The Objective
Jacobo Bergareche

El bar del Congreso

«La ideología que expresamos es una suerte de disfraz, una máscara que se va erosionando con la edad. Promesas e ideales van pasando por la criba del tiempo»

Opinión
El bar del Congreso

Ilustración de Alejandra Svriz.

Tiene una melena rubia larga y suelta, viste vaqueros y una camisa con las mangas remangadas por donde asoma un tatuaje en su antebrazo que dice Here Comes the Sun. Habla con seguridad, incluso con una cierta rudeza y mientras se relaja ante el micrófono, empieza a aumentar el número de palabras malsonantes con las que apuntala sus frases. No le es tan fácil relajarse cuando se siente grabada, sabe que todo lo que diga podrá utilizarse contra ella cuando menos se lo espere. Aurora Nacarino-Bravo se presenta con contundencia: «He desempeñado algunas de las profesiones más denostadas de este país. Me he dedicado al periodismo, a la ciencia política y ahora a la política. Con lo cual, salvo la de controlador aéreo, creo que no me quedan profesiones más odiosas que practicar».

Más de una vez hemos comprobado que al llegar a un concierto o a una cena, siempre provoca un momento de cejas arqueadas cuando alguien le hace la odiosa pregunta de «Y tú, ¿a qué te dedicas?». Ella se limita a decir que es diputada, no especifica de qué partido, sospechamos que disfruta de ese momento de tenso suspense en que su interlocutor se aventura a averiguar su signo político a partir de su apariencia y juzgando por el contexto donde se desarrolla el encuentro. Le preguntan si es de Sumar, o del PSOE, casi lo dan por hecho. Ella ríe y aclara que es diputada del PP, y entonces su interlocutor o bien disimula como puede su disgusto al descubrir que está frente a alguien cuyo trabajo es defender lo que uno aborrece, o celebra con alivio que se encuentra ante la persona que representa su voto. Si esto que le pasa a Aurora en la vida real fuera una obra de ficción, sería un buen ejemplo de un recurso literario muy efectista que Aristóteles en su Poética llama anagnórisis (en griego quiere decir «reconocimiento»), mediante el cual un personaje principal revela su identidad hasta entonces oculta o velada a otros personajes secundarios, para cambiar de ese modo la relación con ellos, pasando normalmente de una conexión débil o inexistente (un mendigo o un simple huésped desconocido) hacia una conexión fuerte (el hijo de un enemigo que clama venganza, el retorno de un rey por largo tiempo ausente, etcétera), y de esa manera se produce un punto de giro en la historia que la hace avanzar hacia su desenlace.

En una cena donde hay desconocidos suele haber una fase de prudencia en la que tratamos de postergar o evitar la ostentación de nuestra ideología, pues en ese momento, cuando aún estamos tratando de tender puentes y pasar un buen rato juntos, ver en el de en frente a un adversario amplía las zonas de fricción por las que discurre la charla. En determinadas circunstancias –la proximidad de unas elecciones, la tramitación de una ley polémica, un escándalo de corrupción– ese descubrimiento de las ideologías de los comensales puede introducir una tensión que haga del todo imposible el desarrollo amigable de la velada. «A la mayoría de nosotros la gente no nos enseña cara y ojos, sino el perfil y la espalda –dice Emerson en su ensayo de la amistad–. Casi todos los hombres que conocemos requieren cierta cortesía, necesitan que les sigan la corriente; tiene algún ídolo, algún talento, algún capricho religioso o filantrópico en su cabeza que no debe ser cuestionado y que arruina toda conversación con él».

Afortunadamente para Aurora, y para todos, cuando se retrasa la anagnórisis, hay tiempo suficiente para dejar que actúe la química del carbono y conectar a través de aquellas impresiones inmediatas que determinan que uno «caiga bien», a saber, su tatuaje de Here Comes the Sun, el humor lenguaraz y sin tapujos de Aurora, su ánimo de festejar, su gusto por la música, su capacidad de analizar la política con más cabeza que corazón. Más de un comensal de nuestro banquete que se declara abiertamente de izquierdas, al descubrir ya entrada la noche que está sentado junto a una diputada de un partido de derechas, celebra haberla conocido y comenta: «Ojalá hubiera más gente del PP como tú». Cuando uno ha tenido el tiempo suficiente para caer bien, obtiene la indulgencia para un disentimiento cordial en el terreno de las ideologías, que pasan pronto a un segundo plano, porque generalmente preferimos caminar en el terreno compartido en el que se produjo este encuentro: el del vino, la buena mesa, la narración de anécdotas y las risas, que es donde florece la amistad.

