The Objective
Marta Martín Llaguno

La libertad de expresión no es selectiva

«El problema no es Gascón. Ni Quiles. El problema es aceptar, sin resistencia, que haya ideas que no se puedan discutir, preguntas que no se puedan hacer»

Opinión
La libertad de expresión no es selectiva

Ilustración de alejandra Svriz.

La semana pasada, Daniel Gascón, columnista de El País, hizo algo que debería ser lo más normal en una democracia madura: defender la libertad de expresión, también para quienes nos incomodan. Algo de primero de ciudadanía básica que, sin embargo, provocó un terremoto en cierto sector del gremio de columnistas. Su tribuna –Vito Quiles y el precio de la libertad– publicada en la cabecera de Prisa, desató una reacción tan virulenta por parte de algunos de sus compañeros que invita a preguntarse qué nos está pasando como sociedad cuando la defensa de un principio constitucional se convierte en motivo de escándalo.

El artículo de Gascón se enmarca en el contexto de la reforma del reglamento del Congreso, impulsada por el sanchismo y respaldada por todos los grupos salvo PP y Vox. Como ya sabrán, desde los sectores que se autodenominan «progresistas» se pretende excluir del hemiciclo a los llamados «pseudoperiodistas» por su actitud impertinente o provocadora.

Frente a esta propuesta, Gascón se atrevió a plantear una cuestión tan incómoda como esencial: ¿puede el Congreso de los Diputados –es decir, el poder legislativo de todos– decidir quién es periodista y quién no? ¿Puede la libertad de prensa depender del juicio ideológico de quienes ostentan el poder?

Gascón no defiende las formas ni las ideas de los periodistas aludidos –Vito Quiles o Ndongo–, que explícitamente afirma no compartir. Lo que está defendiendo, al hacerlo, es algo mucho más profundo: que la libertad de prensa (como la de expresión o la académica) no puede restringirse en función de la simpatía ideológica.

Y eso es precisamente lo que ha molestado. No porque el argumento esté mal formulado, sino porque obliga a mirar de frente una contradicción que muchos prefieren evitar: la aplicación de una censura selectiva en nombre del bien superior.

«En el Parlamento se confunde el derecho a no ser insultado con el privilegio de no ser cuestionado»

Las reacciones desde dentro del propio El País son reveladoras. Gascón no ha sido refutado con razones, sino descalificado por el mero hecho de haber osado decir lo que dijo en ese espacio. Como si la libertad de expresión, dentro y fuera de los medios, estuviera hoy supeditada al alineamiento editorial y al peaje de la ortodoxia ideológica.

Lamentablemente, este caso no es excepcional. He escrito varias columnas (y en su día intervine desde el Congreso de los Diputados) denunciando cómo este fenómeno se extiende también a la universidad, donde expresar ciertas ideas –no porque sean falsas, sino porque resultan incómodas– puede convertirse en causa de cancelación. Lo vemos en el Parlamento, donde se confunde el derecho a no ser insultado con el privilegio de no ser cuestionado. Y lo vemos también en las redes, donde el juicio sumario ha sustituido al debate público.

Por eso quiero insistir en lo que he reivindicado tantas veces: la libertad de expresión no puede ser selectiva. Su verdadera prueba no está en proteger lo que todos aplauden, sino lo que incomoda, provoca o contradice. Si solo la defendemos para quienes piensan como nosotros, entonces no la estamos defendiendo: la estamos instrumentalizando.

Defender el derecho de Gascón a escribir ese artículo, y el de cualquier periodista acreditado a formular preguntas en una rueda de prensa, no es defender a los personajes que incomodan. Es defendernos a todos de un escenario en el que el poder –del color que sea– se arrogue la potestad de decidir quién puede hablar y quién debe callar. Y esto aplica a todas las esferas: la política, la mediática, la académica y la social.

«La convivencia democrática no puede confundirse con la uniformidad ideológica»

Porque el problema no es Gascón. Ni Quiles. Ni El País. El verdadero problema es aceptar, sin resistencia, que haya ideas que no se puedan discutir, preguntas que no se puedan hacer, y espacios que no se puedan habitar si no se pertenece al «lado correcto».

La convivencia democrática no puede confundirse con la uniformidad ideológica. Y debemos reivindicar algo fundamental en toda sociedad abierta: el derecho a disentir sin ser linchados.

Recordémoslo siempre: la libertad de expresión –como la académica o la de prensa– no está diseñada para tranquilizarnos, sino para desafiarnos. Protegerla exige, a menudo, defender lo que nos incomoda. Porque lo contrario –una libertad domesticada, tutelada, administrada por comité– no es libertad. Es propaganda.

Por eso, gracias, Daniel, por recordárnoslo.

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