The Objective
Andreu Jaume

Los amenes de un régimen

«En lugar de juzgar la situación actual como el simple final de un ciclo, deberíamos esforzarnos en considerarlo como la oportunidad de fortalecer la filosofía que inspiró la Constitución del 78»

Opinión
Los amenes de un régimen

Ilustración: Alejandra Svriz.

El clima de general desmoronamiento que estamos viviendo en España invita a pensar con una ambición mayor de lo que dictan las estrategias partidistas y las urgencias electorales. Aunque da risa ver cómo buena parte de la prensa gubernamental se rasga las vestiduras ante los indicios de una corrupción que a algunos ya nos había quedado clara desde el pacto de investidura (“¡qué escándalo, qué escándalo, he descubierto que aquí se juega!”, gritan, como Claude Rains en Casablanca, los corifeos de la “mayoría progresista”, mientras el crupier les da las ganancias de la noche), es obvio que el ciclo de la mentira que empezó con la moción de censura, defendida en el Congreso por José Luis Ábalos con su voz de perpetua resaca, está llegando a su fin.

Pero sería muy ingenuo creer que un futuro gobierno de PP y Vox –o incluso del PP en solitario– va a solucionar los problemas de este país, que en los últimos años ha sido sometido a una violencia estructural de consecuencias imprevisibles. Las principales instituciones arbitrales –desde el Tribunal Constitucional hasta la Fiscalía General, pasando por la presidencia del Congreso, en manos de uno de los personajes más nefastos y ridículos que ha dado la política de nuestro tiempo– carecen de autoridad y de crédito. En general, la ciudadanía ya no cree en la neutralidad, en la grisura constitutiva de lo civil. Y en consecuencia se vuelca en la policromía del partidismo fanático. Como está ocurriendo en todas las democracias liberales, el arte de la política está siendo sustituido por la venganza. Y ya sabemos que sangue chiama sangue

En su ensayo sobre la guerra civil, Julián Marías recordaba que una de las causas del desastre fue la “pereza” a la hora de pensar y de actuar. “En vez de pensar, echar por la calle de en medio. Es decir, o los cuarteles o la revolución proletaria, todo ello según su receta. En otras palabras, las vacaciones de la inteligencia y el esfuerzo”. Hoy en día es más difícil temer un estallido de violencia, al menos mientras se mantenga la monarquía parlamentaria, pero a nadie se le escapa que ahora no hacen falta golpes de Estado a la antigua para acabar con las democracias. Ahora, Trump o Sánchez, tanto monta, monta tanto, son capaces de desvirtuar desde dentro un sistema para hacerse fuertes en un nuevo régimen que, bajo la pancarta de su campaña infinita, liquide las libertades y la disidencia y, en última instancia, la capacidad de discernimiento de la ciudadanía.

Por ello tendríamos que intentar juzgar el actual momento político no solo como “el final del sanchismo”, según exige el manual de estilo de la prensa canallesca, sino como “los amenes de un régimen”, parafraseando el título general que Valle-Inclán antepuso a su trilogía sobre la agonía del reinado de Isabel II. Si bien se mira, Sánchez es el fruto de lo que fue el fracaso del intento de regeneración política impulsado por Podemos y Ciudadanos, partidos que, cada uno a su manera, han terminado siendo absorbidos por la maquinaria del PSOE y el PP, dos marcas que en el fondo representan tanto la imposibilidad de superar la corrupción como la incapacidad de imaginar formas de gobierno que no pasen por su antagonismo. La noble aspiración de Ciudadanos de acabar con el poder excesivo y tóxico de los partidos nacionalistas ha terminado en una sumisión sin paliativos a esas fuerzas, cuyo ridículo tanto por ciento electoral ha alterado la organización del Estado y ha propiciado la derogación del principio de isonomía que inspiró la causa judicial contra los líderes del proceso independentista.

“No solo el PSOE sino el conjunto del sistema democrático tiene que provocarse una catarsis que devuelva, en la medida de lo posible, la decencia a la vida pública”

La proclamación de Felipe VI, por otra parte, fue un intento de proteger la Corona de los desmanes de su padre, pero su reinado no ha conocido hasta ahora un clima de entendimiento que haga posible una verdadera reformulación de la convivencia y que justifique, en última instancia, la pervivencia de la institución monárquica, que por ello parece sobrevivir como símbolo de algo que en realidad no existe porque ha sido vaciado y minado por un político –Pedro Sánchez– que se presentó como adalid de la lucha contra la corrupción y que ha terminado siendo el epítome de la misma, vulnerando al mismo tiempo el mandato de regeneración y limpieza que parecía inspirar el nuevo rey. 

