La salida de la crisis: elecciones generales
«Además de ser necesario dar voz a la ciudadanía mediante elecciones, es necesario que lo que de ellas resulte nos devuelva la cohesión, la sensatez y la esperanza»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Suele suceder que quienes están en lo más alto caigan no por sus errores sino por daños colaterales. Normalmente, evasiones de impuestos, cobro de mordidas o escándalos sexuales se los llevan por delante, dejando de lado las cuestiones centrales que hubieran tenido que originar su caída.
Lo estamos comprobando en la crisis en la que están sumidos en España el Gobierno y el partido principal que lo sustenta. La denominada corrupción y las aficiones personales de tres de los cuatro ocupantes del Peugeot que recorrieron España buscando cómo hacerse con un partido y con un país, llenan páginas de periódicos y espacios televisivos de todo tipo. No es que no sean importantes, especialmente todo lo que tiene que ver con meter mano en contratos o presupuestos, pero no podemos olvidar que esos viajeros han llegado a organizar un gobierno en el que pactan, no sólo la investidura, sino substanciales reformas legislativas o decisiones de facto respecto de estructuras básicas del Estado, con los que precisamente quieren destruirlo.
La amalgama «ideológica» (las comillas obedecen a que no se trata precisamente, o únicamente, de ideología lo que les identifica) que se ha tejido en torno a una degradada socialdemocracia, mediante el denominado bloque de investidura, denominación que indica que son incapaces de constituir un bloque de gobierno o, al menos, de legislatura, nos ha situado en una democracia cada vez más precaria.
Este bloque ha amparado un golpe de Estado que quieren coronar con una amnistía, la destrucción progresiva del sistema autonómico mediante el reconocimiento progresivo de posiciones singulares discriminatorias, la paralización del Parlamento y su sustitución por «mesas de negociación» y mediadores internacionales ubicados en el extranjero, el intento permanente de colonización de unos órganos e instituciones a los que se intenta desprestigiar si no se les puede controlar, el recorte de derechos a buena parte de la ciudadanía en determinados territorios, la pretensión de control político sobre los medios de comunicación, la pérdida de presencia e influencia internacional y un largo etcétera de actuaciones que pueden resumirse en un sistémico deterioro del Estado de derecho en España, cuando no de un ataque frontal al mismo.
Así las cosas, con reciente advertencia del Secretario General del Consejo de Europa, a punto de conocerse el Informe de la Comisión Europea sobre el Estado de derecho y con la petición de una treintena de antiguos altos cargos socialistas («resentidos» les llaman los voceros del sanchismo) dirigida a lograr un imposible, es decir, una reflexión en el presidente del Gobierno y secretario general del PSOE que conduzca a la regeneración del partido y la convocatoria de elecciones generales, puede conducir a que el imposible se transforme en realidad no por el peso del desastre institucional sino por la golfería y el latrocinio depredador de unos pocos. Al estilo Capone o «Don Teflon», como afirmaba The Times.
«No se trata de buscar unos cuantos votos que formalicen una moción de censura»
Ciertamente, la única salida razonable que se produciría en cualquier país democrático es la celebración de elecciones generales, que den voz a la ciudadanía y permitan esa catarsis que sólo puede darse cuando el poder se corrompe, pasando a la oposición. No se trata de buscar unos cuantos votos que formalicen una moción de censura que provocaría, desde luego, la caída del Gobierno y que se tuviera que ir a una investidura.
Pues, una moción de censura… ¿para qué? ¿Para que el presidente que de ella resultara se quedara con el actual Parlamento en el que casi nada se puede aprobar por la amalgama política inconexa que lo forma? Sin presupuesto con el que hacer frente a los compromisos internacionales, con el gasto social hipotecado…. Lo único razonable que tendría que hacer un presidente así investido es formar en precario un Gobierno limitado que garantizase la realización inmediata, y la limpieza, de unas elecciones generales. Aun así, tardaríamos varios meses en poder comenzar a pensar en enderezar la situación. Además del problema añadido de encontrar a quien quisiera autoinmolarse para la presentación de la moción de censura e intentar la investidura.
Seguiremos en agonía, me temo. Cada día van apareciendo nuevas grabaciones relativas a la comisión de presuntos delitos por parte de cargos políticos, nuevas imputaciones asoman en un complicado horizonte y cada vez más nos hundimos internacionalmente cuando hubiéramos podido constituir una punta de lanza europea, posicionándose ante el mundo en defensa de los principios y valores de que nos dotamos, en la Constitución y en los Tratados europeos.
