The Objective
Jorge Freire

Rostros en la pared

«Las recientes tribulaciones de Sánchez plantean una pregunta: en quién te apoyas tras prescindir de aquellos que te rodeaban. A mí me recuerda a una novela de Galdós»

Opinión
Rostros en la pared

Ilustración de Alejandra Svriz.

Las recientes tribulaciones de Pedro Sánchez plantean una pregunta: en quién te apoyas después de prescindir de aquellos que te rodeaban. La cuestión hace pensar en algún monarca shakespeariano, como Macbeth o Ricardo III, caviloso después de dar matarile a media corte, pero a mí me recuerda a una novela de Galdós. 

La mejor escena de Ángel Guerra, recientemente recuperada por Cátedra, es, a mi juicio, aquella que pinta a su protagonista en plena crisis espiritual. El antiguo revolucionario se enfrenta a una situación insoportable. En su desesperación, Ángel alza la vista a los cuadros que tiene enfrente, unas pinturas tenebristas que días atrás, desde su anticlericalismo feroz, habría observado con una mueca burlona. Ahora, sin embargo, parecen cobrar vida. Es como si los santos y los anacoretas de Ribera, cuya escualidez se hace tétrica por el claroscuro, le clavasen la mirada.

Solo Galdós podía contar con tanta naturalidad la voltereta espiritual de Ángel Guerra: el descreído que, aculado por el dolor como un burel en tablas, se rinde a la fe como el animal herido se entrega a la sombra. No hay conversión sublime ni contrición solemne, sino un hombre desvencijado que se agarra a lo que puede, como quien manotea en el agua sin saber nadar. La oración que entonces farfulla es más llanto que plegaria; una jaculatoria bronca e intemperante, como todo lo que no se finge ni se ensaya. ¿Quién si no don Benito podría sacar tanta verdad a un alma hecha trizas?

Releyendo Ángel Guerra, en la espléndida edición de Juan Carlos Pantoja, se me vino a las mientes una escena similar. Pedro Sánchez aislado en el despacho presidencial, mirando la pared con fijeza mientras van perfilándose los rostros de sus fantasmas. Del yeso blanco emergen la ministra condenada al averno por un tropiezo diplomático, el astronauta que devolvió a las órbitas celestes de una patada en la rabadilla, el cultureta que duró seis días, la ministra con apellido de acumulación que cayó como un alud… Por no hablar de los muertos de segunda fila: el que se resguardaba tras el burladero de los gráficos y quería dirigir la economía; el tecnócrata de alma gris y mirada ojizaina; el planificador, el técnico… ¡Todos convertidos en caras de Bélmez!

Publicada en tres tomos entre 1890 y 1891, Ángel Guerra es una de las obras mayores de Galdós. Clarín, que afeaba su prolijidad, lo definía como un libro admirable. Lo cierto es que sus virtudes son incontestables, aun cuando le sobran sus buenas cien páginas. Por ejemplo, sus secundarios: si el seráfico Don Tomé parece una versión cómica del idiota dostoyevskiano, el excéntrico Don Pito, viejo negrero demenciado que toma cada charco por canal veneciano y cada cornisa por amura de bergantín, es un bello homenaje al Caballero de la Triste Figura… Pero nada hay comparable a esa escena profunda y transformadora.

Porque esa escena no es solo el nudo de una novela: es el azogue curvo donde se refleja el gobernante contemporáneo. Ángel Guerra mira la pared cuando no queda nadie a quien mirar. Y de pronto los cuadros ya no son cuadros, sino conmilitones caídos en desgracia, amigachos pasados a la reserva, fantasmas de las elecciones pasadas y ministros convertidos en muebles rotos que huelen a caoba vieja. No hay ideología que lo saque de tal brete: el político acaba solo, escudriñando en la pared unos rostros en claroscuro que se le parecen demasiado.

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