Y si somos los más cívicos, bueno y qué
«No quiero que los políticos nos feliciten por lo bien que nos portamos. Quiero explicaciones, respuestas, soluciones a los problemas»

Terraza en la calle Lavapiés en Madrid durante el apagón que dejó a España sin red eléctrica. | Europa Press
Joaquín Sabina, en antológica conversación con Jesús Quintero, ya denunció hace años lo que no le gustaba de Andalucía: ese andalucismo profesional, esa «grasia que no se puede aguantar». Lo estomagante del asunto. Al artista jienense le preocupaba la autarquía de Andalucía, cómo se consume y se mira a sí misma. He pensado mucho en estas palabras de un tipo que hace tiempo dejó de ser referente para la izquierda actual. Para algunos, siempre con el dedito enhiesto, Sabina ya es ‘facha’. Por tanto, desprecian sus palabras, porque al fascismo ni oído ni agua.
Y he pensado mucho en sus palabras después de notar, de manera preocupante, cómo esa mirada permanente entre nosotros, lo nuestro y olé, se ha expandido por toda España. En los días en que nuestro país sufría un apagón, en las horas en que miles de ciudadanos quedaron varados en mitad de la nada —en el centro de la ciudad, de camino a casa, en trenes o ascensores, paralizados durante horas en carreteras o esperando en oficinas— no perdíamos la sonrisa. Que no, que no. Porque tenemos arte para dar y tomar. Y si somos los mejores, bueno, y qué. Y no hablo de todos aquellos que se tomaron una cerveza o bailaron en el parque —porque no se trata de vestirse de policía moral— y nada es incompatible con bailar y exigir información.
Pero sí es preocupante esa pesada celebración de lo buenos que somos. Míranos, qué arte tenemos, que ni 12 horas sin luz nos quitan la sonrisa. Una exaltación vacua, un elogio que muere en la orilla. Igual si el apagón se hubiera dado en un lluvioso día de diciembre, el argumento se habría evaporado rápidamente. Ahora la moda es el civismo, políticos que nos felicitan por el civismo. Pero, ¿quiénes creen que son sus gobernados? ¿Hienas? ¿Alimañas asilvestradas que, ante la mínima crisis, asaltan bancos, queman contenedores o atracan a ancianitas? Que el pueblo está a la altura de lo que se le exige, nadie lo duda. La cuestión apremiante es si sus gobernantes también lo están. Que somos ciudadanos cálidos, que somos una nación de gente civilizada, ya se sabía. No hace falta otro apagón, otra pandemia ni una nueva erupción volcánica para demostrarlo.
Como andaluz, les diré que estoy acostumbrado a esa reivindicación folclórica de mi tierra —no al extremo de Macarena Olona en aquella campaña electoral de Vox (qué alipori)—, pero sí al elogio constante del arte que tenemos, lo bonito que es todo, los flamencos, las abuelas y las chirigotas. Y sí, Andalucía es para comérsela, pero no quiero reivindicar solo lo obvio. Quiero que deje de ser, por ejemplo, la comunidad líder en tasa de riesgo de pobreza en España, que su renta media por persona no esté bastante por debajo de la media nacional, o que no sigamos siendo campeones en las tasas de paro, con nuestras toreras y soleadas provincias copando las primeras posiciones. Y no quiero dejar de elogiar lo bueno, pero también habrá que señalar lo que está por arreglar.
Corremos el riesgo de imitar, a nivel nacional, lo que pasa entre una parte de los andaluces: sí, tierras bonitas, gentes bellas, monumentos que dejan sin aliento al turista… eso ya lo sabemos. Ah, y una nación, a grandes rasgos, de gente honrada, solidaria, educada. Y como eso es lo obvio, no quiero que los políticos nos feliciten por lo bien que nos portamos. Quiero explicaciones, respuestas, soluciones a los problemas. Así que paren ya con la palmadita en la espalda. Y si somos los más cívicos, bueno, ¿y qué más?