Gerontocracia sin fronteras
«El riesgo de la derrota resulta insoportable para unos partidos que necesitan estar en el poder para repartir dividendos entre sus cuadros y satisfacción a sus votantes»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Pocas definiciones más crudas de la política que la suministrada en su momento –1936– por el norteamericano Harold Lasswell: el medio a través del cual se determina quién consigue qué, cuándo y cómo. Bien podrían tatuársela, como si fueran miembros de una tríada china, los nacionalistas vascos y catalanes; seis años llevan enseñándonos cómo puede explotarse la situación de necesidad en que se encuentra un gobierno minoritario que –no nos engañemos– también se lleva lo suyo. Y va de suyo que no es el único ejemplo disponible: aunque los lectores de Aristóteles y Arendt defiendan conceptualizaciones más edificantes de la actividad política, solo el más desengañado de los realismos permite comprender las dinámicas de reparto en la democracia de masas.
Así ha vuelto a recordárnoslo el premier británico Keir Starmer, quien llegó al poder bajo los sones de una estruendosa victoria el año pasado y quiso marcar distancias con sus predecesores poniendo orden en las maltrechas cuentas públicas de su país. Una de las primeras decisiones de su gobierno fue poner fin a las ayudas universales en la factura del gas y la electricidad que recibían los pensionistas británicos; diez millones dejaron de recibir el subsidio y el millón más vulnerable siguió percibiéndolo. ¡Imagínense! Los sindicatos declararon la guerra al Ejecutivo y los votantes empezaron a castigarlo en las urnas: la derrota laborista en las municipales del pasado mayo se vio influida por la indignación de los mayores.
«Ya no hay gobiernos dispuestos a poner el interés general de todos por delante del interés particular de una minoría»
Tal como era de esperar, Starmer ha anunciado ya que da marcha atrás: multiplicará el número de los receptores de esas ayudas. Fueron creadas hace 20 años, durante el breve mandato del primer ministro laborista Gordon Brown; el maltrecho Estado del bienestar británico ha sumado entretanto nuevas jubilaciones y ninguno de sus problemas estructurales ha podido resolverse. Falta inversión pública en casi todos los ámbitos; cualquiera diría que modular las ayudas públicas en función de la renta disponible es una medida razonable si se quiere ganar margen fiscal. Pero no hay caso: leemos en la prensa que la ayuda era «popular» –como si ingresar 300 libras al mes para abonar facturas pudiera molestar a alguien– y ningún gobierno puede sobrevivir a la cólera de las clases pasivas.
Bien lo sabe Pedro Sánchez, que empezó a ganar las elecciones del 23-J cuando subió las pensiones casi un 9% hace dos años y ahora cuenta con un Banco de España que ignorará por mandato de su gobernador el riesgo creado por la reforma… diseñada por el propio gobernador cuando era ministro. ¡Así va el mundo! Tampoco es que a los españoles les preocupe demasiado el asunto: solo cuatro gatos echan cuentas y los demás esperan que siga la fiesta cuando les llegue la hora; el resultado es una tiranía electoral que se ejerce suavemente, sin aspavientos, entre paseos vespertinos y trenes a mitad de precio. Y si algún gobernante se atreve a desafiarlos, como hizo Starmer, basta con recordarle quién manda.
Que nadie se llame a engaño: todos queremos cobrar la pensión máxima y nadie dejará de afirmar que se la ha ganado. El problema consiste en que ya no hay gobiernos dispuestos a poner el interés general de todos por delante del interés particular de una minoría, a salvo de excepciones milagrosas como esa Dinamarca que –sociedad madura– acaba de retrasar su edad de jubilación hasta los 70 años. Por lo general, el riesgo de la derrota resulta insoportable para unos partidos que necesitan estar en el poder para repartir dividendos entre sus cuadros y proporcionar satisfacción emocional a sus votantes. Rindámonos a esa evidencia y que cada palo aguante su vela.