Memoria del arte
«No se trata de saber cuanto tiempo vivimos, sino cuantos instantes en que el tiempo se detiene podemos disfrutar»

Corrida de toros en la plaza de las Ventas de Madrid. | Europa Press
Todas las aficiones bien sentidas se basan en recuerdos. Por eso creo más en los amores de mediana edad que en los caprichos primaverales. Quien va por primera vez a un estadio o a un hipódromo no puede decir que le gusta el fútbol o las carreras de caballos: todo lo más podemos creer que lo que ha visto le ha impresionado favorablemente y que está sinceramente dispuesto a insistir.
Pero cuando alguien, en ese momento adormilado después del almuerzo, con un ojo abierto y otro cerrado ve en la tele una llegada al esprín del Tour, comentando: «Los mejores para eso fueron Van Steembergen o el guapo Darrigade»… Bueno, entonces sí, podemos reconocerle como auténtico fan del ciclismo. Porque que te gusté de veras algo quiere decir que al verlo te acuerdas de lo que te gustó: vuelves a ser momentáneamente feliz por lo que fuiste. Claro que buena parte –quizá la mejor– de esas remembranzas es fruto de la imaginación más que de la memoria: creatividad se llama esa figura por lo que aquella que perdimos siempre guarda algo mágico que no podemos pedirle a la que la sustituye. Y eso ocurre especialmente en la afición a los toros, que es de lo que voy a hablarles, quieran o no. ¡Ah, que fiera aristocracia la de preferir lo que los demás repudian!
Pues resulta que los aficionados taurinos se distinguen porque ellos sí vieron aquella faena insuperable de la que los neófitos solo han oído hablar. Qué lástima para unos y que nostalgia triunfal para los otros, haber visto o no el momento irrepetible que como su propio nombre indica no se repetirá. Y aunque los afortunados se ufanan de ello como si fuese mérito suyo, cualquiera sabe que es mera chiripa haber asistido al esplendor o no. Yo, que en sabiduría taurina estoy casi –pero sólo casi, ¿eh?– a la altura del presidente de la plaza de Las Ventas que el otro día negó la oreja a la faena de Morante en su primer toro, he visto faenas de Antonio Ordóñez o Curro Romero que grandes entendidos en la materia sólo pueden imaginar por lo que les cuentan.
Sentirán, quizá si me oyen hablar de ello, lo mismo que yo experimenté cuando un bobo un poco fatuo que había formado parte del equipo diplomático de Fraga mientras estuvo en Londres me contó la única ocasión en la que había asistido al Derby de Epsom con su patrón. Sólo recordaba bien el uniforme para la ocasión, la chistera, el frac, que sé yo, pero no recordaba el nombre del ganador de la prueba. Como era lo único que me interesaba, insistí un poco: a comienzos de los años setenta del pasado siglo, un caballo que despertó mucho entusiasmo, con un nombre formado por dos palabras… Con un estremecimiento comprendí que ese imbécil había contemplado sin comerlo ni beberlo la victoria en 1971 del gran Mill Reef, un acontecimiento por asistir al cual yo habría dado mi brazo derecho y media pierna izquierda. En fin, así suceden las cosas: con frecuencia no es el entusiasmo lo recompensado sino la simple casualidad de pasar por allí.
Recordaba estas cosas la tarde en que hace poco volví a la plaza de las Ventas, invitado por la benemérita Real Unión de Criadores de Toros de Lidia, que celebraba ciento veinte años dedicada a producir ese prodigio tan nuestro del mundo animal. El coso estaba lleno a rebosar como afortunadamente ha estado la mayoría de las tardes de este San Isidro. Dudo mucho que una conferencia del ministro Urtasun sobre los buenos modales en el trato con los bóvidos atrajese ni aproximadamente la misma expectación. Entonces recordé que hace medio siglo yo asistía frecuentemente a Las Ventas en las fechas gloriosas de mayo. Vi cosas que nunca olvidaré y que aún me acompañan en los momentos de tristeza que cada vez se hacen más frecuentes. Un gran poeta inglés dijo que Dios nos dio la memoria para que tengamos rosas en invierno. Para mí el inevitable invierno ya ha llegado, pero aún tengo muchas rosas que alivian este largo crepúsculo.
De aquellas flores de las Ventas fue el más frecuente responsable Paco Camino. Aunque carezco de autoridad en este terreno, me atrevo a asegurar que quien no ha visto en el ruedo a Paco Camino puede conocer a muchos buenos toreros –como hoy lo son Morante, Roca Rey o Uceda Leal– pero aún no ha visto torear. El arte enérgico y delicado de la tauromaquia, que todo amenaza, aunque de vez en cuando irrumpe con raro esplendor, no ha tenido otro maestro como el que fue llamado el Niño Sabio de Camas. Por cierto, saben ustedes sin duda que además de Paco Camino también ha nacido en Camas Curro Romero. Pero lo que quizá ignoren es que ambos vinieron al mundo, con veinte años de diferencia, en la calle del Ángel. Parafraseando a Borges, digamos que algo que ciertamente no se nombra con la palabra azar rige estas cosas…
Ayer pudieron leer en este mismo diario un espléndido artículo de Félix de Azúa («No todo acaba mal») que comenta otro también excelente de nuestro común amigo Víctor Gómez Pin, el primer espada de la filosofía en España. Víctor evoca en su pequeña obra maestra la increíble faena que Paco Camino logró sacar de un manso aparentemente irrecuperable de Jaral de la Mira. Fue exactamente hace medio siglo y yo estaba con Víctor en las Ventas aquella tarde inolvidable. Lo que vimos ese día fue la creación de una obra de arte, una revelación imprevista capaz –-como bien dice Azúa– de cambiar nuestro tedio, nuestra desesperación, en euforia. Porque de eso se trata, no de saber cuanto tiempo vivimos, sino cuantos instantes en que el tiempo se detiene podemos disfrutar.