio yihadista no acaba de enfervorizarlos). A Israel a la vez se le acusa de ser desproporcionadamente fuerte (y por eso se le exige contención cuando persigue a los terroristas palestinos) y a la vez se le endosa un presunto genocidio que, la verdad, siendo tan fuerte como en teoría es, le está saliendo pero que muy mal. O un Israel todopoderoso o un Israel genocida: sus opositores van a tener que decidir cuál de los dos calificativos le endilgan, pues la año tras año creciente población palestina convierte en un oxímoron el deseo de adjudicarle al mismo tiempo los dos.

En suma, tenemos de un lado a un gobierno gazatí, el de Hamás, que blasona de perseguir la destrucción de su enemigo; tenemos del otro lado a la democracia israelí, que anda lejos de nada semejante con su contraparte. Está claro por quién debe inclinarse nuestro juicio ético a este respecto. Imagine el lector que se topa por la calle con un individuo que se abalanza contra usted, arma en mano, mientras anuncia a los cuatro vientos que se propone matarlo; imagine ahora que usted se defiende de manera más o menos exagerada. ¿No estaría justificada esa su contundencia ante una amenaza similar? Sí, ya sabemos que en España últimamente la ley favorece a los agresores y no a las víctimas que se defienden de ellos; pero hagamos nuestro análisis desde una ética sana, no desde el cada vez más degradado sistema jurídico español. Si alguien persigue tu destrucción, eso te coloca ipso facto en cierta superioridad ética. Y este factor no debería olvidarse ni en nuestras calles, ni en las de Oriente Próximo, si queremos evaluarlas desde un punto de vista moral.

Segunda mirada: sobre la explotación de los tuyos como escudos humanos

Con todo y con eso, el principal juicio ético negativo sobre la Gaza de hoy día no reside tanto en lo que sus gobernantes persiguen hacer en un futuro a sus enemigos, sino en lo que hacen ya a sus propios compatriotas. Hablamos, claro está, de la habitual utilización de otros palestinos, civiles, como escudos humanos en torno a las instalaciones militares gazatíes. Ya hemos hablado del importante papel que juega la propaganda emotivista en una guerra como esta. De ahí que estemos ante un conflicto en que a un bando, el palestino, le convengan las bajas ajenas y propias, mientras que al otro bando, el israelí, le convenga minimizar ambas.

«Victimizando a su propio pueblo, Hamás consigue además conectar bien con la mentalidad ‘woke’»

Esto explica que Hamás impidiese a sus propios conciudadanos escapar hacia el sur de Gaza cuando Israel, el pasado 13 de octubre, anunció su ataque al norte y pidió que evacuasen tal zona. ¡Qué extraño «genocidio palestino» este en que el Estado de Israel anuncia dónde atacará y ruega a los civiles que no permanezcan en tal área! ¡Y qué extraña defensa de su propio pueblo la de un Hamás que obliga a mujeres, ancianos, niños y bebés a quedarse en una zona que se va a atacar!

Victimizando a su propio pueblo, Hamás consigue además conectar bien con la mentalidad hoy en día predominante en los medios de comunicación, las universidades y los políticos occidentales: la mentalidad woke. Al maximizar y mostrar sus propias víctimas, el gobierno gazatí atrae a su causa a tantos europeos y norteamericanos que ya solo juzgan el bien y el mal en función de quién se exhibe mejor como «oprimido por Occidente».

De ahí la sorpresa en que aún viven hoy muchos profesores judíos de la Universidad estadounidense: ¿cómo es posible que tras la mayor matanza de judíos tras el Holocausto, tras los atentados del pasado 7 de octubre, se haya reavivado no la solidaridad con este pueblo, sino con sus agresores? Estos profesores, a menudo progresistas, parecen ciegos, como ya lo estuviera el mítico Sansón en Gaza, ante la consecuencia de sus propios actos. Porque, durante décadas, estos profesores han cultivado en sus alumnos el wokismo. Y es un resultado lógico de ese wokismo el que ahora esos estudiantes se enfrenten contra aquel a quien ven como su único enemigo: el blanco, colonizador, rico y poderoso… que no es, por supuesto, un musulmán palestino con renta per cápita de 3.300 dólares, sino un europeizado israelí con una renta 15 veces superior.  

«No es quien exhibe más víctimas propias, sino quien se esfuerza por proteger a los suyos el que es superior moralmente»

Ahora bien, para los que no hemos caído en las redes del pensamiento woke, las cosas están claras: no es quien exhibe más víctimas propias, sino quien se esfuerza por proteger a los suyos el que es superior moralmente; no es quien utiliza como escudos humanos a sus compatriotas, sino el que ha prohibido tal práctica desde 2005 (por sentencia de su Tribunal Supremo), quien posee una moralidad más estimable. Y, a este respecto, es Israel el que muestra una mayor decencia.

