The Objective
Miguel Ángel Quintana Paz

La misteriosa muerte de España

«La muerte de España es sigilosa como la del abuelito y enigmática como la de un crimen inexplicable porque, en realidad, las cosas bien podrían ser de otro modo»

Opinión
La misteriosa muerte de España

Foto de Gerd Altmann en Pixabay.

Con España empieza a pasar como con esos abuelitos que viven en casa de sus hijos y de su nuera, y a los que nadie quiere de verdad. Poco a poco, uno se va olvidando de ellos; a veces, incluso, de darles la cena o el desayuno. Se habla durante el almuerzo de cuán molesto resulta tener al anciano ocupando una cama, llevarlo al médico, incluirlo en el veraneo. El dinero de su pensión se gasta apenas ingresado: ¡es tan caro soportar a un viejo! Cierto es que los niños y el adolescente de la casa sí que le han cogido cariño: no entienden el trato despectivo que dispensan sus padres al abuelo. Pero, también es cierto, los jóvenes aún no rigen la casa. De modo que sus incomprensiones dan un tanto igual.

Y así, una buena mañana, el abuelito no se levanta. Todos tardan en notarlo, pero al final la conclusión es irrefutable: ya no se levantará jamás.

España parece también un crimen misterioso de esos, en los cuales el asesinado no podía haber sido asesinado. La puerta de su estancia está candada por dentro; no existe acceso alguno ni por la ventana ni a través de la chimenea; carece de todo signo de envenenamiento; tampoco aparece por ninguna parte el arma del crimen. Muchos odiaban a la víctima, sí, sabido era, pero justo por ese motivo, ¿cómo podría haber permitido nadie que entrase uno de sus enemigos a su dormitorio anoche? Los investigadores, incluso, descartan la hipótesis del suicidio. (Ahora bien, ¿de veras queremos descartar la hipótesis del suicidio?).

La muerte de España es sigilosa como la del abuelito y enigmática como la de un crimen inexplicable porque, en realidad, las cosas bien podrían ser de otro modo. Estamos ante una muerte silenciosa porque, en realidad, nadie quiere reconocer que se nos muere. Estamos ante una muerte misteriosa porque, en realidad, sería fácil evitar que se produjera.

¿Cuáles son los signos de la decrepitud de España? Están por todas partes, desde los trenes que te abandonan en medio de la meseta, hasta ese automóvil que no podrías adquirir, como transporte alternativo, porque se ha encarecido en pocos años un 70 %. Está en los precios demenciados de la vivienda y en la familia que, de todos modos, a duras penas podrías formar para habitar allí. Familia que, por cierto, se romperá en más de la mitad de los casos; y en una quinta parte de los embarazos, abortará a sus hijos. Precariedad familiar que camina pareja a la precariedad en el trabajo, a la destrucción de la clase media: si ser clasemediero, antiguamente, significaba confiar en un futuro mejor que tu presente, hoy ya ni siquiera esperas para tus hijos un futuro más halagüeño. Aunque quizá hemos exagerado al hablar, en plural, de «hijos»: nuestra media hoy es de 1,1 hijos por mujer, lo que anuncia un porvenir en que, cual cabezas de pigmeos, quedaremos reducidos a la mitad los españoles.

«La humanidad entera es tu hermana, pero solo tus paisanos cuidarán las carreteras que te lleven hasta el hospital que necesitas»

Ahora bien, muchos podrían respondernos: «¡Militia est vita hominis super terram! ¡Ya lo dice el libro de Job!». (Muchos podrían respondérnoslo, bien es cierto, si de las clases de Religión se saliera con cierto manejo de la Escritura y, del bachillerato, con un latín básico). «¡La vida consiste en arrostrar dificultades!», podrían proseguir, ahora en castellano, nuestros críticos. «¿No te estás poniendo un tanto trágico, Miguel Ángel, al limitarte a relatar nuestros problemas presentes? ¡Te olvidas de cuánto nos ayudará la IA, la UE, el EEE!».

Y, en el fondo de semejante queja, hay ciertas verdades: tecnologías como la inteligencia artificial, o tecnologías algo más complicadas, sociales, como son las instituciones, están ideadas para sacarnos de nuestros aprietos. Ahora bien, ¿cumplen hoy por hoy tal misión? Hagamos nuestra pregunta aún más humilde: ¿pretenden hoy cumplir tal misión?

Nos topamos ahí con un retruécano curioso: porque justo las naciones, como España, que es justo lo que hoy se nos acaba, son a su vez útiles de lo más ventajosos cuando a uno le vienen mal dadas. Tu nación funge de cobijo ante las tempestades de la vida: sí, claro, la humanidad entera es tu hermana, pero solo tus paisanos cuidarán las carreteras que te lleven hasta el hospital que necesitas; y solo ellos mantendrán ese hospital y las facultades de las que saldrán sus médicos. («Ay, pues mi dermatólogo en realidad estudió en Harvard» –claro, pero a Harvard llegó gracias a una formación que no recibió en Uganda, sino en esa escuela de Vitigudino–).

Por consiguiente, a medida que España se debilita, tu futuro desfallece también. Te vas quedando aún más solo en el mundo. Ya ni vivienda segura, ni trabajo estable, ni familia firme, ni educación sólida: incluso ese cielo que siempre diste por supuesto, el cielo amable de tu país, te lo quieren desmontar.

«Si sacásemos el tema, a ser posible, antes de que hayamos de acudir a los funerales, entonces quizá se nos haría un poco menos misteriosa esta muerte»

La cosa viene de lejos. Al igual que la del abuelito en casa, de la muerte de la nación lleva tiempo hablándose. Jürgen Habermas decretó a finales del siglo pasado que teníamos que empezar a pensar en las «postnaciones». Y todo el mundo se puso a debatir sobre ello. No nos dábamos cuenta, pero en el fondo eran tiempos felices: hoy la decrepitud está tan avanzada, que lo que empieza a estar prohibido, y desde luego resulta de mal gusto, es mencionar cómo se nos está muriendo la nación.

