España, manual para reconstruir una nación
«Este es un país sin letra en el himno, avergonzado de su bandera, de su lengua común y de sus inmensos logros históricos»

Ilustración de Alejandra Svriz.
El 11 de marzo de 1882, Ernest Renan dicta en La Sorbona la conferencia: «¿Qué es una nación?». Aunque en algunos de sus aspectos sus ideas han quedado desplazadas, la concepción central de su trabajo sigue tan vigente como el día que la pronunció. Para Renan, contra la visión romántica, las naciones no son eternas, ni hijas del paisaje, la raza, el pueblo o la lengua; las naciones son el producto de una historia compartida, pero con un matiz importante. Dice Renan: «El olvido y, yo diría incluso, el error histórico son un factor esencial de la creación de una nación, y es así como el progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la nacionalidad. La investigación histórica, en efecto, vuelve a poner bajo la luz los hechos de violencia que han pasado en el origen de todas las formaciones políticas, hasta de aquellas cuyas consecuencias han sido más benéficas». Es decir, una nación, más que una historia común, es una forma de contarse la historia, con indulgencias y silencios. Más que historia como disciplina científica, memoria: hija del mito y no del logos.
Construir una nación solo es posible desde el poder. Y aunque Renan no llega a esa conclusión de manera explícita, sí se desprende de sus reflexiones que primero viene el Estado, y sólo después la nación. Justamente lo contrario de lo que piensan los nacionalistas. En Europa y América la construcción nacional empieza con la disolución del Antiguo Régimen (invasión napoleónica y abdicación de Fernando VII). En el resto del mundo, con matices y excepciones, es hija de la descolonización. Para el caso de España, México e Hispanoamérica, este proceso está documentado magistralmente por Tomás Pérez Vejo en tres libros fundamentales: España imaginada, Elegía criolla y México, la nación doliente. Parte de la «solución» hispanoamericana, nos dice Pérez Vejo, fue sustituir el culto religioso por el culto nacional: la nación como religión cívica. En cualquier caso, todas las naciones son recientes, las más antiguas del siglo XIX, aunque se rasguen las vestiduras los «patriotas» europeos. Los Estados más libres y exitosos son aquellos que han logrado enraizar la «construcción» nacional, siempre una mitología, con la democracia liberal, como Estados Unidos desde su fundación, Francia desde la III República, o las monarquías parlamentarias escandinavas, Alemania, Japón e Italia tras la Segunda Guerra Mundial, etcétera.
¿Cuál es el problema de España? Que no supo sustituir la construcción nacional heredada del franquismo, grandilocuente e imperial, de buqué fascista, pura retórica hueca hija de la impotencia y el aislamiento, por una nación de ciudadanos, basada en la democracia liberal. España es una nación sin letra en el himno, avergonzada de su bandera, de su lengua común, y de sus inmensos logros históricos (objetivos). Y como el vacío en política siempre es llenado por alguien, ese hueco ha sido ocupado por las autonomías, y no solo por los nacionalismos periféricos, aunque en su caso sea más rápido, consciente y grave.
Las autonomías ejercen una parte sustancial del poder ejecutivo, eligen unas Cortes que sustentan el poder legislativo local (lo que genera la confusión entre los votantes sobre la titularidad de la soberanía), tienen un calendario cívico propio, un himno y una bandera, una retórica y unos símbolos del poder (condecoraciones, premios, usos protocolarios). Todos estos son ingredientes básicos de la construcción nacional.
La única diferencia entre el mito de la senyera catalana de Wifredo el Velloso y la bandera riojana, seleccionada por votación popular en la calle del Laurel de Logroño, es la pátina del tiempo. Más importante aún es la educación, desde la que se puede imponer ese necesario relato mítico, «historia selectiva», del que habla Renan. Si encima una parte de la población (nunca mayoritaria, salvo en Galicia) tiene una lengua local, la ficción nacional es más fácil de fabricar. También tienen una masa de funcionarios autonómicos de creciente peso económico e influencia social, y unos medios locales, públicos y privados, ricamente subvencionados que sirven de correo de transmisión del credo nacional. En contra de esta peligrosa deriva están la baja natalidad (muchas autonomías no tienen la masa crítica necesaria); la «red de afectos» transversal de España, en palabras de Arcadi Espada; la inapelable superioridad cultural y práctica del español; la migración interna de siglos, y una larga serie de hábitos y tics idiosincrásicos comunes, obvios para cualquier extranjero, pero imperceptibles para los locales.
«El nacionalismo, siempre tribal, produce cohesión social y el embrujo de un propósito compartido»
El nacionalismo, siempre tribal, produce cohesión social y el embrujo de un propósito compartido. Pero su costo es mayor: merma de la libertad personal, exclusión del que no quiere o puede compartir el mito y enfrentamiento. Su saldo histórico son infinitos cementerios. El problema es que combatirlo solo desde la razón no es suficiente. La gente tiene sed de ficción y hambre de mitos. Esto lo comprendió Tzvetan Todorov, que en Nosotros y los otros: reflexión sobre la diversidad humana, examina críticamente el nacionalismo y el racismo, pero proponiendo en su lugar un «humanismo bien temperado» y destacando la importancia de las «estructuras sociales moderadas» frente a las tiránicas.
Para luchar contra el desafío de las construcciones nacionales que sufre España, que cada año ganan terreno al mar, de la que solo se excluye conscientemente Madrid, la solución no es regresar al mito nacional español que propone Vox, ni la práctica de consentir, y a veces propiciar, los desafíos nacionalistas en la que está inmerso el PSOE desde Zapatero y que Pedro Sánchez ha llevado al paroxismo al comprar los votos de su investidura a cambio de una ignominiosa amnistía. Es sumamente importante que el PP, que gobierna la mayoría de las comunidades autónomas y que tiene un congreso extraordinario la próxima semana, haga suyas las reflexiones de UPD, Ciudadanos y la plataforma Libres e Iguales sobre la peligrosa deriva de construcción nacional que está en la lógica misma del funcionamiento autonómico.
No se trata de volver al vetusto e impráctico centralismo, sino de encontrar salidas que hagan compatibles las autonomías con la nación española. Fernando Savater lo llama «patriotismo constitucional». Consiste en tres puntos: primero, defender la Constitución como marco de convivencia de ciudadanos libres e iguales. Segundo, reivindicar la ciudadanía como base de pertenencia política. Lo que une no es “ser de aquí” sino compartir y respetar unas normas comunes. Y tercero, aceptar la pluralidad, pero dentro de un proyecto común sustentado por valores racionales, no por mitos y emociones tribales.