Jorge Bustos a menudo evita esos terrenos porque, si se adentra demasiado en ellos, teme hacer mal su trabajo. Es subdirector del periódico El Mundo y una de las voces de la COPE; estudió Filología Clásica, le encanta hacer crítica literaria y escribir crónicas, pero desde que gobierna el socialista Pedro Sánchez dedica casi todas sus columnas, duras e inmisericordes, contra él y su gobierno, en lo que él mismo reconoce que empieza a ser algo cansino y obsesivo. En todo caso, asume como un deber con sus lectores ejercer una crítica sin piedad.

«El Congreso es un lugar donde ocurren ese tipo de encuentros amigables entre adversarios»

Bustos teme hacerse amigo de un miembro del gobierno de Sánchez, pues eso comprometería su capacidad de crítica al poder. Es un tipo educado, de trato amable (algo que quizá sorprenda a los que solo le conocen por Twitter) y un conversador versátil con muchas lecturas a cuestas; sabe que si acepta la invitación a comer de un ministro correrá el riesgo de que le caiga bien: «Me ha pasado en el último año que he comido con personas muy cercanas a Pedro Sánchez o con independentistas. Ahora les sigo criticando, pero intento ser más ajustado en mis juicios porque me cayeron bien». Incluso muy bien, hasta el punto de que nace el deseo de hacerse amigos. Lo sabe porque ya le ha pasado con un ministro, que admira su escritura y que le pidió un encuentro discreto en el Congreso, casi clandestino, para que le firmara su último libro.

El Congreso es un lugar donde ocurren ese tipo de encuentros amigables entre adversarios que proyectan ante las cámaras o en redes sociales un enfrentamiento descarnado. A fin de cuentas, trabajan todos en el mismo sitio, se encuentran en los despachos y se cruzan por los pasillos y en la cafetería. Los días de pleno se abre un bar exclusivamente para los diputados, donde no entran periodistas ni nadie más. Allí se relajan después de sus debates e intervenciones, y tienen un trato privado más cercano que no captan las cámaras. Aurora recuerda que una vez se filtraron unas fotos de Pablo Iglesias, el líder de Podemos, y de Albert Rivera, líder de Ciudadanos –dos partidos totalmente antagónicos en sus postulados– tomándose un café juntos y hablando con mucha cordialidad. Las fotos causaron un gran revuelo en redes, se les acusaba a los políticos de representar un teatro, se decía que se pegaban duramente cuando tenían delante las cámaras en el Congreso y después, en secreto, resulta que eran amigos, que la agresividad aparecía o desaparecía en función de si había público o no. «¡Coño, pues que no os dais cuenta de que eso es un síntoma de progreso! –dice Aurora con vehemencia–. Si eso no sucediera, entonces estaríamos en la Guerra Civil. Está muy bien que tú tengas que subirte a la tribuna y decirle al del otro partido todas las cosas en las que no estás de acuerdo con él y que luego también seas capaz de escindir esa parte política, ideológica, profesional si se quiere, y separar a la persona y decir: ‘Yo con este tío, aunque no le vaya a votar en mi vida, pues tengo algo de lo que hablar o algo que compartir. Incluso podemos ser amigos’».

La familia de Peru es vasca y, aunque él vive en Madrid, pasa temporadas en Lequeitio y sabe bien lo que es vivir en una tierra en la que durante mucho tiempo se extorsionaba o se asesinaba al que no comulgaba con las ideas del nacionalismo radical. En esta sociedad tan enfrentada, donde hoy aprenden a convivir y a tolerarse grupos con concepciones políticas radicalmente opuestas, Peru encontró una solución para acercarse cordialmente a los nacionalistas con ideologías extremistas que le resultaban intolerables, aquellos que siguen siendo incapaces de condenar a ETA. Él se imaginaba la cabeza de estas personas como esos pisos de Airbnb que alquilaba a veces, donde el propietario de la casa deja un cuarto cerrado con candado en el que esconde las cosas que no quiere compartir con desconocidos. Por si el cerrojo no fuese suficiente, suele haber una nota que advierte que ahí dentro no puede pasar nadie. Peru veía en ese cuarto cerrado una metáfora del sitio donde estaba la ideología, y tomaba como propia la indicación de no abrir esa puerta y permanecer siempre en las zonas abiertas de la mente donde cualquiera, por muy radical que sea, está dispuesto a acoger al otro, por así decirlo, el salón, la cocina o la terraza del alma. Con el tiempo, Peru descubrió que esta solución vale también para acercarse a cualquier persona que albergue algún credo sectario que en un punto le resulte del todo irracional, como aquellos que profesan la religión de una manera fanatizada o que puedan llevar el prefijo ultra en cualquiera ideología.

