Francisco: una leyenda para un Papa
«Bergoglio ha tenido un gran éxito al presentarse como hombre humilde, pero también ha sido fuertemente autoritario en sus decisiones»

El papa Francisco. | Ilustración de Alejandra Svriz
Una de las escenas más dramáticas de la vida de San Francisco, reflejada en la iconografía de la basílica de Asís, presenta al santo en la condición de héroe de la cristiandad, que le fuera asignada como restaurador de la Iglesia. Según la tradición, fue el propio Jesús quien le habló desde el crucifijo conservado hoy en la iglesia de Santa Clara: “Ve y repara mi Iglesia, que está en ruinas”. En la escena de la basílica, mientras el Papa Inocencio III duerme, Francisco, con un simple gesto de la mano, a modo de Supermán al servicio de Dios, detiene el derrumbamiento del edificio de San Juan de Letrán. Es la justificación del papel extraordinario que la ideología franciscana adscribe a su fundador, con la atribución de los estigmas o la representación de su nacimiento en un remake de Belén. En una palabra, Francisco es alter Christus, el nuevo Cristo que viene para refundar a una Iglesia católica en caída libre.
La elección del nombre de Francisco por el cardenal Bergoglio, en su acceso al pontificado, respondió a ese llamamiento, y si nos atenemos a las palabras pronunciadas oficialmente durante sus 12 años de ejercicio del cargo, cumplió de sobra ese compromiso inicial. Otra cosa resulta de contrastarlas con la realidad a que hubieran debido ser aplicadas. El balance en este sentido ofrece una sucesión, a veces inexplicable, de luces y de sombras.
A diferencia de sus predecesores, incluso de un Juan Pablo II tan preocupado por la incidencia positiva o negativa de sus actuaciones y palabras sobre la opinión católica, Francisco cuidó ante todo de preservar la pureza de su propia imagen personal, buscando la aceptación mayoritaria de sus sucesivas tomas de posición, con indiferencia a veces respecto de los efectos producidos. En este sentido, su éxito fue casi total. Ahí está el 83% de los españoles que valoran positivamente su papado, tanto más cuando el opinante se escora hacia el progresismo.
El “proselitismo” como tal no le interesaba. Optaba por un “ecumenismo” que en realidad se convertía en un cosmopolitismo centrado en su figura. Ha sido un Papa que no dudó en desplazarse a Mongolia o en hablar con al Sistani, líder chií, o en elogiar a Lutero desde la catedral de Lund, y que desdeñó en cambio asistir a la reinauguración de la catedral de Notre Dame, para frustración de los minoritarios católicos franceses, o visitar España, como si en nuestro país, como en Francia o en la propia Argentina, la Iglesia no amenazara ruina y no estuviera necesitada de una reactivación; esto es, del apoyo y el consejo de ese espíritu de reforma, del cual Francisco se presentó como heraldo en los primeros días de su pontificado.
La sensación es que en la medida en que fue perdiendo el impulso reformador inicial, Francisco acabó siendo Papa de sí mismo, incluso al elegir su lugar de enterramiento, mirando hacia el exterior de la Iglesia, donde fue lógicamente muy celebrado, ya que ahí se encontraba el destinatario de sus declaraciones.
“Su punto de partida parecía anunciar un futuro mejor tras dos pontificados de resuelto signo conservador”
Su punto de partida parecía anunciar un futuro mejor, y no solo por la saludable eliminación de los signos externos que evocaban la figura del Papa-Rey, sino por la orientación innovadora que encarnaba por sus primeros actos y declaraciones, después de dos pontificados de resuelto signo conservador.
La historia del catolicismo ha venido marcada hasta hoy por una divisoria entre dos interpretaciones difícilmente compatibles, una basada en la libre elección del creyente y otra en el irremediable protagonismo del pecado. Según la primera, asentada sobre los Evangelios (olvidemos a San Juan), el cristianismo representa un hito excepcional en la historia de las religiones, por cuanto Dios se hace hombre y se sacrifica por la humanidad en la Cruz, con lo cual invalida por una parte la licitud del sacrificio y por otra abre el camino para la libertad de elección del hombre, para salvarse o condenarse. Lex Christi est lex libertatis, sentenció el P. Las Casas. “Entendemos por libre albedrío -formula Erasmo de Rotterdam-, la capacidad de la voluntad humana para ir hacia la salvación o para apartarse de ella”. La libertad es el hecho fundador y a partir de ahí cabe examinar las formas y límites de su materialización. No otro es el camino para vincular cristianismo y modernidad.
