Los Cervantes van al cine
«En la mayoría de los Cervantes, desde 1976, más allá de los poetas y ensayistas, la ficción cinematográfica ha entrado a saco con las obras narrativas»

El escritor Álvaro Pombo. | Europa Press
Un día después de la celebración anual de la entrega en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares del Premio Cervantes, este año dedicado al gran escritor Álvaro Pombo, recordar el vaivén establecido entre literatura y cine, permite contemplar cómo algunos, numerosos de los premiados, han llegado a la gran pantalla. Adaptaciones variopintas, de obras maestras y de otras que componen el conjunto de su obra. Raro es el galardonado por el Premio Cervantes que no haya sido premiado también, o no, depende, con la adaptación cinematográfica de una de sus obras. Hay casos sobresalientes: Miguel Delibes, con nueve versiones, nada menos. Con esto se plantea un asunto fascinante nunca resuelto, valga como adelanto, la máxima que se comenta en el mundo del cine y que ya es un topicazo, a veces se cumple y a veces no: «De una buena novela suele salir una mala película, de una mala novela resulta una buena película».
En la mayoría de los Cervantes, desde 1976, más allá de los poetas y ensayistas, la ficción cinematográfica ha entrado a saco con las obras narrativas. Cabe insistir, sin ánimo de exhaustividad, pocos se han librado. Con muy diversa suerte. Vaya la apuesta solo de una película que cabría destacar, entre las varias del mismo autor que se hayan llevado a las salas de proyección.
En el citado caso de Delibes, una sobresale: Los santos inocentes (1984) de Mario Camus. Y así, seguimos con la relación. Borges, Hombre de esquina rosada (1962) de René Múgica. Mario Vargas Llosa, sin duda, La ciudad y los perros (1985) Francisco J. Lombardi. Eduardo Mendoza, La verdad sobre el caso Savolta (1980), Antonio Drove. Ernesto Sábato, El túnel (1952), León Klimovsky. De Cela, La familia de Pascual Duarte (1976), Ricardo Franco. Ana María Matute, El polizón de Ulises (1987), Javier Aguirre. Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa (1966), Gonzalo Herralde. Antonio Muñoz Molina, Beltenebros (1991), Pilar Miró. Gonzalo Torrente Ballester, El rey pasmado (1991), Imanol Uribe. Luis Mateo Díez, La fuente de la edad (1991), Julio Sánchez. Sergio Pitol, La vida conyugal (1993), Carlos Carrera. Álvaro Mutis, Ilona llega con la lluvia (1996), Sergio Cabrera. Guillermo Cabrera Infante, The lost City (2005), Andy García. Francisco Ayala, 1939 (inspirada en Diálogo de muertos), Juan Antonio Barrero. Adolfo Bioy Casares, La guerra del cerdo (1975), Leopoldo Torre. Augusto Roa Bastos, El trueno entre las hojas (1958), Amando Bo. Carlos Fuentes, Gringo viejo (1989), Luis Puenzo. Antonio Buero Vallejo, Historia de una escalera (1950), Ignacio F. Iquino. Octavio Paz, Yo, la peor de todas (basada en su obra Las trampas de la fe), María Luisa Bemberg. Juan Carlos Onetti, Mal día para pescar (2009), Álvaro Brechner. Alejo Carpentier, El siglo de las luces (1992), Humberto Solás.
Son solo algunos nombres, descritos sin orden ni concierto, a vuela pluma, de las que uno recuerda. En los filmes hay excelentes películas y otras menos. Todas llevan a cabo el difícil empeño de adaptar obras literarias, cuyo principal componente es la palabra, la frase, lo que constituye el ser, la razón y sentido de su reconocimiento literario. Adaptarlo en imágenes, en sonido, en personajes para los que el lector, seguro, ya tenía una idea, un perfil, un rostro, subraya lo complejo del asunto.
«Dramas, comedias, historia se funden en este grupo de literatos y cineastas»
Lo cierto es que el catálogo, hay que insistir sin ningún ánimo de exhaustividad, presenta una riqueza temática, visual, geográfica y humana, formidable. Es un patrimonio común de las diversas sociedades que tienen al español como expresión cultural, creativa. Dramas, comedias, historia se funden en este grupo de literatos y cineastas. Están rodadas en un idioma que roza los seiscientos millones de hablantes y que conoce una expansión, no solo en territorios como Estados Unidos y Brasil, extraordinaria. Por lo que no es exagerado afirmar que hoy la lengua española, el cine que se expresa en español, es una lengua americana. Nueve de cada diez hablantes están al otro lado del Atlántico. Esa proyección atlántica, solo comparable desde el continente europeo con Gran Bretaña, es el gran activo de dos industrias culturales imprescindibles: editorial y cinematográfica. Aquí fundidas en el Premio Cervantes. Desde 1976 hasta ayer mismo.
Los Cervantes van al cine, era un hecho inevitable. La literatura ha sido el gran almacén del que se han nutrido los guiones, encontrar ese punto de fusión, entre la palabra y la imagen es asunto, digno de la más alambicada alquimia. Pero la invitación a leer a los autores y después contrastar tal lectura con la película, supone uno, es una entretenida apuesta. Otro día vendrá para dedicarlo a un capítulo aún más divertido y polémico: las películas basadas en los Premios Nobel de Literatura. Pero esa sí que es otra historia. Y menuda historia.