The Objective
Fernando R. Lafuente

Volver siempre a Chandler

«Lo que distingue a Chandler es el lenguaje. Directo, claro, sin alambiques retóricos, sin términos azucarados, sin alardes y sin concesiones populistas a los lectores»

Opinión
Volver siempre a Chandler

El escritor Raymond Chandler. | X

Alguien que escribió un soberano ensayo sobre El simple arte de matar (1934), hoy el canon del género negro, o policíaco, describió los trazos esenciales de ese personaje literario y cinematográfico que es el detective privado Philip Marlowe, al que, seguro en homenaje a Conrad, le asignó el apellido de Marlowe, además de en recuerdo al autor renacentista inglés. Raymond Chandler es alguien al que uno vuelve cuando la vida contemporánea se convierte en algo moderadamente atorrante. Si, además, leído una vez más el ensayo, ya puestos, dedica una de las tardes primaverales a releer El sueño eterno, e inmediatamente después se dedica ver la excelente adaptación cinematográfica de Howard Hawks de una novela tan complicada, la vida parece de otra manera. 

La novela negra es a la realidad urbana contemporánea lo que el western (Borges dixit) a la epopeya clásica. Es la jungla de asfalto (Burnett). Chandler fue uno de los grandes, los otros, Hammett, Cain, Macdonald y, por qué no, Highsmith. Hay más. Muchos más. Ahora son legión, Jean-Patrick Manchette lo dejó claro: «Hoy todo el mundo es Chicago». El Chicago de los años treinta, claro. Lo que distingue a Chandler es un hecho profunda y condenadamente literario: el lenguaje. Directo, claro, sin alambiques retóricos, sin términos azucarados, sin alardes para la galería académica y sin concesiones populistas a los lectores. Al grano. En corto y por derecho. Dicen que es realista. A lo mejor.

Es un centón de frases tan breves como aforismos, diálogos vertiginosos, llenos de ingenio, ironía, cinismo, inteligencia y suma experiencia en la condición humana. El sueño eterno es un galimatías que, además, para su época, al reflejar lo que pasaba en la calle, en los tugurios, en los clubs nocturnos, en grandes familias, en bajos fondos, permitía un catálogo de personajes deslumbrantes, unos en su sordidez, otros en su miseria moral, los más en su condición de segundones, alguno, tampoco demasiados, moralmente impecables. Son las novelas hard-boiled. 

Es tan así esa voluntad de reflejar una realidad social a contraplano de lo aceptable, que, al final, poco importa quién es el asesino. Lo que le deslumbra al lector es la trama, la investigación, el carrusel de gentes que aparecen y desaparecen, los intereses, sórdidos las más de las veces, que animan a los protagonistas, el carnaval siniestro que se pasea por sus páginas y el bendito escepticismo que, por ejemplo, el querido Marlowe manifiesta hacia la sociedad en que la ha tocado vivir. Y con Marlowe que no falte la femme fatale, que en este caso no es precisamente Carmen, sino Vivian, lo cual enreda más el asunto, para desconcierto, primero de Marlowe y después del lector, en última instancia, del espectador. Y el enredo. Del chantaje al general Sternwood, padre de Vivian y Carmen, a la confusión de quién mató a la primera de las diversas víctimas que aparecen en la novela, el chófer de la familia enamorado de Carmen, para su mal. 

Todo es una historia turbia: chantaje, pornografía, ninfomanía, homosexualidad, drogas, corrupción policial y asesinatos que se quedan en el aire, a menudo sin solucionar. Como ha contado de manera magistral Todd McCarthy en Hawks! (Hatari! Books, 2023), la adaptación de todo este entramado al cine era monumental, porque los problemas con la censura, seguía el Código Hays, eran brutales.

«Otro motivo para volver siempre a Chandler. Con Marlowe, el lector sabe lo que Marlowe sabe»

Claro que en el guion estaba Faulkner. Todd recuerda el trabajo de Roger Shatzkin, titulado ¿A quién le importa quién mató a Owen Taylor?, en donde «aborda abiertamente la cuestión inevitable que surge al hablar del guion de El sueño eterno: que la trama es tan enrevesada que ni siquiera el autor de la novela era capaz de decir quién asesinó a uno de los personajes». Ahora, de nuevo, Todd: «Hawks siempre contaba la anécdota, con ligeras variaciones, de que Bogart le preguntó quién suponía que había matado a Owen Taylor (…) Hawks le reconoció que no tenía ni idea, cuando Faulkner y Brackett confesaron que ellos tampoco lo sabían el director telegrafió a Chandler que respondió lo siguiente: No lo sé».

No es casual el título, el lector lo descubrirá en su momento: «Estabas muerto, dormías el gran sueño, no te molestaban cosas como esas. El petróleo y el agua eran lo mismo que el viento y el aire para ti. Dormías el gran sueño sin preocuparte de la suciedad de cómo habías muerto o dónde habías caído. Yo, en cambio, ahora formaba parte de esa suciedad». No hay destripe. Lean. Todo se presenta en unos espacios que pasan de las mansiones señoriales y los clubs elegantes (llenos de canallas, son más que compatibles) a los más sombríos rincones donde habita el curso lateral de la vida. Las pasiones y los delirios, las ambiciones y las miserias, las traiciones y los engaños, los intereses y las apariencias, vamos como la vida misma, la de 1939 y la de hoy. 

Otro motivo para volver siempre a Chandler. Con Marlowe, el lector sabe lo que Marlowe sabe. Todo ese entramado llega al lector, al espectador al mismo tiempo que al protagonista. Y qué frases de Marlowe: le dice al general: «General, vigile a su hija, ha intentado sentarse sobre mis rodillas cuando yo aún estaba de pie». Y otras, a otros: «Me importa tanto que se meta conmigo como que se coma la sopa con tenedor». Y lo que le advierten: «Juegas con fuego, Marlowe», «Para eso me pagan». Más: «¿Cómo le gusta el coñac, señor?», «En un vaso» o cuando el general, muy enfermo, rodeado de mantas en su silla de ruedas, dentro del invernadero, sin poder beber, le pide a Marlowe que beba por él y éste le responde: «Mal están las cosas cuando un hombre debe disfrutar de sus vicios por delegación».

Marlowe no es el tipo de detective alcohólico, con barba de unos días, dormido sobre el diván de su despacho, después de un exceso de copas la noche anterior, que habita un departamento con las persianas siempre bajadas, colillas en ceniceros repletos, botellas acumuladas en la encimera de la cocina, herido por la vida y las mujeres. No, Marlowe viste con elegancia, seduce con estilo y desparpajo, para la media de su profesión es más que moderadamente culto (buen chiste el que hace sobre Marcel Proust en una de sus desternillantes conversaciones con Vivian), con su falsa erudición exhibida en la librería tapadera de la pornografía, le gusta vivir bien, le importa poco el dinero (un rasgo esencial para vivir bien) y, sobre todo, bendito sea, no espera nada de nadie. Quien se obstine en entender todos los vericuetos, entresijos, trampas, ocultaciones, pistas falsas, juegos privados, paradojas, mentiras, realidades se perderá lo mejor: dejarse llevar. Por eso uno siempre vuelve a Chandler hasta el final de sus días. Los de uno, claro.

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