Como hicimos en los primeros tiempos de nuestra integración, cuando aportamos la idea de la ciudadanía europea y la conseguimos insertar en el Tratado de Maastricht, cuando fuimos pioneros en la inclusión de derechos en el Tratado de Ámsterdam, cuando tuvimos nuestro protagonismo en la adopción de la Carta de Derechos Fundamentales y en las regulaciones de la Constitución europea que han pasado directamente al Tratado de Lisboa. Y tras eso, tras ser además el único país de la UE que cuenta con tres expresidentes del Parlamento Europeo (dos socialistas, Enrique Barón y Josep Borrell y uno del partido popular, José María Gil Robles), ni tan siquiera hemos podido celebrar como es debido el 40 aniversario de nuestra entrada en las entonces Comunidades Europeas.
«Era impensable que se acudiera a un Consejo Europeo sin haber hablado previamente con el líder de la oposición»
No estamos, evidentemente, en la misma situación política ahora que en estas etapas anteriores, en las que lo relativo a la UE era claramente una política de Estado, que se pactaba entre Gobierno y oposición y que fundamentaba la toma de decisión en todo aquello que derivase en un desarrollo consensuado. Era impensable que se acudiera a un Consejo Europeo sin haber hablado previamente con el líder de la oposición. Era inconcebible que no se hubieran encontrado posiciones conjuntas para colaborar en la elaboración de disposiciones normativas con incidencia directa en la vida de la ciudadanía.
Lo digo con conocimiento de causa, por haber vivido desde dentro la primera presidencia española, que comenzó con Felipe González y terminó con José María Aznar como jefes del Gobierno, alumbrando con consenso lo que fue el Tratado de Ámsterdam. Y lo mismo podría decir de procesos normativos posteriores, en los que la transversalidad y el acuerdo amplio iban dirigidos no a concebir la UE únicamente como distribuidora de fondos, sino a realizar aportaciones de las que podemos sentirnos orgullosos.
Desde luego, no nos podemos sentir orgullosos de haber cambiado este modus operandi por la política de bloques, por dividir el país hasta la náusea y por pretender hacernos creer que ello es una política «de progreso». Si algo hemos aprendido de nuestra incorporación al mundo democrático es el valor del progreso que acompaña a la formulación de políticas transversales, consensuadas entre los representantes de la gran mayoría social, no impuestas por una exigua mayoría numérica al modo decisionista schmittiano. Hemos aprendido también el valor del respeto a las instituciones, negándonos a su colonización política, especialmente cuando han sido constitucionalmente concebidas como garantes del cumplimiento de un orden jurídico fundamentado en el Estado de derecho, la democracia y los derechos fundamentales.
Hemos valorado positivamente la idea de que la democracia no es sólo gobierno de la mayoría, sino también respeto de los derechos de las personas pertenecientes a minorías. Y también, entre otras cosas, hemos interiorizado, al menos los que reclamamos coherencia y realismo político en conexión con el rigor jurídico, que no podemos fundamentar iliberalmente nuestro sistema afirmando que el Parlamento puede hacer todo aquello que la Constitución no le prohíbe expresamente.
«El deterioro de nuestro Estado de derecho es patente. Tanto en las políticas internas como en las relaciones exteriores»
El deterioro de nuestro Estado de derecho es patente. Tanto en las políticas internas como en las relaciones exteriores. Pretender que lo más importante a que se tienen que dedicar nuestros representantes internacionales es a conseguir convertir el Parlamento europeo en una Babel lingüística constituye un insulto a la inteligencia. Del mismo modo que también lo es pretender que las grandes instituciones de garantía, como son el Tribunal Constitucional o la Fiscalía General del Estado, se conviertan en instrumentos al servicio de intereses políticos o, incluso, personales. O que el Poder Judicial, en vez de ser garantía para los ciudadanos, se pretenda que lo sea para aquellos que pretenden pervertir esa democracia que tanto nos costó alcanzar.
Por ello, además de ser necesario dar voz a la ciudadanía mediante elecciones generales, es necesario que lo que de ellas resulte nos devuelva la cohesión, la sensatez y la esperanza. No sería de recibo sustituir una mayoría minoritaria de una tendencia por otra de tendencia opuesta. En un mundo tan revuelto como el presente, necesitamos de una estabilidad fundamentada en los principios constitucionales y los valores europeos. Como ha expresado S.M. Felipe VI en su reciente visita a Cataluña, tenemos que abandonar «las identidades excluyentes y los discursos totalitarios». Es urgente.