Zedillo alerta del fin de la democracia en México
«Los mexicanos nos habituamos al milagro de una Suprema Corte emitiendo sentencias contra los poderosos. Esto es lo que han arruinado López Obrador y Sheinbaum»

Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum. | Carlos Santiago
El expresidente Ernesto Zedillo (1994-2000) ha cimbrado la escena política mexicana con un ensayo en Letras Libres que denuncia la transformación de la democracia en una tiranía. Así, sin edulcorantes. Es uno de esos textos que marcan época, por ser Zedillo una de las pocas voces de México con peso real en el mundo, como destacado académico de Yale y por tener la autoridad moral de ser el arquitecto de la transición mexicana a la democracia. Es cierto que Zedillo había ya levantado la voz seis meses antes en un foro universitario, pero sus palabras pasaron desapercibidas: se la llevó el viento de la oralidad. Ahora, negro sobre blanco, adquieren una fuerza inusitada.
Sin medias tintas, fiel a su estilo diáfano y sobrio, Zedillo explica los pasos emprendidos por Andrés Manuel López Obrador (2018-2024) y Claudia Sheinbaum para desmontar el sistema de libertades que les permitió llegar al poder y para construir una dictadura ad hoc, con el aplauso de la mayoría social (alimentada con el alpiste de las consignas y los subsidios) y la complicidad de la elite económica y mediática (alimentada con el pienso del dinero público y las amenazas). Zedillo, además, no piensa que se trata de un simple regreso a los años duros del PRI, sino a algo mucho peor, ya que el viejo PRI al menos mantenía a los militares fuera del poder y mantenía en la ley, aunque no en la práctica, el sistema de libertades que consagra la Constitución de 1917. La crítica de Zedillo es kantiana: la libertad es siempre preferible a la tiranía a pesar de sus posibles efectos secundarios, pero también pragmática: sólo desde la libertad plena es posible el desarrollo a largo plazo. Para valorar el texto de Zedillo, y el arrojo de Enrique Krauze para publicarlo en la portada de su revista, es necesario hacer algo de historia.
1994 fue calificado por Octavio Paz como el año shakespeariano de México: las dagas volaban detrás de los telones tricolores del poder. El proyecto modernizador de Carlos Salinas de Gortari, que había liberado parcialmente a la economía del yugo estatista, impulsando y firmando el Tratado de Libre Comercio de América del Norte con Estados Unidos y Canadá –motor del progreso mexicano desde entonces–, sufrió ese año un doble golpe mortal: el levantamiento zapatista en Chiapas y el asesinato del candidato del PRI a las elecciones presidenciales, Luis Donaldo Colosio. No le quedó más remedio a Salinas, quien, como presidente en la era del PRI, actuaba de gran elector, que impulsar la candidatura de Ernesto Zedillo, con el que se había distanciado. Zedillo era el único integrante de su Gobierno que había renunciado al gabinete seis meses antes de las elecciones para sumarse a la campaña de Colosio y, por lo tanto, el único que reunía los requisitos constitucionales para ser candidato. La otra alternativa era dejar la candidatura en manos del aparato del partido, de alma retardataria y estatista, con la que mantenía tensas relaciones de conveniencia, siempre al acecho.
“López Obrador y Sheinbaum han impuesto una reforma judicial que en los hechos cercena el mérito y entrega la justicia al presidente de turno. Y han capturado el sistema electoral”
Zedillo fue, así, candidato de carambola. Sin ningún carisma, adusto como una ecuación de tercer grado, llegó al poder limpiamente, cosa que no podía decir su antecesor. Por Zedillo votaron las clases populares que seguía pastoreando el PRI –hoy coto vedado de Morena, el partido de López Obrador–, pero también la inconforme clase media, por el efecto combinado del miedo y la falacia retrospectiva. Miedo doble: ante la guerrilla zapatista y ante el regreso de la violencia política. Y falacia por la forma en que el artero asesinato convirtió a Colosio de gris candidato oficialista en el líder que México reclamaba. Nada vaticinaba una presidencia memorable. Encima, tuvo que enfrentar una gigantesca crisis económica, a los pocos días de su toma de posesión.