De hecho, es uno de sus filósofos, Avishai Margalit, el que ha puesto como índice principal de una sociedad civilizada tal decencia, tras definir esta como la negativa (tanto por parte de las autoridades del Estado, como por parte de tus conciudadanos) a humillar a los demás. Y qué mayor humillación, como civil corriente, qué mayor indecencia, que ver cómo tus autoridades palestinas te utilizan para proteger, con tu mero cuerpo, sus instalaciones militares. Y cómo tus convecinos consienten esa explotación.

Tercera mirada: sobre la exhibición de la crueldad propia

Los herederos de la Cristiandad a menudo somos poco conscientes de la novedad radical que significa nuestra civilización en la historia del mundo.

En todas las demás civilizaciones, incluso en dos de las que bebemos nosotros, Grecia y Roma, la crueldad no solo ha abundado, sino que se ha exhibido. Los museos están repletos de imágenes mesopotámicas, egipcias, helenas, romanas, hindúes, árabes, chinas… donde los fuertes y poderosos de esas culturas (emperadores, reyes, caudillos militares) nos quieren exhibir cuán fuertes y poderosos son. Y para ello nos muestran cómo sometieron, cómo humillaron, cómo violaron o esclavizaron a los débiles, a los vulnerables. El profesor Alejandro Rodríguez de la Peña ha estudiado por extenso el asunto en su libro Imperios de crueldad.

Cuando el emperador Trajano torna de conquistar la Dacia, en el siglo II, no solo no oculta la ferocidad con que allí ha actuado, sino que él mismo paga una columna donde esta se exhiba: es la Columna Trajana, que todavía hoy se erige en pleno centro de Roma. Sus frisos presumen de las cabezas cortadas del enemigo, de sus deportaciones, de sus derrotas. Mil novecientos años más tarde, este alarde de la propia saña resulta impensable: el cristianismo nos ha ido enseñando, paciente, que maltratar al débil, al enfermo, al huérfano o la viuda, lejos de un mérito, es el mayor demérito moral. Y esto es algo que compartimos creyentes o no creyentes. Pues no tiene ya que ver con la fe personal, sino con la identidad de nuestra civilización.

«Comportarte de modo feroz no te proporciona puntos; sí, en cambio, que alguien haya descargado su ferocidad sobre ti»

Nadie imagina a uno de nuestros combatientes de guerra exponiendo al mundo sus crueldades; si acaso, se exhibirán las del contrario, para suscitar ante él rechazo o incluso asco moral. Sea o no cristiano, Putin se abstendrá de blasonar de las brutalidades que sus ejércitos cometan en Ucrania, sino que, bien contrario, señalará las de sus enemigos, con el fin de granjearse nuestra simpatía; y lo mismo hará Zelenski por su parte. En nuestras latitudes, comportarte de modo feroz no te proporciona puntos; sí, en cambio, que alguien haya descargado su ferocidad sobre ti.

Esta convicción ética que tenemos tan firme, si la aplicamos al conflicto palestino-israelí, nos ayuda también a decidir con qué carta quedarnos. El pasado 7 de octubre, el ataque gazatí contra los israelíes no solo provocó atrocidades inimaginables… sino que conocemos buena parte de esas atrocidades porque los mismísimos palestinos las grabaron con sus cámaras, cual mérito personal. Esos vídeos con que usted, amable lector, o un servidor felicitamos el cumpleaños a nuestras familias, los gazatíes los usaron para que quedara constancia del terror de un padre ante el cual torturan a su familia, de los gritos de una mujer violada, del fuego con que se quema vivos a unos niños. Aún hoy, estremece volver a escuchar la grabación del terrorista palestino que telefonea a su familia para enorgullecerse de haber matado, según propias palabras, a diez israelíes; estremece porque responde a una vanagloria sobre la propia crueldad que nuestra civilización ha sabido rechazar.

Incluso los jerarcas nazis, cuando a partir de 1942 atisbaron la posibilidad de perder la guerra, empezaron a borrar las huellas de sus vilezas; desenterraron miles de cuerpos de sus víctimas para quemarlos, verbigracia, porque el viento dispersaría mejor que la tierra el testimonio de su perfidia. Al toparnos, en cambio, con palestinos que no solo no borran, sino que dejan registradas y comparten sus villanías, la brecha moral que nos separa de ellos no puede sino convertirse en un abismo. Y esta es la tercera mirada ética, quizá la más dolorosa, que nos permite saber qué bando exhibe, por voluntad propia, su inferioridad moral aquí.

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