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José Rosiñol

El precio de no callar

«El Govern del PSC no ha tocado ni una coma del aparato de propaganda nacionalista: ni los medios ni la subvención a entidades que alimentan el agravio»

Opinión
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El precio de no callar

Ilustración de Alejandra Svriz.

Ni la muerte del gran Vargas Llosa ha servido para apaciguar la hiel del separatismo, esa necesidad de revancha contra nadie sabe bien qué, esa necesidad de venganza y persecución del discrepante. En su despedida, los medios públicos catalanes –financiados por todos– se permitieron lo que no se atrevieron en vida: linchar con guante de seda y lengua de signos a Mario Vargas Llosa. No una crítica legítima, no una nota de disenso ideológico, sino una pieza de propaganda cargada de veneno moral, que ridiculiza al disidente como si la muerte fuera una ocasión para ajustar cuentas políticas. Esa pieza emitida por la televisión pública catalana no es un error editorial: es un síntoma. Es la prueba de que el aparato ideológico del nacionalismo catalán sigue intacto, operando con impunidad desde instituciones públicas, con la anuencia –o el silencio– del actual Govern del PSC.

Pero esto no va solo de Vargas Llosa. Esto va de lo que significa haber permitido que el independentismo, derrotado en las urnas y agotado en la calle, siga controlando los principales instrumentos de producción simbólica y de legitimación social en Cataluña. Y de cómo el socialismo catalán, aquel que marchó con él el 8 de octubre de 2017 para defender la democracia frente al separatismo, ha pasado de la resistencia a la complacencia.

Para entender cómo se ha llegado a este punto, hay que volver a los escombros de 2008. En medio de una de las mayores crisis económicas de las últimas décadas, mientras millones de ciudadanos perdían empleos, viviendas y certezas, los gobiernos autonómicos de CiU –camuflados entonces bajo la etiqueta de «convergencia» moderada– enfrentaban una oleada creciente de indignación. Pero no solo por su gestión económica, sino por su corrupción estructural.

El famoso caso del tres per cent, que destapaba comisiones ilegales sistemáticas a cambio de obra pública, amenazaba con tumbar no solo al partido de Artur Mas, sino a todo el relato de «buena gestión» que la burguesía nacionalista catalana había construido durante décadas. Fue en ese preciso momento cuando el independentismo dejó de ser una opción identitaria para convertirse en una estrategia de supervivencia del poder.

La imagen clave de este giro la tenemos en junio de 2011: Artur Mas, presidente de la Generalitat, huyendo en helicóptero del Parlament, sitiado por los indignados del 15-M. Un presidente liberal, conservador y nacionalista, acosado por jóvenes que pedían democracia real. Aquel día, la élite nacionalista entendió que debía cambiar el relato si quería conservar el control. La solución fue tan simple como inmoral: convertir la ira social en causa nacional.

«El nacionalismo catalán supo absorber la energía del descontento para reorientarla hacia una épica identitaria»

El nacionalismo supo hacer algo que el resto de España no supo ni ver: absorber la energía del descontento para reorientarla hacia una épica identitaria. Mientras en Madrid el 15-M señalaba a los banqueros y a los políticos, en Barcelona se empezó a señalar a «España». El lema «Espanya ens roba» volvió con fuerza. El enemigo no era el sistema ni las élites catalanas corruptas, sino el «Estado opresor». Y ese marco mental, difundido desde las aulas, las televisiones públicas y las entidades subvencionadas, permitió construir una nueva hegemonía: la del victimismo secesionista.

Como advirtió Isaiah Berlin, «toda visión política que parte de la idea de que existe una única respuesta verdadera a los problemas humanos termina inevitablemente en la opresión». La pluralidad no es un accidente del mundo moderno, sino su esencia. Suprimirla no es construir una comunidad: es destruir su fundamento moral.

Durante años, esa supresión fue sistemática. Se quiso construir una Cataluña homogénea, monolingüe, emocionalmente cerrada sobre sí misma. Una Cataluña que expulsaba de su imaginario a más de la mitad de sus ciudadanos. El independentismo ya no discutía, señalaba. No debatía, adoctrinaba. No gobernaba, mandaba. Y quien no se alineaba, quedaba fuera del campo de lo respetable.

El punto álgido llegó en octubre de 2017. El seudorreferéndum del 1-O fue un ejercicio de insurrección institucional. Pero también fue, paradójicamente, el momento en que la mayoría silenciada –la que no salía a la calle, la que no gritaba– decidió hacerse visible. Las grandes manifestaciones del 8 y el 29 de octubre fueron una respuesta democrática, pacífica y masiva que desbordó todos los cálculos del separatismo. Una Cataluña plural, transversal, sin banderas excluyentes, le decía al mundo que el relato de opresión no tenía base. Que la libertad no era patrimonio de los nacionalistas.

«Que Vargas Llosa alzara la voz en Barcelona fue una humillación para quienes pretendían monopolizar la idea de libertad»

Esa reacción ciudadana no fue liderada por ningún partido. Fue espontánea, auténtica. Y en su epicentro, entre otros, estuvo Vargas Llosa. Que un premio Nobel de Literatura, defensor de la democracia liberal en todo el mundo, alzara la voz en Barcelona fue una humillación simbólica para quienes pretendían monopolizar la idea de libertad. Su figura rompía el relato. Su presencia internacionalizaba la resistencia.

Luego vino la violencia. Octubre de 2019, tras la sentencia del procés, las calles ardieron. No fue una explosión popular, fue una insurrección coordinada. El separatismo, sin mayorías, sin relato y sin salida, intentó doblegar al Estado por la vía del caos. Pero para entonces, algo había cambiado: el apoyo social comenzaba a desmoronarse. Desde 2018, las encuestas muestran un descenso constante del respaldo al independentismo. La gente se cansó de la épica. De los sacrificios. De vivir en una realidad paralela.

Y justo cuando el independentismo empezaba a perder su hegemonía, el PSC decidió devolverle las herramientas para reconstruirla. ¿Por qué? Por cálculo. Por miedo. Por obediencia a Pedro Sánchez. El Govern actual, en manos del PSC, no ha tocado ni una coma del aparato de propaganda nacionalista: ni los medios, ni la inmersión obligatoria, ni la subvención a entidades que alimentan el agravio.

«Lo que hace la televisión pública catalana con Vargas Llosa no es una anécdota. Es un acto político»

Lo que hace la televisión pública catalana con Vargas Llosa no es una anécdota. Es un acto político. Es una forma de decir: «Aquí mandamos nosotros. Y quien nos desafíe, sea un premio Nobel, o un trabajador del Baix Llobregat, será despreciado, incluso cuando ya haya traspasado». La Cataluña real, mientras tanto, lidia con problemas estructurales: servicios públicos colapsados, inseguridad creciente, fuga de talento, declive educativo. Pero en TV3, el enemigo sigue siendo Vargas Llosa y lo que representa.

A los votantes socialistas catalanes les digo: recuerden ese 8 de octubre. Recuerden por qué salieron a la calle. Recuerden que no lo hicieron solo contra el separatismo, sino a favor de algo: la libertad, la convivencia, la igualdad ante la ley. Y pregúntense si eso es compatible con lo que hoy permite su partido.

Porque lo que no se calla, se paga. Y en Cataluña, llevamos demasiado tiempo pagando el precio de callar.

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