Una periodista, un cuerpo, un mensaje
«Basta con recordar lo esencial: una periodista joven, rigurosa, sin aparato detrás, fue detenida, torturada y ejecutada por investigar lo que debía investigarse»

La periodista ucraniana Viktoriia Roshchyna. | Redes
Desde hace meses, se sabía que Viktoriia Roshchyna había desaparecido. Lo que se ignoraba —o se evitaba mirar— era la dimensión exacta de lo que le ocurrió. En abril de 2025, su cuerpo fue finalmente repatriado a Ucrania, tras un intercambio de prisioneros. Estaba etiquetado como «hombre no identificado». Tenía 27 años.
Las pruebas forenses confirmaron lo que muchos intuían: Viktoriia fue detenida en la ciudad ocupada de Enerhodar, trasladada a la prisión SIZO-2 de Taganrog, en Rusia, y sometida a tortura. Su cuerpo presentaba fractura de costilla, hematomas, signos de descargas eléctricas en los ojos y la laringe. Faltaban órganos: el cerebro, los globos oculares y parte del aparato fonador. No se trata de una muerte. Es un método.
Viktoriia era periodista. Investigaba los centros de detención ilegales instalados en zonas ocupadas por Rusia. No era la primera vez que se arriesgaba: en 2022 había sido secuestrada brevemente, interrogada, liberada. Regresó a trabajar. Por vocación.
No dirigía campañas. No parece que buscaba notoriedad. Ejercía el periodismo con una convicción sobria, casi anónima. Lo hacía bien, y eso bastó para convertirla en objetivo. No fue un daño colateral. Fue una decisión.
Una ejecución con propósito
El asesinato de Viktoriia no es una excepción ni un misterio. Es una advertencia estructural: esto ocurre con quienes no callan. Su cuerpo, la forma en que fue devuelto, y lo que le fue extraído, componen un mensaje deliberado.
En ciertos regímenes, la censura no necesita leyes. Se administra por medios más eficaces. La tortura como lenguaje. Lo he visto muy de cerca en Venezuela.
«Viktoriia no murió en el ejercicio de una retórica. Murió trabajando. Eso es lo que convierte su caso en uno de los más graves de nuestro tiempo»
Lo que estremece no es solo la brutalidad. Es la calma con la que fue ejecutada. La indiferencia posterior. La comodidad con la que el mundo absorbe hechos así, mientras la atención se mueve hacia el siguiente titular, o ni siquiera.
Viktoriia no murió en el ejercicio de una retórica. Murió trabajando. Eso —y no otra cosa— es lo que convierte su caso en uno de los más graves de nuestro tiempo. Porque rompe la ficción según la cual los periodistas viven fuera de peligro, protegidos por una distancia profesional.

Hay quien aún cree que el periodismo se ejerce con cobertura. Pero en demasiados lugares ya no hay cobertura posible. Y en otros —más cercanos— hay zonas grises: climas de sospecha, autocensura no declarada, normalización del descrédito. No se dispara, pero se aísla. No se encarcela, pero se sugiere que es mejor no ir tan lejos.
Proyecto Viktoriia
Tras su asesinato, un consorcio internacional liderado por Forbidden Stories lanzó el Proyecto Viktoriia: una colaboración entre 45 periodistas de 12 medios internacionales —entre ellos The Washington Post, The Guardian, Der Spiegel y Le Monde— que retoman la investigación que ella dejó abierta.
El proyecto documenta con precisión la existencia de centros de detención secretos en territorio ocupado, prácticas sistemáticas de tortura y desapariciones masivas de civiles. Es una continuación directa de su trabajo. Y también una forma de desobediencia profesional.
Leer la investigación completa
No hace falta convertir a Viktoriia en símbolo. Basta con recordar lo esencial: una periodista joven, rigurosa, sin aparato detrás, fue detenida, torturada y ejecutada por investigar lo que debía investigarse. Su cuerpo regresó sin voz ni ojos ni cerebro. No es una metáfora. Es el reflejo más descarnado del mundo que habitamos.
En tiempos de sospecha, callar no es una forma de prudencia. Es una forma de renuncia. Nombrarla no es un homenaje. Es un simple acto de precisión.
A quienes siguen mirando cuando conviene apartar la vista.