The Objective
Guadalupe Sánchez

Borregos felices

“Renunciar al crecimiento no es un acto de virtud, sino de sumisión. Lo revolucionario es exigir un futuro que combine sostenibilidad con prosperidad”

Opinión
Borregos felices

Exteriores de la estación de Sants (Barcelona) el día del apagón. | EFE

Reconozco que me cuesta comprender la actitud de muchos de mis compatriotas ante el gravísimo apagón que vivimos el pasado lunes. Por supuesto que el estoicismo, el sentido del humor y la templanza frente a la adversidad son virtudes reivindicables que yo reconozco no profesar en exceso, pero esa idiosincrasia tan nuestra para gestionar los imprevistos y reveses del destino ha derivado en una suerte de celebración de la propia decadencia que me genera un rechazo instintivo y una vergüenza ajena indisimulable. Esta nueva forma de mansedumbre se externaliza, ya no mostrando pasotismo o indiferencia ante el deterioro de los servicios públicos, el empobrecimiento generalizado o la degradación institucional, sino a través del jolgorio y la celebración. O dicho vulgarmente: regodeándose en la propia mierda y miseria.

La viralización en redes sociales de discursos e imágenes de ciudadanos improvisando verbenas y coreografías durante los cortes de luz distan mucho de ser simples anécdotas divertidas: ilustran una ignorancia social supina sobre las repercusiones económicas y vitales que conllevan fallos críticos del Estado y la normalización de gravísimas carencias institucionales en nombre de una ideología empobrecedora y fracasada.

A la vista de lo acontecido, qué duda cabe que el ecologismo decrecentista ha generado nuevas formas de servidumbre. Sus valedores romantizan la pobreza y se esfuerzan sin disimulo por dotar de belleza a lo miserable, hasta el punto de añorar un pasado sin electricidad, sin movilidad, sin garantías sanitarias y sin servicios públicos ágiles y fiables. Para rematar, lo hacen a través de homilías estomagantes, en las que entremezclan una falaz superioridad moral y el autoengaño, como si la tercermundización fuera una elección consciente y virtuosa, en lugar de una imposición derivada de la negligencia política y de una agenda ideológica radical.

Nos dicen -sin avergonzase siquiera- que debemos dejar de viajar para salvar el planeta, que hemos de reducir nuestro consumo energético, aceptar apagones, renunciar al crecimiento económico, al confort y al progreso. Todo en nombre de un mundo ecológico, sostenible y feliz. Pero ese mundo no existe. Es una quimera que sirve de coartada para justificar recortes, precariedad y control social. El supuesto decrecimiento feliz no es otra cosa que empobrecimiento planificado.

Este fenómeno tiene un nombre: neoludismo. Es la exaltación de una vuelta a formas de vida preindustriales como respuesta a los males del capitalismo moderno. Se rechaza la tecnología, el desarrollo y la modernidad bajo la promesa de una existencia más auténtica y armónica con la naturaleza. Pero el neoludismo es profundamente reaccionario y peligroso. Lejos de empoderar al ciudadano, lo devuelve a una situación de vulnerabilidad permanente, donde el Estado deja de ser garante de derechos para convertirse en un mero gestor de la miseria y del colapso a costa de la supresión de la libertad y la renuncia a la prosperidad.

“Se idealiza la pobreza, se romantiza la carencia, se estetiza la barbarie y se relativiza la ineptitud”

En este marco, la propaganda político-mediática juega un papel clave. Cada crisis es transformada en una nueva ocasión para asentar el relato. Así, el apagón deja de ser una catástrofe para convertirse en una oportunidad de conocer a los vecinos o rememorar tiempos pretéritos felices que sólo existen en la imaginación del que los evoca: la desaparición del Estado tras un apagón inédito que ha costado vidas pasa de ser un fracaso institucional a un ejemplo de resiliencia comunitaria ante el infortunio. Se idealiza la pobreza, se romantiza la carencia, se estetiza la barbarie y se relativiza la ineptitud. El escenario social ideal para que el dirigente inútil se perpetúe en el cargo y eluda asumir responsabilidades, tal y como está sucediendo.

Esto viene de atrás, claro, pero sin duda la pandemia marcó un punto de inflexión. La población acató medidas extremas sin apenas cuestionarlas y aplaudía desde los balcones mientras enterraba a sus muertos en soledad, aceptaba sin rechistar la supresión de derechos fundamentales y la intromisión estatal en todos los ámbitos de su vida. Lejos de recuperar una actitud crítica una vez pasada la emergencia, la sociedad parece haber interiorizado esa servidumbre voluntaria como una forma de progresismo deseable.

Pero no hay nada progresista en esta regresión. Renunciar al crecimiento y a la prosperidad no es un acto de virtud, sino de sumisión. Lo verdaderamente revolucionario consiste en exigir un futuro que combine sostenibilidad con prosperidad, ecología con tecnología, progreso con libertad. Pero esto no será posible mientras nuestros gobernantes insistan en anteponer la ideología a la ciencia.

No digo que los españoles tengan que renunciar a la fiesta y al cachondeo, sólo pido que no celebremos nuestra decadencia ni la aceptemos como algo inevitable. Si aún conservamos algo de espíritu crítico, es hora de manifestarlo, de abandonar la complacencia y de rechazar la mansedumbre voluntaria que se disfraza de conciencia ecológica. El borrego feliz que celebra su servidumbre y aplaude al que lo deja sin futuro no es víctima, es cómplice.

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