The Objective
Jacobo Bergareche

Cuando no sabes quién es tu amigo

«Prefiero aceptar que algunos de los que llamamos amigos no lo son y seguir tratando a cada persona que queremos con independencia de si hay reciprocidad»

Opinión
Cuando no sabes quién es tu amigo

Ilustración de Alejandra Svriz

Calculo que tenía 19 años cuando pasó esta patética historia que les voy a contar. Por entonces iba a la Escuela de Letras, que era un sitio donde se enseñaba a leer y a escribir (no a adultos analfabetos, se entiende, sino a gente que tenía aspiraciones literarias). El alumnado era variopinto, rentistas ociosas, un conductor de la EMT, una mujer argentina que dormía en la cárcel por una condena de narcotráfico y allí había ganado un concurso de relatos, el abogado de un banco que de noche leía a filósofos marxistas y varios universitarios que aspiraban a ser escritores. Recuerdo que había una joven que escribía textos de un exhibicionismo emocional muy empalagoso y algo impostado que insistía siempre en leer en alto y que hacía que todos disimuláramos como podíamos una mezcla de horror y hartazgo de la que ella no parecía ser consciente.

Un día esta chica, que había encontrado su lugar en el mundo en aquella escuela, invitó a toda la clase a su cumpleaños. Vivía con su madre, que le ayudó a hacer aperitivos, limonadas, sándwiches y tres tartas distintas que era de suponer que estarían muy buenas, aunque no pudimos corroborarlo porque nadie asistió al cumpleaños. Y nadie fue porque todo el mundo pensó que algún otro de los invitados iría, eran tiempos analógicos donde no se podía perseguir a la gente una a una y hacer un seguimiento eficaz de las confirmaciones de asistencia. Lo cierto es que ninguno de los alumnos se sentía lo suficiente amigo de esta pobre mujer como para tener ganas de ir a su cumpleaños, pero ella sin embargo sí creía que todos eran suficientemente amigos. Este es un caso extremo pero no es extraordinario, no es tan evidente ni tan fácil saber quiénes son nuestros amigos.

Hace un año Mariano Sigman y yo entrevistamos a Anxo Sánchez, físico teórico y catedrático de matemáticas de la Universidad Carlos III, un hombre que utiliza las matemáticas para observar conductas humanas, y que ha investigado con rigor las redes de amistad, encuestando a miles de personas para que declararan quiénes son sus amigos, y después haciendo esa misma pregunta a aquellos que otros señalaban como sus amigos. La conclusión es que el promedio de reciprocidad en la amistad es de un 60%, es decir, cuatro de cada diez personas que identificamos como nuestros amigos, no se identifican a sí mismo como tales.

Hay que insistir en que esto es un promedio, y que por tanto hay individuos que poseen un excelente olfato a la hora de determinar quiénes se sienten sus amigos y otros, como la mujer de la anécdota con la que abro, que fallan casi siempre. Aristóteles nos dice en la Ética a Eudemo que conviene distinguir entre el deseo de amistad y la amistad en sí, y que por ello la amistad requiere de tiempo y de pruebas. Los adolescentes y los niños suelen confundir ambas cosas a menudo. Anxo Sánchez en sus estudios comprobó cómo en los institutos hay decenas de chavales que se declaran amigos de una misma persona –el sempiterno popular de la clase– que sin embargo apenas se reconoce como amigo de cuatro o cinco de todos ellos.

«Uno quizás se haga popular de una manera absolutamente fortuita»

Al preguntarle a Anxo qué es lo que hacía inicialmente a alguien objeto del deseo de amistad de tantos en un instituto, y si había algún patrón común que pudiera predecirlo, Anxo se encogió de hombros y como buen científico que no se anima a conjeturar sin datos, nos dijo que no lo sabía. Le preguntamos si era quizás la belleza de una persona, o su habilidad para hacer reír a los demás y ser ingenioso, o que fuera el mejor jugando al fútbol, pero este catedrático nos dijo que no parecía ser ninguna de estas cosas, o que al menos no había observado un patrón que lo corroborase. Uno quizás se haga popular de una manera absolutamente fortuita –que un día uno trajo caramelos al colegio, o el balón con el que todos jugaron, o que tenía una camiseta que gustaba a todo el mundo, o supo contar bien un chiste– y con ese pequeño capital social inició una tendencia que le mantuvo en el deseo de los demás, pues el deseo se contagia y se propaga.

El descubrimiento de estas asimetrías en el mundo de la amistad nos plantea el dilema de si hay que recabar esas pruebas de amistad para no entregar nuestro afecto a alguien que lo desprecia o lo ignora, o si bien aceptar con resignación que algunos de los que llamamos amigos no lo son en realidad y pese a eso, seguir tratando a cada persona que queremos con independencia de si hay reciprocidad real en el vínculo o si esta es imaginada por nosotros o impostada por ellos. La segunda opción es mi preferida, nos hace más vulnerables a la traición y al desengaño, pero hay una alegría mayor en poder querer sin esperar mucho a cambio.

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