El lodazal del debate público
«Hace tiempo que tiramos los protocolos al basurero de la historia, nos deshicimos de las costumbres y de la educación, como de obsoletos y prescindibles adornos»

Ilustración de Alejandra Svriz.
La pensadora Hannah Arendt escribió que el sujeto ideal del gobierno totalitario es aquel para quien la distinción entre civilización y barbarie, y la distinción entre verdadero y falso (es decir, los estándares de pensamiento) ya no existen.
Por desgracia, estos son los estándares de pensamiento moderno que campan hoy día. El fervor emotivista y la brutalidad son omnipresentes en el debate político actual, especialmente en las redes sociales. Y las formas que se han normalizado en esta plaza pública no ayudan, hace tiempo que tiramos los protocolos al basurero de la historia, nos deshicimos de las costumbres y de la educación, como de obsoletos y prescindibles adornos.
La cortesía, verdadero motor de civilización y convivencia, ha sido sustituida por el ingenio, el brutalismo y la falta de cortesía. Y al mismo tiempo, vemos una alergia a los discursos edificantes y a toda moderación en la adjetivación. Asistimos, con todo ello, al lento colapso de las salvaguardas tradicionales y los mecanismos para el debate racional.
Ahora tenemos políticos sin educación, incapaces de distinguir contextos y espacios diferentes que exigen conductas distintas. Hace unos días la izquierda ha vuelto a degradar nuestras instituciones mostrando una fotografía obscena, inadecuada. Una diputada despatarrada en su asiento del Congreso, con una pierna en alto. A los pocos días, el presidente del Gobierno tuteaba al presidente del partido de la oposición en la red social X. La indignación era palpable, porque ese tuteo era el símbolo o síntoma de un problema que muchos venían advirtiendo, la creciente distancia entre Cortes y cortesía.
Tener una conducta asilvestrada no es sinónimo de progresismo moral ni político, sino probablemente un subterfugio de los mediocres para que imperen sus códigos de conducta, que se normalicen. Es cierto que en España la creación de un personaje –que tantas veces sólo es fruto de la mala educación– parece que concede al político un aura de genialidad. La crisis de la autoridad y la crisis de la tradición a veces aparecen estrechamente entrelazadas con la picaresca española.
La buena política, en cambio, exige el prestigio que aporta la civilidad, la consideración hacia el Otro, el ritual del saludo, el trato de usted y la corbata. La reverencia al pasado y a la tradición se van perdiendo porque hemos idealizado todo lo moderno e innovador, aunque sea cutre, hortera o cursi. Pero además, en España, ha llegado el momento de revisar las cuatro ideas recibidas del pasado, porque seguimos sumidos en el reduccionismo propio de adolescentes que identifican el pasado con la mentalidad franquista, y confunden la autoridad con el autoritarismo, o la disciplina y tradición con el fascismo. Es una mentalidad que asume que lo cool es no tener educación o normas de cortesía básicas para la convivencia. La mayoría estamos confundidos, hemos pasado del extremo de una educación estricta, de un estilo de vida sencillo y austero, a ver cómo ahora se apuesta por lo infantiloide, la mala educación, la estridencia en las formas y la pérdida de todo código moral y de conducta… De repente, todas estas normas invisibles, en las que nunca habíamos reparado, se vuelven preciosas.
Tal vez algunos sean muy jóvenes y desconozcan esta verdad: hubo personajes españoles con buenos modales y mucha clase, y entre ellos, algunos fueron modernísimos, la etiqueta no tiene ideología y la elegancia era sinónimo de sencillez. Cómo recuperar esa elegancia sencilla que tuvo la España bonita, una España que ya pertenece a las fotos en blanco y negro, romper con ese cliché de que la buena educación es elitista o que las jerarquías de valores de la España tradicional son una inercia de la dictadura es algo que debemos repensar. En España había modales, respeto a la tradición o a la autoridad, discreción… eran formas y códigos elegantes que, en conjunto, proporcionaban armonía y belleza.
«La educación ya no exige nada, el decoro no dicta nada, seguimos constantemente nuestro propio ingenio; sin salirnos del pensamiento grupal»
Ahora parece ciencia ficción escuchar en el Congreso la belleza de un discurso, la profundidad de la palabra en los oradores y la elegancia en las formas. ¿Qué ha ocurrido en España? Los políticos, en tanto que representantes, tenían un papel primordial en la facilitación del desarrollo del debate y el tono, y ahora muchos solo buscan ser la comidilla del día, a base de frases grotescas en redes sociales. Para que la gente tenga algo nuevo que comentar, y compartir porque lo encuentran –¿cómo dicen ellos?– brutal. Eso, brutal…
Al final, donde esperábamos lo cool, la brutalidad toma el mando: donde se pierden las formas, vencen los más descarados, los más gritones y emotivos. La educación ya no exige nada, el decoro no dicta nada, seguimos constantemente nuestro propio ingenio; sin salirnos del pensamiento grupal. El resultado, lejos de ser genial, es para echarse a temblar.
Cada momento político está dominado por un estilo y por unas exigencias, por una ética que es una estética. ¿Cuál es la nuestra? La política de un lodazal sentimental. La crítica se vuelve mordaz, y ocurre a menudo que el más mamporrero es el que se lleva los mejores índices de audiencia, respetabilidad y todos los créditos. La única solución es abandonar de cuando en cuando el debate en las redes sociales, abandonar la embriaguez del todo vale. No, no vale todo.
Quizás debemos empezar por rechazar la liberación de los impulsos y la ferocidad, creer en la persistencia de lo humano en un mundo llamado a hacerlo desaparecer. Y practicar los protocolos más minúsculos, los ritos más anodinos de la decencia ordinaria que aún llevan al encuentro con el otro. La vuelta a la cortesía como filosofía de los pequeños actos, que reivindica Finkielkraut, se revela contra la ley de la selva con un «Buenos días», o un «usted primero, por favor».