La estética de la crueldad
«La salud de una economía que absorbe con enorme facilidad, porque depende de ella, la mano de obra extranjera, ha pasado a un segundo lugar»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Un gobernante no necesita forjar un estilo o una estética personal para dejar huella en la historia, pero es verdad que en ocasiones la relevancia política va acompañada de una manera muy particular de hacer las cosas o de presentarse en público. En ocasiones, incluso, ese estilo logra impregnar a la sociedad creando modas, forjando una estética o legitimando ciertas actitudes o valores. En Francia, en los setenta, se empezaba apoyando a Mao y se terminaba usando trajes Sun Yat-sen, con cuello mandarín y cortes rectos, y hoy, en Estados Unidos, se acude a un mitin de Trump y se acaba cargando a la tarjeta de crédito gorras, perfumes, zapatillas, relojes o incluso biblias asociadas a la marca del presidente-comerciante.
Trump tiene una estética personal que promociona en el más efectivo escaparate comercial del mundo, la Casa Blanca, y tiene una estética pública con la que vende su proyecto político. La primera es kitsch, dorada y narcisista; la segunda es una mezcla de teatro y crueldad. Trump no sólo se ufana del matoneo y del mal trato que le proporciona a quienes se encuentran en una situación de debilidad o de indefensión, sino que además se esmera para que sus desplantes tengan un elemento escénico. Cruel fue la encerrona que le montaron Trump y JD Vance en la Casa Blanca a Zelensky para hacerle saber que estaba en una posición de debilidad y que debía agradecer y callarse, y cruel fue el show extático que dio Musk mientras le hacía saber a miles de personas alrededor del mundo que se iban a quedar sin empleo o que iban a perder las contribuciones de USAID. Aquí no se trataba solo de lo que estaban haciendo, sino de cómo lo hacían. Podían tomar las medidas que quisieran, pero no se conformaban con eso. Querían convertir sus políticas en una exhibición pública del poder del fuerte para hacer lo que le venga en gana, y de la indefensión del débil, a quien solo le queda resignarse.
Con más claridad se vio esto hace unos días, en la visita que hizo Trump a una nueva cárcel para inmigrantes ilegales, ubicada en los pantanos de Florida donde abundan los caimanes. El presidente no solo gozaba con el ocurrente nombre que le puso a la cárcel, Alligator Alcatraz, sino que soltaba una risita irónica mientras les explicaba a los inmigrantes cómo debían correr para escapar de las fauces de los réptiles. Bukele ya había escenificado ese teatro de la crueldad en sus megacárceles, pero Trump ha ido más lejos. No sólo con este centro de reclusión, sino con su cacería urbana, que ha convertido las calles de las ciudades en escenarios de terror. Policías fuertemente armados detienen y reducen a migrantes trabajadores, que no han delinquido y cuya única falta es haber cruzado ilegalmente la frontera en busca de un futuro mejor.
«La salud de una economía que absorbe con enorme facilidad, porque depende de ella, la mano de obra extranjera, ha pasado a un segundo lugar»
Lo más nocivo es que Trump está vendiendo este acoso como un acto patriótico de las fuerzas policiales, haciendo pasar al inmigrante, que trabaja más duro que nadie y que aporta mucho más de lo que recibe, en una amenaza nacional. El eslabón más débil aparece transformado en un invasor peligroso que «envenena la sangre» de Estados Unidos, y la persecución xenófoba del latino se disfraza de misión heroica. Trump no quiere extranjeros en Estados Unidos. Ni inmigrantes pobres trabajando en los campos de California, ni estudiantes asiáticos en Harvard, ni ingenieros indios en Silicon Valley. La salud de una economía que absorbe con enorme facilidad, porque depende de ella, la mano de obra extranjera, ha pasado a un segundo lugar. Más importante es la pureza racial y cultural de la nación, una preocupación que solo cabe en la mente de un racista.
Trump ha contagiado a muchos con su teatral orgullo xenófobo. La estrella de las artes marciales mixtas, Conor McGregor, anunció que se presentaría como candidato a la presidencia de Irlanda con una agenda antiinmigración, porque el país se encuentra en un estado de «emergencia nacional»; en Alemania los ultraderechistas de Alternativa para Alemania y los ultraizquierdistas de Alianza Sahra Wagencknecht buscan forjar un pacto en base al común odio que les despierta el extranjero; y en toda Europa se habla de invasión o de reemplazo, y las agresiones y el discurso de odio aumentan. El sentimiento tribal y la desconfianza al diferente, que seguramente laten en las entretelas del corazón humana, se despiertan y se legitiman y hasta se convierten en una causa patrióticamente noble cuando un político convierte la crueldad al inmigrante en un espectáculo para las masas. Es lo que está haciendo Trump, con notable y peligroso éxito.