The Objective
Cristina Casabón

UE: ¿un experimento político anacrónico?

«De momento, el giro de la política hacia opciones más nacionalistas y conservadoras parece ser el desenlace de nuestro experimento supraestatal»

Opinión
UE: ¿un experimento político anacrónico?

Ilustración de Alejandra Svriz.

Si bien los historiadores no están de acuerdo en si el colapso del Imperio austrohúngaro fue una muerte natural por el agotamiento institucional tras el ascenso de lo nacionalismo, o el resultado de la derrota del imperio tras la Primera Guerra Mundial, el fantasma del fallido experimento de los Habsburgo continúa atormentando las mentes europeas. 

El Imperio austrohúngaro comprendía 14 naciones y más de 50 millones de habitantes. Oscar Jaszi, en The dissolution of the Habsburg monarchy (1929), analizaba el fracaso trágico en la cohesión del imperio, y su incapacidad fatal para desarrollar la lealtad política. Jaszi explicaba que si el experimento estatal austrohúngaro hubiera sido realmente exitoso, los Habsburgo habrían resuelto en su territorio el problema central de Europa, que resume en la siguiente pregunta: ¿Cómo es posible unir individualidades nacionales de ideales y tradiciones muy divergentes de tal manera que cada una de ellas pueda continuar su propia vida particular, mientras que al mismo tiempo limite su soberanía nacional lo suficiente como para hacer posible una cooperación internacional pacífica y efectiva?

De las fuerzas centrífugas de los nacionalismos del Imperio austrohúngaro surgieron varias repúblicas independientes y soberanas. Las repúblicas de Hungría, República Checa, Austria y Bulgaria nacieron en menos de una semana, lo que haría a los comentaristas de la época denominar a Europa una republican mushroom bed. Las nacionalidades destruyeron el Imperio austrohúngaro como entidad política y administrativa operativa: el sistema fue incapaz de integrarlas ordenada y satisfactoriamente en el entramado constitucional y parlamentario.

Ha pasado un siglo, pero el experimento supraestatal tiene todavía una gran importancia teórica y práctica. Los europeos debemos preguntarnos si la experiencia debía fracasar porque la supranacionalidad es una especie de imposibilidad natural, o si se debía a las circunstancias del momento, al ascenso de los nacionalismos y a las deficiencias estructurales de la monarquía dual austrohúngara.

El dilema es que hoy en día una entidad cosmopolita y supranacional como la Unión Europea vive una tensión similar. Un problema que parece difícil de solventar porque cuenta con herramientas políticas anacrónicas para hacer frente a los movimientos euroescépticos y al rebrote de los partidos que apuestan por una mayor soberanía nacional. La última tentativa de las élites europeas para hacer una política cercana la hemos visto este fin de semana, en Albania.

El primer ministro albanés y anfitrión de la cumbre de la Comunidad Política Europea (CPE) en Tirana, le dio este viernes a este encuentro político un tono diferente con varios chistes y gestos, como arrodillarse ante su homóloga italiana con los brazos abiertos o llamar al presidente francés «su majestad». También se visualizaron unos vídeos de los mandatarios un tanto ridículos y que demostraban lo alejadas que están las élites de la ciudadanía de a pie. 

Mientras tanto, las lealtades al Estado-nación, una vez consideradas muertas y enterradas, han resurgido, con fuerza. La conciencia supranacional como una cooperación libre y espontánea no ha podido superar completamente la fuerza de la política ideológica, de colores políticos, propia del Estado-nación. Años después del experimento, vemos que los ciudadanos no hemos podido identificarnos con una política demasiado despegada, fría y sin un procedimiento de elección ciudadana de los puestos clave de la Comisión

Las demandas por recuperar la «soberanía», apelando al miedo a la «pérdida de identidad» y a decisiones que no toman en cuenta el interés de los ciudadanos (barreras al libre comercio, destrucción del sector primario, el terrorismo climático y otras perlas de la Agenda 2030) ganan terreno en toda Europa, y ello ha ido unido a un creciente sentimiento antieuropeo que ha abierto una brecha entre las calles europeas y los pasillos de Bruselas

Frente a este discurso, la UE puede dar mayor poder de decisión a los Estados miembros. Esta decisión implica crear nuevas herramientas políticas nacionales a escala supranacional, o un rediseño de las instituciones europeas, o bien poner en valor la participación de los ciudadanos en tanto que eligen a sus representantes en el Parlamento Europeo. Y aumentar esta capacidad de decisión ciudadana a los altos cargos de Bruselas.

De momento, el giro de la política hacia opciones más nacionalistas y conservadoras parece ser el desenlace de nuestro experimento supraestatal. Dejaremos sin resolver el problema más fundamental de Europa, que es el de una supranacionalidad que, ya sea por sus anacronismos o por el ascenso de los nacionalismos, no puede responder a las demandas ciudadanas. La Inteligencia Artificial parece un recurso a la desesperada, pero quizás aún hay tiempo para que la UE adopte nuevas herramientas políticas e innove, más allá del falso dilema nacionalismo vs supranacionalidad, buscando soluciones intermedias que apuesten por la participación democrática de los ciudadanos a escala supranacional.

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