La inestabilidad política se había convertido en grave inestabilidad económica. El tráfico de información privilegiada provocó una corrida contra el peso, que hubo de ser devaluado más allá de las franjas de flotación establecidas, lo que provocó un aumento súbito de las tasas de interés que llevó a la gente a no poder pagar sus deudas e hipotecas y al sistema bancario al borde de la bancarrota, incapaz por lo tanto de garantizar los depósitos en custodia. Todo esto, en cuestión de unas semanas que recordaban a la República de Weimar. Las medidas de Zedillo, doctor en economía, fueron pura ortodoxia. El valor del peso lo debía determinar el mercado, y no el Gobierno. El Gobierno debía vivir exclusivamente de sus ingresos, sin contratar deuda, lo que implicaba recortes en el gasto social, pero los bancos tenían que ser rescatadas para evitar que colapsase todo el sistema. A lo largo de su sexenio, el país consiguió la estabilidad macroeconómica, que no ha perdido desde entonces, pese a la tendencia al gasto desmedido y al estatismo energético del tándem Obrador-Sheinbaum. Además, el gobierno de Zedillo terminó con tasas de crecimiento chinas, superiores al 6%.
Pero los logros de Zedillo no fueron económicos, sino políticos. El presidente del azar supo ser fiel al joven rebelde golpeado por el Ejército en 1968, al hijo de una familia de clase media baja, al estudiante sin recursos del Politécnico Nacional. La hibris del poder no logró capturar su espíritu ciudadano, hecho a sí mismo contra la adversidad. Y los fastos del poder no lograron traspasar sus gruesos lentes de doctor en Economía. Empeñó su ejercicio en construir una verdadera democracia. Una república no simulada, muy distinta a la que había heredado. Tenía detrás años de luchas ciudadanas e intelectuales, una Administración amiga en los Estados Unidos de Bill Clinton y el poder de maniobra del trono priista.
Sus decisiones giraron básicamente en dos órbitas: garantizar la independencia del poder judicial y quitarle al Ejecutivo el manejo de las elecciones. Así nacieron una Suprema Corte libre y también el Instituto Federal Electoral, una instancia ciudadana, que, con reglas claras para todos los actores y partidos políticos, incluida la financiación, transformaron la vergüenza de México, su sistema electoral trucado, en uno de sus mayores orgullos. También decidió abrir la Ciudad de México, gobernada por delegación del poder presidencial con la excusa de ser sede de los poderes federales, a la libre elección de sus habitantes. Los frutos de sus reformas fueron inmediatos en lo político. El PRI perdió la mayoría legislativa en los comicios intermedios de 1997, lo que activó las funciones de fiscalización y control del poder presidencial de un Congreso acostumbrado a obedecer. Y en el año 2000, lo nunca pensado, el PRI perdió la presidencia de la República con el reconocimiento inmediato del propio Zedillo, lo que inhabilito cualquier tentación golpista de los poderes fácticos. También perdió el poder de la Ciudad de México, gobernada por la izquierda desde 1997. Y punta de lanza de López Obrador para su carrera política.
Los frutos judiciales fueron más lentos, lastrados por la corrupción de la fiscalía, pero no menos importantes. Poco a poco los mexicanos nos habituamos al milagro de una Suprema Corte deliberando en público y emitiendo sentencias contra los poderosos.
Y todo esto es lo que han arruinado López Obrador y Sheinbaum, por más que lo disfracen con su lengua de madera. Han impuesto una reforma judicial que en los hechos cercena el mérito y entrega la justicia al presidente de turno. Y han capturado el sistema electoral. Sin garantía de elecciones limpias y justas, y sin jueces independientes, la democracia es imposible, una mascarada. Esta doble traición es la que denuncia brillantemente el doctor Zedillo. Su alegato debería despertar el instinto moral de los mexicanos, aletargados por el populismo. Pero también poner en alerta al resto del mundo. No es una simple anécdota que la décima potencia económica del mundo, el país más poblado e importante de Hispanoamérica, haya dejado de ser una democracia.