Porque si sacásemos el tema, a ser posible, antes de que hayamos de acudir a los funerales, entonces quizá se nos haría un poco menos misteriosa esta muerte. Entonces sospecharíamos de esos gobiernos (UCD, PSOE, PP) que llevan casi medio siglo deconstruyendo lo que gobernaban, España, tanto monta, monta tanto, el Estado se ha ido debilitando. Observaríamos con un desprecio especial los últimos zurriagazos (socialistas) que se le han asestado a la ya maltrecha nación: amnistía para que España le pida perdón a los golpistas que quisieron romperla; abracitos con Bildu pues, ahora que el terrorismo casi ha borrado lo español de las Vascongadas, ya no queda de buen gusto seguir llamando terrorismo a un vencedor; «singularidad fiscal» para Cataluña, porque lo de compartir Hacienda con otros humanos se hace entre connacionales, y esas son cosas que se tienen que ir acabando ya.

A perro flaco todo le son pulgas; cuando el bisonte comienza a tambalearse, los buitres planean ya sobre él. En los últimos meses, arrecia el ritmo de los que Javier Torrox bien denomina golpes a la nación. Por un lado, comprobamos cómo se aferra a sus sillones un gobierno preocupado solo de mandar y enriquecerse (a costa de esas carreteras cada vez con más baches, de esas listas de espera cada vez más largas, de esa deuda que solo crece, ¡y todo ello mientras se blasona de prosperidad!). Por otra parte, a ese mal gobierno lo sostiene un Congreso de los Diputados, no en vano, repleto de formaciones que presumen (no hace falta someterlas a interrogatorio alguno) de cómplices de nuestro misterioso crimen: la muerte de España. 

Lo más sangrante ocurre, sin embargo, más allá de Moncloa y de la carrera de San Jerónimo. Cada vez más compatriotas nuestros viven peor en sus barrios y pueblos de toda la vida; cada vez los amenazan nuevos peligros –desde la navaja de toda la vida, al machete importado; desde el tirón de siempre, a la violación como nuevo deporte de grupo–. Olvida tu infancia, muchacho, cuando salías hasta las tantas a jugar a la calle solo; olvida tu adolescencia, muchacha, cuando paseabas con tus amigas hasta que se volvía fresca la noche de verano. Alguien ha decidido invadir tu pueblo (Hernani, Sabadell, Torre Pacheco… en el fondo, qué más dan sus nombres, si dentro de un par de semanas nos vendrán a la mente otros tantos) con gentes que te odian a ti y a España; con una religión que incluye implantar sus leyes, aunque no creas en ellas; con pueblos cuyas costumbres quieren sustituir las tuyas, aunque las suyas sean peores.

«Para más inri, muchos somos católicos, y nuestros obispos, como ya Oppas en su día, no dejan de advertirnos que la violencia no es el camino»

Alguien ha decidido todo eso y además te conmina a que lo soportes en silencio. Pues ese alguien no solo quiere matar tus recuerdos de infancia, sino también tu nación; y es un crimen que cuanto más sigiloso sea, antes culminará.

Hay un poema de Philip Larkin que reza así: «Qué triste es el hogar /… apuntó dichoso a cómo deberían ser las cosas/ y ha fallado estrepitosamente». Refleja bien el sentimiento que tenemos muchos nacidos en el siglo pasado: qué triste se ha vuelto este hogar llamado España; lo disfrutamos gozosos algún tiempo, hoy apenas cobija ya nuestros desvelos.

Pero otro poema, también de Larkin, acaso señala una posible salida a semejante nostalgia. Bien es cierto que no se trata de una salida en exceso heroica. Pues, reconozcámoslo, pocos estamos dispuestos a empuñar una espada hoy. No digamos ya a aprender coctelería con Molotov o química con Unabomber. Para más inri, muchos somos católicos, y nuestros obispos, como ya Oppas en su día, no dejan de advertirnos que la violencia no es el camino. (En ocasiones, embravecidos, llegan incluso a afirmar que la violencia nunca es el camino, apartándose así de toda la teología que sí reconoce usos legítimos de la violencia, desde san Agustín a santo Tomás y el padre Mariana, por no mencionar la Escuela de Salamanca o el actual Catecismo. Pero corren tiempos recios, y no querría pasarme de puntilloso exigiendo a nuestro episcopado un correcto manejo de la tradición filosófica cristiana, aun con la bondadosa intención de alejar sus discursos del que podría exhibir cualquier candidata a Miss Cartagena).

Decíamos (antes de que nos distrajeran los obispos y las misses) que hay otro poema, y otra salida, que son los que nos propone también Philip Larkin bajo un título algo desabrido: Regreso a los sapos. Son versos en elogio al trabajo lento, monótono, desconocido; pues con eso también se han hecho (y se han rehecho) las naciones. Y quizá ahora es momento de asumir esos sapos del esfuerzo callado para salvar in extremis la nuestra. «Dadme mi montaña de papeles», dice el poema, «mi secretaria con permanente, / mi le-paso-la-llamada-señor: / ¿qué más puedo responder / cuando las farolas se encienden a las cuatro / y acaba ya otro año? / Dame tu brazo, viejo sapo, / tomemos la Cuesta del Cementerio abajo».

Trabajemos, pues, por lo que queda de España. Ni siquiera nos hace falta una espada o una guadaña. Nos basta con una vieja virtud. La de perseverar.

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