The Objective
Carlos Mayoral

Mira, mamá, soy antifranquista

«A nadie le importaba ya Franco, pero abominar de él resultaba tan poco arriesgado que a la moral ‘woke’ de cartón piedra le venía de perlas»

Opinión
Mira, mamá, soy antifranquista

Ilustración de Alejandra Svriz.

Rajar de Franco siempre fue un acto socorrido. Cuenta la anécdota que, cierto día, el dictador se topó con Fraga por los jardines de El Pardo. Sonreía el ministro sospechosamente. Franco se dirigió a él de manera rápida. “Oiga, don Manuel, ¿qué le hace sonreír tanto?”. Fraga, remolón, acentúa todavía más su mueca orgullosa. “Generalísimo, no recibimos críticas de periódicos americanos o europeos desde hace más de un mes”. Dicen que Franco, ya relajado, le dio una palmadita en el hombro: Eso significa que algo estamos haciendo mal. ¡Averigüe qué es!“.

Por tanto, efectivamente, criticar a Franco era tan pertinente como mainstream. Gracias a la Transición, Franco quedó atrás, porque sólo dejando atrás todo lo que desagradablemente había destruido el país podía la sociedad seguir funcionando. La cosa salió bien. Los hijos y los nietos de quienes se mataron décadas atrás se abrazaban sin saber a qué bando le debió su apellido obediencia. Creció el país por todas sus vertientes: social, económica, cultural, educativa, artística y en cualquier otra que al lector se le ocurra. Mérito de una sociedad madura, por supuesto; pero también de una clase política responsable y sin rencores.

«Para la gente joven de hoy, Franco ha desaparecido. Ya no es que lo aparten; es que directamente lo desconocen»

Ahora bien, reconozco que, en tiempos de Zapatero, este que les escribe cumplía sus 15 primeros años, es decir, transitaba por esa edad en que se cree saber lo que no se sabe. Recuerdo perfectamente cómo resucitó Franco, pese a que para nosotros nunca había estado vivo. Recuerdo cómo empezó a ser una marca moral el mero hecho de colocarse en contra. Recuerdo la estatua del dictador en Nuevos Ministerios rodeada de valientes chavalines que llevaban a cabo honrosas escenas de riesgo arrojando huevos al caballo. Recuerdo a temerarios adalides de la moral derribando los nombres de las calles de aquellos generales que nunca supimos que fueran tal cosa. Y luego, claro, la Ley de Memoria Histórica, el colofón a aquella revuelta moral chusquera en los jóvenes.

Algo más mayor me pilla ya aquella historia del 15-M, de Podemos, y de todas aquellas asambleas donde el franquismo era un comodín para alentar a las masas. La tierra que había arado Zapatero daba poco a poco sus frutos, y una caterva de políticos los recogían con no poco gusto. Creo que ahí se alcanzó la cúspide del antifranquismo: a nadie le importaba ya Franco, pero abominar de él resultaba tan poco arriesgado que a la moral woke de cartón piedra le venía de perlas. Mira, mamá, soy antifranquista.

Sin embargo, han pasado los años, y la verdad asoma. Lo cierto es que, si uno se junta con la gente joven de hoy, Franco ha desaparecido. Ya no es que lo aparten, como mi generación; es que directamente lo desconocen. Para ellos, ese tal Francisco Franco es como Primo de Rivera padre, como Zumalacárregui, como Daoiz, qué sé yo. Uno de esos que dan guerra en el libro de historia. Las novelas que generan discordia entre los dos bandos ya no venden centenares de miles de copias, películas al respecto creo que ni siquiera se estrenan. La prueba es que, en los actos del 50 aniversario de la muerte del dictador, no ha habido ni chicha ni limoná, más allá de regar con unos eurillos a ciertos amigos sanchistas. De Franco nada queda, y bien está lo que bien acaba.

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