A veces ese cuarto cerrado se llena de tantas frustraciones, banderas y pancartas que el cerrojo revienta, la puerta se desvencija y todo lo que estaba guardado inunda el resto de la casa hasta expulsarnos de ella. Iván Abanades se presentó al banquete diciendo: «Soy Iván, nací en Madrid y he vivido en muchos sitios». Recuerda con gesto muy grave uno de esos momentos en que el cuarto cerrado se abre y se desborda lo que hay dentro. Ocurrió cuando fue al encuentro de sus amigos íntimos de Barcelona después de una larga estancia en Miami, tras los años más turbulentos del procés catalán que en 2017 culminó en la fallida declaración unilateral de independencia, las cargas policiales y los arrestos de políticos independentistas. Iván tiene a grandes amigos desperdigados en todos los lugares en que ha vivido, entre ellos Barcelona, con los que procura mantener el contacto. Moverse por entornos con idiosincrasias tan opuestas le ha hecho muy tolerante de las diferencias y muy poco aferrado a cualquier tipo de conciencia nacional; por eso siempre pensó que por muy calientes que estuvieran los ánimos en Cataluña tras los sucesos de 2017, la política se quedaría siempre en un plano donde no interferiría con la amistad, como había sido siempre. No fue así. Iván comprobó que algo se había transformado en el tiempo de su ausencia, que los amigos que dejó llegaban con unas cicatrices emocionales que les impedían verle sin el filtro de la ideología. La visita a Barcelona se le hizo larga y amarga, las conversaciones en la cena acabaron en discusiones sobre el mismo tema, y esas discusiones terminaron en gritos. Jamás había oído a su amigo gritarle. Algo se había roto en esa polarización extrema, no había ya ni rastro del nosotros; Iván había sido expulsado y era ya parte de los otros.

«Estos procesos de polarización extrema afectan a unas generaciones mucho más que a otras»

Estos procesos de polarización extrema afectan a unas generaciones mucho más que a otras. Los niños y los mayores suelen estar al margen, bien porque no tienen conciencia política todavía, bien porque ya lo han visto todo en el teatro del mundo y saben que al cabo de la vida no hay tanta correlación entre ideología y virtud, han tenido tiempo de ver a gente noble y a gente corrupta de cualquier credo y han aprendido a no escatimarle admiración o reconocimiento a aquellos que con idearios opuestos a los suyos han sido gente ejemplar.

De este aprendizaje de la edad nos hablan en la segunda cena de nuestro banquete Hugo Sigman, de ochenta años, y Silvia Gold, de setenta y cinco, una pareja de argentinos que se sienten «tremendamente afortunados de que aún en esta edad vivimos llenos de proyectos». Silvia nos cuenta: «Nacimos en una posguerra, un mundo que iba a ir a mejor. No podía ir a peor. Para cada persona, los buenos y los malos eran clarísimos. En nuestra generación lo ideológico marcaba los gustos, y también los amigos». Hugo la mira con una sonrisa, se acuerda bien de esos tiempos, y dice: «En este momento de mi vida he dividido entre la ideología y la calidad de las personas», y nos cuenta cómo han terminado llevándose muy bien con un médico numerario del Opus Dei jubilado, porque al final de todo lo que han entendido es que ese hombre trabajó honestamente en el cuidado desinteresado de personas enfermas, es decir, «por el bien común». Silvia añade: «Puedo ser amiga de alguien sin importar si es de derecha o de izquierda. Ya no sé ni qué quiere decir exactamente cada cosa». Este asombro que manifiesta Silvia es un aprendizaje de la edad; alcanzar a ver a las personas sin certezas, sin dogmas ni etiquetas.

La ideología que expresamos es una suerte de disfraz, una máscara que se va erosionando con la edad. Las promesas y los ideales van pasando por la criba del tiempo y la gente ya no se identifica por lo que promete, sino que se reconoce netamente por lo que ha sido. Las cosas que han hecho y las que han dejado de hacer, como han querido, como han sido con sus amigos, cuándo han estado y cuándo han faltado. En fin, lo que han hecho al cabo de su vida con su vida misma.

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Este texto pertenece al ensayo Amistad, escrito por Mariano Sigman y Jacobo Bergareche, y coeditado por Debate y Libros del Asteroide (2025).

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