The Objective
Abel Sánchez

La ciudad encendida

«Hemos construido un mundo digital que tiene la ventaja de conectarnos con nuestros allegados cuando estamos lejos, pero que nos aleja de los que están cerca»

Opinión
La ciudad encendida

Centenares de transeúntes atravesando la calzada en la zona de Moncloa, Madrid. | Borja Sanchez-Trillo (EFE)

La obligada desconexión del mundo digital que vivimos tras el apagón eléctrico nos ha demostrado que haríamos bien en desconectar voluntariamente. Para los que tuvimos la suerte de que el apagón no nos pillase subidos a un tren, un ascensor o lejos de casa, ayer fue un día hermoso para disfrutar de la calle y de los vecinos. Madrid se encendió tras el apagón.

Fuera estaba toda la luz que no había dentro, así que las plazas y los parques se llenaron. La gente bajó a la calle con lectura, guitarras y latas de cerveza. Yo cogí un libro y me fui a la Plaza de las Comendadoras. La ciudad era un pueblo: la gente sentada al sol delante de sus portales, grupos de personas escuchando la radio juntas, una chica que te preguntaba por dónde se llegaba a la Puerta del Sol y otros que gritaban el nombre de sus amigos frente a sus casas para que bajasen a la calle.

El lunes se podía hablar con un desconocido sin la sospecha de ser un psicópata. Mi primer compañero de banco fue Kenji, un señor japonés que lleva 36 años viviendo en España. Me contó que no había comido, pero que vivía en un 5º piso y prefería esperar a que volviese la luz para no tener que subir las escaleras. Se casó con una italiana a la que conoció cuando vino a estudiar español a la Complutense y han criado a dos hijas en Madrid. La mayor está opositando; claramente, se han integrado en nuestra cultura.

Kenji se rindió y se fue a su casa a comer. Cambié un par de veces de compañero de banco hasta que otro asiático se sentó a mi lado. Me saludó en inglés, le respondí «what a day to visit Madrid» y me contestó enfatizando cada sílaba «co-re-a-no». Recordé que la autora que estaba leyendo era coreana y le enseñé el libro. Se rio, se puso a ojearlo con aire ufano y al leer la biografía, en voz alta dijo «Corea del Sur». Paradójicamente la novela trata sobre una señora que pierde la facultad de hablar: no podía ser más apropiada para el día en el que la ciudad la recobró.

Una pareja compró una radio a pilas y se encargó de transmitir las noticias a todos los que fuimos a preguntar. Me di cuenta de que no todo el mundo estaba disfrutando tanto de la tarde como yo. Nuestras vidas se benefician de la electricidad en infinidad de aspectos, desde el transporte hasta la alimentación. Sin embargo, hay un área en la que tal vez haya demasiada electricidad: la comunicación social. Hemos construido un mundo digital, paralelo al físico, que tiene la enorme ventaja de conectarnos con nuestros seres queridos cuando estamos lejos, pero que, como ya dice la sabiduría popular, nos aleja de los que están cerca.

«Las redes sociales son una trampa de la que no podemos salir porque las personas que nos interesan están ahí»

La tesis dominante en ciencias sociales es que la gente tiene redes porque se beneficia del efecto: cuántos más amigos tuyos están en la red, más utilidad te genera. Sin embargo, recientemente circula una nueva teoría: las redes sociales son una trampa de la que no podemos salir porque las personas que nos interesan están ahí. Cuantos más amigos tienen redes sociales, más difícil es dejarlas. Según esta visión, a todos nos gustaría no tener redes y desenchufarnos del mundo digital, pero no queremos ser los únicos ausentes; no queremos perdernos «lo que está pasando». Es un problema de coordinación. El lunes vivimos un experimento social en el que todos fuimos empujados a la fuerza desconectar del mundo digital y pudimos conocer a gente en el mundo real. Yo lo agradecí.

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