La Iglesia ha buscado casi siempre refugio en la segunda, la primacía del pecado y de la caída, por cuanto legitima su posición de poder y de su capacidad para dirigir y sancionar al creyente, aunque sea Lutero quien da la formulación más radical (De ahí la gravedad del elogio de Francisco al reformador como teólogo).
El Catecismo de la Iglesia Católica, redactado en 1992 bajo la dirección del entonces cardenal Joseph Ratzinger, deja clara la alternativa: Dios infundió en el hombre la idea de justicia, pero el Maligno le empujó hacia el pecado. “Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora”. Y no trate el hombre de escaparse, sirviéndose de la razón, ya que “la fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano”, y por ello la autosuficiencia de razón se enfrenta a “la vida en Cristo”, presidida por la Iglesia. “Es imposible creer cada uno por su cuenta”, dictaminó el Papa Ratzinger en su última encíclica. Estamos lejos de la Pacem in Terris de Juan XXIII. La Iglesia se convertía en un bunker frente a la modernidad, recinto desde siempre de santa oscuridad frente a “un mundo pagano sediento de luz”.
“Francisco se inspiraba en sus predecesores Juan y Pablo VI para ‘mirar al futuro con espíritu moderno y abrirse a la cultura moderna'”
El primer Francisco mostró su rechazo abierto a tal dogmatismo, y lo hizo mediante un procedimiento inusual, el intercambio epistolar abierto con un laico, Eugenio Scalfari, exdirector de Repubblica, cosa que no dejó de suscitar una condena, nada menos que de la oficina de prensa de la Santa Sede, por reseñar el veterano periodista que en las declaraciones del nuevo Papa el pecado había desaparecido. El viraje fue copernicano y traté de recogerlo en las páginas de El País (13-I-2014).
Francisco se inspiraba en sus predecesores Juan y Pablo VI para “mirar al futuro con espíritu moderno y abrirse a la cultura moderna”, invitando a los no creyentes “para hacer juntos una parte del camino”. La luz de la fe deja de ser institucional, para ser el encuentro del creyente con Jesús; ese diablo que nos persigue por todas partes en el catecismo de Ratzinger se desvanece, sustituido por la apertura del “amor” a Jesús y se hace preciso recuperar el espíritu del Evangelio (exhortación Evangelii gaudium). El pecado aparece solo una vez en la misma, y para ser asimilado a la tristeza y al aislamiento. El retorno al Evangelio requiere además “una impostergable renovación eclesial”.
¿Qué sucedió luego? Los primeros momentos de esperanza fueron también expresivos de la dureza de la oposición interna, por el citado director de la oficina de prensa de la Santa Sede, el jesuita Lombardi, o por el arzobispo Müller, puesto por Ratzinger al frente de la capital Congregación para la Doctrina de la Fe. Pero intervinieron sin duda otros factores. Uno muy sensible fue la debilidad de Francisco como teólogo, lo cual le llevó a posiciones sorprendentemente retrógradas, desde su búsqueda bien intencionada del ecumenismo.
La más importante tuvo lugar al conmemorarse el centenario de la reforma luterana. Una cosa era reconocer la justificación de las críticas del agustino contra la degradación moral de la Iglesia de 1500 y otra buscar la conciliación teológica, siendo el luteranismo una doctrina que coloca la salvación del creyente en la esfera de la omnipotencia divina, por obra de la gracia, más allá en su determinación del propio Ratzinger. Frente al De libero arbitrio erasmiano, De servo arbitrio. Grave fue asimismo su elogio de la Reforma por la incorporación del mensaje bíblico, en tantos aspectos opuesto a la concepción religiosa cristiana. Lutero, sentencia el Papa, fue un “testigo del Evangelio” (asumiendo la inserción de la Biblia, no de los Evangelios).
“La atención a la humanidad de los creyentes musulmanes no desembocaron en la claridad, sino en la confusión”
Lo mismo sucedió respecto del islam. Su propensión dialogante tuvo resultados positivos en la colaboración con el imam de al-Azhar, Ahmed al-Tayeb, en El Cairo, subrayando ambos el espíritu de fraternidad y coexistencia de las dos religiones. El fundamento doctrinal común que exhibe Francisco, es, sin embargo, de absoluta simpleza, por mucho que lo califique de “inestimables tesoros espirituales”: “Adoración del Dios misericordioso, la referencia al patriarca Abraham, el rezo, la limosna, el ayuno…”. Elude toda puntualización sobre las distancias que en tales puntos formalmente compartidos separan a las dos religiones.
