The Objective
Ricardo Cayuela Gally

Sánchez, corrupción en espiral

«Sánchez usa ciertas palabras clave que le permiten mantener la impostura: justicia social, memoria democrática, feminismo. La tragedia son los millones que aún se la creen»

Opinión
Sánchez, corrupción en espiral

Ilustración: Alejandra Svriz.

Bel-Ami, de Guy de Maupassant, es una de las mejores novelas que existen sobre un arribista sin escrúpulos. La carrera periodística de Georges Duroy es pura impostura. No tiene fortuna familiar ni talento, pero es guapo. Las mujeres caen rendidas a sus pies. Escala a la cima a base de engaños y traiciones, mayormente amorosas. Incluso logra la gran mascarada de transformar su apellido plebeyo en uno con apariencia noble, Georges du Roy. Para Duroy, la corrupción es instrumental, un medio para su único fin: el reconocimiento social que la naturaleza, cruel en su ciego azar, le ha negado. Ese es justamente el tipo de corrupción del círculo íntimo de la familia de Pedro Sánchez, por supuesto en calidad de presunta hasta que se pronuncien los jueces. Su hermano no quería un puesto en Badajoz para tener una paguita e ir tirando en la vida, sino una plataforma para proyectar su carrera de músico sin el talento y la disciplina que ser compositor y director de orquesta requieren. Su mujer quería dirigir una cátedra universitaria sin tener los estudios ni las capacidades que se precisan. El propio Sánchez, tras su primer gran desengaño político, buscó reinventarse como doctor en Economía para, desde ese punto de apoyo, iniciar la escalada que la vida le había negado hasta entonces. Lo hizo, como su mujer y su hermano, por la vía corta. Director de orquesta, directora de cátedra, doctor en Economía, son respetables proyectos de vida burguesa, que exigen esfuerzo, talento y muchas veces suerte. No pueden, no deben ser, simples diplomas en subasta para subir. 

La corrupción que rodea y protagoniza Sánchez es en realidad una suma de corrupciones, una corrupción en espiral que llega hasta lo más hondo. La primera ya mencionada, en cierto sentido metafísica, colinda con otra mucho más prosaica, que es la de su núcleo duro político, que simboliza Ábalos y que incluye prohombres de la talla de Koldo García y Santos Cerdán. Los tres juntos dibujan un cuadro de proporciones áureas titulado «La banda del Peugeot». Una corrupción de comisiones, tráfico de influencias, favores cruzados, mordidas en obras, licencias fraudulentas y demás. Una corrupción que haría las delicias de Leonardo Sciascia. Una corrupción estrictamente crematística y que tiene de aliados a empresarios en B, en busca de licitaciones y licencias. Dinero en el bolsillo, reservados en el restaurante de mariscos y sobrinas a sueldo. Es la corrupción que sucede cuando los apparatchiks, que todo partido tiene para movilizar a los militantes, se transforman en ministros y altos dirigentes. 

A esta doble corrupción, de tráfico de poder simbólico y de tráfico de poder económico, se suma una tercera corrupción, que consiste en el uso de las así llamadas «cloacas del Estado» para torcer voluntades, ya sea con amenazas (palo) o con promesas (zanahoria). Es una corrupción de carácter estrictamente mafioso, en la sombra, que usa cualquier mecanismo para sus fines y que se encarga siempre a personajes fuera del radar de la opinión pública, que trabaja con cámaras y micrófonos ocultos, y que busca el punto débil (fiscal, sexual, familiar) del adversario para el chantaje. Fontaneros jugando al ajedrez de la política con las lascas de piedra. Es el caso de Leire Díez y el bochornoso modus operandi del que se sabe impune. Un mundo en donde las alcantarillas son más limpias que el suelo de los bares en donde se dan cita, de cámara y micrófonos ocultos con inolvidables planos cenitales y voces carrasposas.

“La corrupción hija de la avidez por el poder enmascara una corrupción todavía mayor: el plan de apoderase de las instituciones del Estado para hacer cada vez más difícil la alternancia política”

Cada caso, no obstante, de corrupción revelado en el entorno de Pedro Sánchez lo inhabilitaría para ser presidente de Gobierno de una democracia consolidada, pero son los fuegos fatuos de su verdadera corrupción, que sucede a la luz de la opinión pública y que consiste en conceder impunidad a los nacionalistas catalanes que se habían sublevado contra el Estado, ni siquiera en un pacto de legislatura cerrado y publicable, sino tan solo por una votación de investidura, y, por lo tanto, abierta al chantaje permanente. Un bochorno cotidiano que, entre dimes y diretes, rompe la igualdad ante la ley de los ciudadanos, la vieja isonomía ateninese, base del derecho constitucional moderno. Esta corrupción política básica se complementa con el blanqueo de los antiguos terroristas que se suman al juego democrático sin denegar su pasado criminal y la entrega de espacios de poder y realización ideológica a la extrema izquierda, los derrotados de la Guerra Fría, que regresan por la puerta de atrás de la historia para imponer su ingeniería social identitaria, y que acumulan fracasos en vivienda, trabajo o igualdad de género.

Pero esta corrupción, hija de la avidez por el poder y fruto de la necesidad, enmascara una corrupción todavía mayor, que es el plan, obvio para quien sepa unir los puntos, de apoderase de las instituciones del Estado para hacer cada vez más difícil la alternancia política, y que, como ya escribí, recuerdan al viejo PRI mexicano, que estuvo 70 años en el poder. Colocar afines en empresas privadas reguladas o en las que el Estado (no el Gobierno) es accionista, capturar instituciones que por simple lógica deben ser apartidistas (como el Banco de España, la televisión pública, el Tribunal Constitucional o el CIS) y cuyo epítome es la reforma judicial inminente, que abre la puerta de la judicatura a gente si méritos, que elimina la acusación popular como recurso de la sociedad contra las acciones del Gobierno y que otorga al fiscal un control sobre instancias de poder de los jueces, como la UCO de la Guardia Civil. Una lógica de transformar la democracia desde dentro y llevarla a una deriva populista, iliberal, como sucede en Hungría y Estados Unidos, por la derecha, o en México y Colombia, por la izquierda.

La corrupción del arribista, del apparachatchik, del fontanero, la corrupción de la pura avidez de poder, y del giro populista, todas conectadas en red, culmina en otra corrupción que todo lo contamina y disuelve: la corrupción del lenguaje, frente a la que alertó George Orwell como ensayista en La política y la lengua inglesa y como novelista en 1984. Las palabras significan lo contrario que enuncian y someten a la sociedad en su conjunto al mayor descontrol, que es el desconcierto semántico. Pedro Sánchez, discípulo aventajado de Zapatero, usa a la visconversa ciertas palabras clave que le permiten mantener la impostura: progreso, justicia social, igualdad, diálogo, feminismo, ecologismo, memoria democrática, cohesión territorial, transformación digital. La gran tragedia son los millones de votos que aún se la creen.

Publicidad