Así las cosas, no necesitamos tan solo unas elecciones y un desalojo del poder de un presidente deslegitimado y devorado por su propia ruindad, sino un esfuerzo colectivo para volver a pensar los fundamentos de nuestra democracia, más allá de las rutinas heredadas, teniendo en cuenta las mayorías reales que conforman la sociedad de este país, capaz de vivir en su día a día con mucha mayor armonía de la que se deduce del clima político, periodístico y parlamentario. No solo el PSOE sino el conjunto del sistema democrático tiene que provocarse una catarsis que devuelva, en la medida de lo posible, la decencia a la vida pública.

Y para eso hacen falta políticos que no se hayan criado en los partidos como lacayos amordazados por diversas formas de soborno, sin capacidad de disentir ni de emanciparse de la estructura de servilismo creada por la organización a la que pertenecen. La mayoría de los mejores políticos de la Transición –de Peces Barba a Herrero de Miñón o Gabriel Cisneros, de Solé Tura a Fernando Múgica o Enrique Casas– eran personas con una sólida formación que dejaron su oficio para tratar de reconstruir un país, algunos incluso arriesgando y perdiendo la vida en ello. Antes que militantes eran personas moral e intelectualmente independientes, irreductibles en su criterio, capaces de levantar la voz donde hiciera falta.

“Necesitamos que vuelvan a la escena políticos dignos, capaces de ver más allá de los intereses comerciales de sus siglas, dispuestos a inspirar un nuevo tonus civil. Basta escuchar cinco minutos a Eduardo Madina para darse cuenta del abismo moral que le separa de Pedro Sánchez”

No debería ser tan difícil imaginar un gran pacto nacional para reformar la Constitución y aprovechar la experiencia de estos años para enmendar errores, blindar principios esenciales y fomentar un nuevo contrato social para las próximas generaciones. Aquello que en un determinado momento parece imposible suele resultar evidente y palmario después de un desastre. Adelantarse a lo irremediable es una forma de combatirlo y no claudicar ante la fatalidad del tertium non datur que predica nuestro irresponsable presidente ante la aquiescencia tácita de la oposición. Pero para ello hace falta que una mayoría suficiente se persuada de que hay que hacer algo más que ganar unas elecciones y derrotar al enemigo.

La pandilla patibularia que aupó a Sánchez, primero a la secretaría general de su partido y luego a la presidencia del Gobierno, es el trasunto de la idea degenerada de la democracia que está destruyendo sus propios fundamentos. Es evidente que en aquellas primarias no se impuso la voz de los militantes sino la de ese clan delincuente que se disfrazó de “pueblo” para ocultar sus trapicheos. Esa corruptio pessimorum es la raíz de toda la corrupción que ha venido después. No solo de lo que ahora empieza a conocerse –la trama de lupanares y constructoras– sino también de la cesión ante las fuerzas reaccionarias que nos han extorsionado a todos los ciudadanos de este país –Bildu, PNV y Puigdemont– a lo largo de la democracia. Ahora ya no se puede ocultar que operaciones como los indultos, la amnistía o el futuro cupo económico catalán han sido la moneda de cambio para que una oligarquía pudiera dedicarse sin molestias a sus negocios sucios. 

Por ello necesitamos que vuelvan a la escena políticos dignos, capaces de ver más allá de los intereses comerciales de sus siglas, dispuestos a inspirar un nuevo tonus civil. Basta escuchar cinco minutos a Eduardo Madina para darse cuenta del abismo moral que le separa de Pedro Sánchez. No se trata tanto de la ideología como de la autenticidad que percibe el oído. Como él hay otras muchas personas jóvenes –pienso en Inés Arrimadas, sin ir más lejos– que deberían volver y contribuir a la restitución de la dignidad parlamentaria y a la defensa de la sensatez ejecutiva y legislativa. 

Ya Aristóteles, en su Política (1302ª), hablando de la oligarquía y la democracia, advierte de que, a partir de un principio inicial erróneo, es imposible no acabar en el error. Y que por eso mismo, a veces debe hacerse uso de la igualdad numérica y otras de la igualdad según el mérito. Solo así la democracia se prevendrá a sí misma de convertirse en una oligarquía. En lugar de juzgar la actual situación como el simple final de un ciclo, deberíamos esforzarnos en considerarlo como la oportunidad de ir más allá de la Constitución del 78, pero no para liquidar ese “régimen” sino para fortalecer la filosofía que lo inspiró en un nuevo consenso a salvo de todas las tentaciones esencialistas y antimodernas que hemos sufrido en los últimos tiempos. Es mejor pecar de ingenuo que contribuir a que todos vayamos, como en el poema de William Carlos Williams sobre La parábola de los ciegos de Brueghel, “triunfantes hacia el desastre”.

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