The Objective
Fernando R. Lafuente

Sam Peckinpah, violencia y romanticismo

«Su romanticismo se cifra en una palabra: melancolía. De ahí que buena parte de sus películas con argumento sacado del clásico wéstern se denominara crepuscular»

Opinión
Sam Peckinpah, violencia y romanticismo

Sam Peckinpah durante el rodaje de 'Grupo salvaje' (1968). | Wikimedia Commons

Para el cine todo parece cumplir cien años. Al menos, el nacimiento de algunos directores que han dejado su obra como estandarte de aquello que Guillermo Cabrera Infante definió como «el oficio del siglo XX». Se multiplican las conmemoraciones, unas con mayor gracia y donaire que otras. Y unos directores, con mayor fortuna que otros. Le toca el turno a uno condenadamente singular: Sam Peckinpah (1925-1984). Para cada director, como para cada escritor, la clave es descubrir, si se quiere, lo que Henry James (1843-1916), denominó, magistral, La figura de la alfombra (1896). La clave oculta que desvela los secretos que inspiraron y cuajaron dicha obra. Esa figura que permanece bajo los ornamentos circunstanciales que perfilan la superficie de su creación. La figura que ante los ojos de todos no destaca, pero que obliga a un discreto esfuerzo por hilvanar lo que tiene de hilo invisible (chestertoniano) en la obra de éste o de aquel director cinematográfico o escritor. Vale para todas las artes. O, al menos, debería valer. 

En el caso de Peckinpah, se ha subrayado hasta la náusea, lanzadera del lugar común, tan del gusto de estos tiempos, la violencia desatada en sus filmes. Se le ha llamado el director más violento del siglo XX. En fin, es mucho llamar. Es cierto que, y probablemente con la presencia del Arthur Penn de Bonnie & Clyde (1967) en la retina, Peckinpah lograra escenas de una violencia hasta entonces poco trabajada, estéticamente, en el cine. Es posible. Pero había algo más. Esa figura en la alfombra que el visionado de sus películas parecía ocultar. O sencillamente, plantear como una segunda dimensión. Penn con las andanzas de Bonnie y Clyde había roto, por fin, la alambrada que significaba desde los años treinta, el Código Hays.

Esa serie de medidas que pretendía blindar a los espectadores de finales abstrusos, de héroes antisistema, de conductas impropias y de morales difusas. Peckinpah entró a saco con ese cambio. Y, sí, filmó escenas en las que mediante a un montaje excepcional y un dominio de la cámara brillante, con el uso de una cierta lentitud en el rodaje de determinadas escenas contribuía a crear una atmósfera no violenta, violentísima ante el espectador. Pero, con toda la modestia que quepa, la figura de la alfombra no estaba allí. 

Estaba en el profundo romanticismo que imantaba la cámara y conmovía al espectador hasta geografías desconocidas en el cine. Esa figura era el airado romanticismo en el que su cine estaba instalado, en medio de una violencia cinematográfica desconocida, o, al menos, meramente sospechada hasta entonces. Su romanticismo cinematográfico se cifra en una palabra: melancolía. De ahí que buena parte de sus películas con argumento sacado del clásico wéstern se denominara crepuscular. La cosa va más allá.

Atienda el lector a los finales, sin destripar ni uno, de sus más logradas películas. Cronológicamente. Duelo en la Alta Sierra (1962), ese final con dos vaqueros venidos a menos, uno incluso con gafas, algo anómalo para un pistolero, se debaten en un duelo que es el final de ellos, pero sobre todo el final de una época. Dos figuras, dos actores que encarnaban lo que había sido buena parte del wéstern y de la edad dorada de Hollywood: Joel McCrea y Randolph Scott. Es, no el atardecer de una mitología, qué inteligente Borges cuando al ser preguntado si la épica clásica había desaparecido, contestó que no, que permanecía en el wéstern norteamericano, sino su culminación. 

«La ironía melancólica como el sustento imprescindible de una visión brutalmente romántica de la existencia»

Vamos a otra, magistral, Mayor Dundee (1964), la relación establecida entre el oficial yanqui, Charlton Heston y el oficial confederado, Richard Harris, es soberbia: «Hasta acabar con el apache». Un resumen de historia en unas imágenes. Y qué final de Harris. Historia del cine. Pasamos a la que, sin duda es la obra maestra de Peckinpah, Grupo salvaje (1969), repare el lector en la imagen final, Robert Ryan recostado en la pared de adobe, mientras el polvo del camino, aleja toda la historia, tremenda, violenta, magnífica y romántica de ese grupo de mercenarios. En las tres un hecho suma y resume cada escena: la amistad entre perdedores, entre vencidos, con la dinámica propia del gran Hollywood: acción y reflexión. 

Como los productores pensaron que lo de la violencia, esa superficie de sus filmes, alejaba a los espectadores, le propusieron al bueno de Sam que su próxima película fuera más amable, sin llegar a la comedia pero casi. Podía ser un wéstern, pero con otro tono. Y se animó. La balada de Cable Hogue (1970), exhibe romanticismo desde las primeras escenas en las que un formidable Jason Robards ha sido abandonado por sus compañeros en pleno desierto. Esa imprecación de Hogue a Dios amenazándole sobre que lleva unos días sin beber y se está empezando a cansar, queda en la memoria del espectador. Pocos serían los que no sintieran ante el bueno de Hogue algo así como la compasión y la fiesta. La ironía melancólica como el sustento imprescindible de una visión brutalmente romántica de la existencia. Ahora, Peckinpah había olvidado ese término que se le asignó: «Bloody Sam». 

Un año después, regresa a la sangre, y menuda es la sangre que dibuja la pantalla en Perros de paja (1971), con un Dustin Hoffman que venía de ser el jovencito enamorado de El graduado (1967), para convertirse en un profesor de matemáticas que se retira a la costa irlandesa. Sangre a raudales, tensión, misoginia, ruralismo primitivo, pero con un final que resume el sinsentido de la vida contemporánea y el destino, que siempre te pondrá la zancadilla.

Como magnífico colofón, la figura romántica por excelencia, una vez vencido la moralina del Código Hays, Billy el niño. Con Pat Garrett y Billy the Kid (1973), extraordinaria banda sonora de Bob Dylan, que actuó como el Alias amigo de Billy, y Kris Kristofferson como Billy, ese final, alejándose Garrett resumía lo que, probablemente para Peckinpah era su visión, no ya de la historia, sino de la existencia pura y dura. Manuel Hidalgo ha recordado la amistad que se entabló entre Peckinpah y Gonzalo Suárez, cuando ambos presentaron sus películas en el Festival de San Sebastián, 1970. Peckinpah la de Cable Hogue y Suárez, Aoom. Y recuerda cómo Suárez escribiría que Peckinpah «era un hombre perdido». Perdido en quienes son conscientes de que los únicos paraísos, son los paraísos perdidos. Romanticismo a manta. 

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