Sexo, mentiras, drogas y dinero público
«Siglos de picaresca han forjado una sociedad donde los escándalos de malversación se reciben como un buen tema de conversación para la siguiente quedada en el bar»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Entras en las redes un par de minutos y no sabes si te hablan del PSOE o de una sexshop de esas de cabinas con mirilla. El cutrerío de las escenas de este socialismo crepuscular nos convierte a todos en Malcolm McDowell viendo la Naranja Mecánica con pinzas en los ojos. No queremos ver esta película. No queremos más pornografía política. Pero tenemos los párpados abiertos con grapas y la función es continua. Ahora sale un toro mecánico: el exministro José Luis Ábalos. Otrora comunista de carné, sus recientes aventuras nos han redefinido los términos de clase obrera y solidaridad. En su universo alternativo, la clase obrera es el personal de hotel que recoge estropicios, metiendo en bolsas las botellas de alcohol vacías y limpiando de las mesas los rastros de «algo blanco». Y la nueva solidaridad socialista consiste en que los españoles les paguemos con nuestros impuestos la juerga eterna.
Los mensajes, recibos y testimonios –filtrados o documentados– perfilan la existencia de un hombre que trata los cargos públicos como un resort de cinco estrellas con upgrade permanente. En comparación con el estilo de vida de un sanchista estándar como Ábalos, aquellas residencias y economatos franquistas para altos cargos se antojan prebendas conmovedoramente pobretonas. De día tenemos a un Ábalos predicando compromiso, vendiendo igualdad y posteando corazoncitos rojos. De noche las fotos y los mensajes –en buena parte admitidos por él mismo– nos esbozan a un Gatsby ibérico, barrigudo y follador, atrincherado en suites de lujo con acompañantas de catálogo, palmoteando carnaza y bebiendo a morro hasta el amanecer. No en vano ha nacido en un pueblo llamado Torrente, que las casualidades las carga el diablo.
¿La ironía? Este defenestrado lugarteniente de Pedro Sánchez fue quien tomó la palabra durante la moción de censura de 2018 contra el todavía presidente Mariano Rajoy, defendiendo machaconamente al PSOE frente al PP y postulándose para devolver a España «la ética pública y la ejemplaridad». Ojo. La ética. Y la ejemplaridad.
Ábalos, nuestro “hombre del pueblo”, construyó su marca personal luchando por el proletariado, como militante raso en el PCE y el PSOE, con el puño levantado, la rosa roja entre los dientes y el Mundo Obrero bajo el brazo. Pero, según vamos comprobando, su noción de la lucha de clases consiste en elegir entre sábanas de seda o de algodón egipcio en el último hotelazo. Eso sí, le gustan los Paradores públicos, que para un socialista español no hay distinción alguna entre partido, Gobierno y Estado. Todos son suyos. Y esas líneas desdibujadas le permiten lucir sus innegables talentos sociales, como el presunto papel de intermediario en el caso Koldo, el escándalo de la compra multimillonaria de mascarillas durante la pandemia.
«Pero ¿de dónde sale esta gente? ¿Son todos así? ¿Cómo es posible que nadie levante la voz?»
El exministro inicia ahora una etapa como «consultor» en el sector privado –asombrosamente conserva el escaño en el Congreso–, demostrando que en la política española el fracaso es el mejor trampolín hacia una buena bio de LinkedIn. Mientras Ábalos disfruta de esta temporada de reflexión –las truculentas memorias estarán al caer–, la clase trabajadora española se ve obligada a reflexionar sobre la definición de socialismo del PSOE. «Complejo de pobres», leemos en uno de los mensajes filtrados. Así define Ábalos a sus compañeros de partido. Pero ¿de dónde sale esta gente? ¿Son todos así? ¿Cómo es posible que nadie levante la voz? Mientras tanto, la Troika europea de Francia, Alemania y Reino Unido acude a las cumbres nucleares y de defensa, protegiendo la integridad de Occidente, o sea, haciendo política de verdad, esa que los socialistas españoles no han olido en su vida.
Al fin y al cabo, en España la corrupción política es una reliquia cultural conservada con un guiño cariñoso. El español medio ve la corrupción como un menú de degustación: a veces excesivo, pero una parte fundamental de la vida. Siglos de picaresca han forjado una sociedad donde los escándalos de malversación se reciben como un buen tema de conversación para la siguiente quedada en el bar. ¿Para qué salir a manifestarse o poner una querella cuando te puedes encoger de hombros, soltar “Así es la vida” y bautizar la próxima investigación de corrupción con el nombre de una zarzuela? La integridad es un ideal quijotesco, una noción literaria, mientras que el enchufismo y nepotismo son deportes nacionales, jugados con una precisión burocrática y un orgullo perverso. ¿El mantra español subconsciente? Si no te pillan, no es delito.