Y no pasa nada
«En las cómodas y opulentas democracias, y entre ellas la española, el electorado tiene un muy elástico nivel de tolerancia al comportamiento despótico o autocrático»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Quiere la tradición que sea Winston Churchill quien dijera aquello de que la democracia es ese sistema político en el que, cuando alguien toca a tu puerta de madrugada, es seguro que es el lechero. No sería, sin embargo, muy ambicioso un sistema político que colmara su expresión democrática en que no le despierte a uno la policía de madrugada, de ahí que circule también con fortuna aquella cita que reza que la democracia es el sistema en el que tienes la libertad para decir, criticar, informar o contar lo que quieras sobre el Gobierno sin que tenga consecuencias; es decir, sin que te pase nada. Ocurre sin embargo que, en la posmodernidad, las autocracias ya no necesitan para perpetuarse el mandarle a nadie la policía por la noche o castigarle si se expresa o actúa críticamente frente al poder instituido, con lo que el aforismo muta y nos lleva a que la democracia hoy sería ese sistema en el que tienes la libertad para decir, criticar, informar o contar lo que quieras sobre el Gobierno, sin que tenga consecuencias… para el Gobierno, es decir, sin que le pase nada al poder.
Si hemos de creer la encuesta de intención de voto que publicó recién el Centro de Investigaciones Sociológicas, realizada entre la resaca de los audios de Leire la «fontanera» y la rumorología previa a las revelaciones de la UCO sobre el Peugeot Team, pocos países hay en el mundo en donde sea más realidad que en España que la democracia no es otra que la que define aquella posmodernidad, esa en que, se diga lo que se diga, se revele lo que se revele sobre el Gobierno, a éste no le pasa nada, no tiene consecuencias: el CIS atribuía al PSOE una distancia de siete puntos de diferencia en intención de voto respecto del principal partido de la oposición.
Por alguna razón que se me escapa pero que probablemente esté relacionada con la cultura democrática, en las cómodas y opulentas democracias, y entre ellas la española, el electorado tiene un muy elástico nivel de tolerancia al comportamiento despótico o autocrático de los gobiernos, aun cuando comprometa con ello los pilares básicos del sistema, los que hacen posible la democracia misma. Por contra, resulta facilísimo desencadenar la justa ira del pueblo, su exaltada pulsión jacobina, su disposición a enarbolar antorchas si conoce que un cargo público ha metido la mano en la caja, sin que sea necesario siquiera un quebranto serio del erario, máxime cuando la mano se suele meter en bolsillo ajeno a través de mordidas.
Frente a la furibunda reacción anterior, ningún gobierno caerá por meter la mano más de lo estéticamente aconsejable en la composición de los altos tribunales de justicia o en el Constitucional, o, como se ha demostrado en España, por concederse una autoamnistía para perpetuarse en el poder gracias al sostén de los delincuentes amnistiados. Un proceder capaz de disolver los más elementales cimientos de cualquier Estado de derecho, abstracción hecha de que, desde la perspectiva del coste, causó –y sigue causando– más quebranto al interés económico general y a la equidad distributiva entre ciudadanos que cinco mil triunviratos Ábalos-Koldo-Cerdán juntos.
Quizá la cultura política –o la falta de ella– no sea razón suficiente, y haya un componente moral, de valores de la ciudadanía que explique esta asimetría, este doble rasero en la exigencia al poder democrático. Cada época tiene una moral que informa la conciencia de lo que socialmente es tolerable al poder. En el fascismo italiano, por ejemplo, el ciudadano medio podía ver éticamente aceptable y hasta conveniente darle una paliza o hacerle beber aceite de ricino a una persona por ser comunista u homosexual, mientras que extorsionar económicamente a alguien le podía parecer intolerable, digno del más severo castigo; no es casual que fuera Mussolini el único gobernante italiano que consiguiera meter en vereda a la mafia siciliana.
«Si un mérito político tiene Sánchez es que ha sabido llevar a los votantes de su partido mucho más lejos de lo que nunca ellos mismos hubieran podido imaginar»
En esa peculiaridad moral o de valores, o de ausencia de ellos, radica a mi juicio el que al gobierno español no le pase nada. Hay un porcentaje en absoluto desdeñable de ciudadanos cuya volubilidad moral es tan elástica como la del propio presidente del gobierno. Si un mérito político tiene Sánchez es que ha sabido llevar a los votantes de su partido mucho más lejos de lo que nunca ellos mismos hubieran podido imaginar, y hacerlo además a cualquier coste para la democracia misma. Es más, todos conocemos votantes del PSOE que honestamente no sabían que estaban, por ejemplo, dispuestos, no sólo aceptar, sino a aplaudir una amnistía despótica. Y digo que no lo sabían porque hablabas con ellos seis meses antes de la amnistía y defendían su profunda inmoralidad y hasta su indiscutible inconstitucionalidad. Aquella época en que los que alguna vez votamos al PSOE dejamos de hacerlo por el GAL, Filesa, Roldán o lo que fuera, ya pasó. El mérito de Sánchez es que ha conseguido relativizar cualquier ausencia de valores en sus votantes. Son como él, los clava: se reconocen en él.
Como todos los valores, los políticos se perpetúan en la medida en que no se censuran. El voto es un acto que lleva consigo una responsabilidad individual del ciudadano, siquiera de tipo ético de uno consigo mismo, aunque se proyecte luego en la sociedad. Pero cuando ese voto conduce al quebranto de las reglas del juego democrático y, en consecuencia, lesiona real o potencialmente los derechos individuales de los demás (porque aquellas reglas son su garantía), a ese votante los demás ciudadanos tenemos el deber de encararlo, de censurarlo. En definitiva, el deber de hacer que la democracia sea ese sistema en el que, no sólo al gobierno despótico o corrupto, sino también a sus supportes, les pase algo: que, al menos, les dé vergüenza.