Y en cuanto al terrorismo islamista, silencio casi total, cuando no lo elude evocando acciones violentas cristianas del pasado, desequilibrio mental del causante (atentado de Niza) o incluso una justificación encubierta en el mortífero atentado contra Charlie-Hebdo. En tal ocasión, da prioridad al respeto a otro credo como freno a la libertad de expresión e incluso estalla en la referencia al puñetazo lógico como respuesta si alguien le menta la madre. En resumen, la atención a la humanidad de los creyentes musulmanes, apreciable en gestos muy loables, y el consiguiente rechazo del sesgo islamófobo de su predecesor, no desembocaron en la claridad, sino en la confusión.
En los dos temas citados interviene otro factor, observable asimismo en otros momentos de inseguridad, o incluso de actuaciones contradictorias de su pontificado. Se trata del pragmatismo y del relativismo que son señas de identidad habituales en la actuación de la Compañía de Jesús. Antes que afrontar una realidad cuya dureza puede ser incómoda, miremos al resultado prioritario que buscamos. No examinemos a Lutero, pues lo importante es la fraternidad con los luteranos. No tratemos de entender la yihad, en su versión violenta, porque lo importante es fraternizar con el islam. En definitiva, siempre hace falta adecuarse a la situación vigente de poder, a costa de renunciar al examen en profundidad.
Todo lo positivo en cuanto a la humanización del otro, creyente de otra fe, tropieza con ese bloqueo, propio del relativismo adoptado: importa más la legitimidad del fin perseguido que la expresión de la verdad. Es lo que ha ocurrido, como veremos, con la cuestión de Ucrania.
“Más resbaladiza aun es su actitud respecto de la guerra de Ucrania, con un pacifismo que nunca denuncia la invasión de Putin”
De ahí las inseguridades y las contradicciones en temas como la homosexualidad o el papel de las mujeres en la Iglesia, así como en el enfoque de las cuestiones internacionales. Por ejemplo, Francisco denuncia con fuerza la actitud en los países receptores, contraria a los inmigrantes. Solo que cuando recibe a punto de morir al neocatólico vicepresidente Vance, se cuida mucho de no ir más allá de una consideración genérica, positiva hacia los inmigrantes perseguidos. No señala para nada la responsabilidad de gobiernos como el de Trump y Vance que los expulsan y privan de la más mínima consideración humana.
Más resbaladiza aun es su actitud respecto de la guerra de Ucrania, con un pacifismo a banderas desplegadas, pero que nunca denuncia la invasión de Putin y propone a los ucranianos las virtudes del diálogo una vez que hayan sacado la “bandera blanca”. Es decir, paz es rendición al agresor. En su fugaz llamamiento al cese de las armas en Nagorno-Karabaj, lo mismo a pequeña escala: destinatarios, los armenios, las víctimas. La pregunta es si Francisco era o no consciente de la injusticia de tal asimetría. Posiblemente, estamos ante la citada prioridad de los fines, por otra parte limitados en su efectividad a la exaltación de su propia figura como heraldo de la paz (salvo cuando aludió a “los ladridos de la OTAN” junto a Rusia sobre el origen de la invasión, salida de tono comparable a la de Charlie Hebdo).
A fin de cuentas, en la composición de su figura, Francisco ha tenido un gran éxito al presentarse como hombre humilde, fundido con los intereses de los pobres, lo cual es sin duda un componente atractivo, y ajustado de su personalidad social. Ahora bien, ha sido humilde pero también fuertemente autoritario en sus decisiones, lo cual de nuevo corresponde al espíritu de la Compañía. Lo confirman quienes estuvieron cerca de él. Los jesuitas nacieron con el absolutismo y la concepción interna del poder en la Iglesia por parte de Francisco lo refleja.
Por lo que toca a su obra, ese rasgo definitorio es recogido por la Ley Fundamental del Estado de la Ciudad del Vaticano, de 13 de mayo de 2023. La concepción absolutista de leyes anteriores sobre el tema se ve reforzada con el Papa como titular solitario de los tres poderes y a partir del munus petrino, por efecto directo del legado de San Pedro. Más tradicional, imposible. Es la mejor referencia para apreciar las limitaciones de Bergoglio como renovador individual y para proponer que el futuro de la Iglesia, la actualización requerida por el primer Francisco no puede llegar de “otro Cristo”, de un Papa-Rey bien intencionado, sino que en el punto crítico a que hemos llegado, exige una reflexión colectiva de los católicos sobre su situación actual. Me atrevo a pensar que es tiempo de conciliarismo, de regreso al espíritu que presidiera el pontificado de Juan XXIII.