El sanchismo o el fracaso de los 'checks and balances'
«Los resortes de exigencia de responsabilidad que en definitiva garantizan que un poder electo no pueda derivar en autocrático o despótico, en España han fracasado»

Ilustración de Alejandra Svriz.
No es casual que en plena eclosión mediática del escándalo Cerdán, la misma mañana en que la UCO entraba en la sede del PSOE, de ADIF, del Ministerio de Transportes y de la Dirección General de Carreteras, cuando más se especulaba con un posible adelanto electoral, Pedro Sánchez ordenara a Salvador Illa reunirse con él urgentemente en Moncloa en una reunión imprevista, no contemplada en ninguna de las dos agendas institucionales. Pero Sánchez no mandó llamar con tanta premura a su valido en Cataluña para tratar con él la asunción de las responsabilidades políticas que clamorosamente reclamaba tan fenomenal escándalo de corrupción, sino, precisamente, para ver cómo podían ambos eludir aquellas responsabilidades haciendo más concesiones a quienes les sostienen en sus respectivos gobiernos.
Fruto de aquella reunión es el pacto «bilateral» conocido estos días por el que, pretendiendo el Gobierno central representar al Estado en su negociación con una parte del mismo, se ha anunciado una reforma del sistema de financiación de las comunidades autónomas que prescinde de los principios constitucionales de igualdad, solidaridad interterritorial, progresividad fiscal y redistribución de rentas, así como de los procedimientos de reforma de la propia carta magna.
En un último quiebro de su huida hacia delante, el sanchismo prefigura un paso más en su sobrevenido plan de mutación constitucional que le permita retener el poder contentando a los socios políticos que le sostienen: una radical alteración, de carácter estructural, del sistema de financiación autonómico al margen de los principios constitucionales citados y en beneficio exclusivo de los habitantes una de las regiones más ricas, donde aquellos socios gozan de hegemonía electoral.
La anunciada reforma del régimen de financiación consagra el principio de ordinalidad, en virtud del cual, como en Cataluña están radicados obligados tributarios que por sus elevados niveles de renta y consumo han de tributar más (progresividad), convirtiéndola así en la segunda comunidad que más aporta al Estado, debe ser Cataluña la segunda comunidad que más reciba del mismo. Y para asegurar tal ruptura de la solidaridad y redistribución de riqueza entre conciudadanos, se le atribuye a Cataluña la recaudación en exclusiva del 100% de los impuestos devengados en aquel territorio para luego contribuir a las necesidades comunes del Estado con una aportación al Tesoro Público como «cuota de solidaridad».
Si en lugar de comunidades habláramos de individuos, sería tanto como postular que quien más impuestos pague por ser quien más gana y consume, sea quien más y mejores servicios públicos reciba y disfrute, sin que deba rendir cuentas de cuánto tributa en interés general, que ya él dirá lo que quiere compartir con sus demás conciudadanos.
«Asistimos ya a un palmario desajuste entre la sociedad civil real y su representación o reflejo en la vida institucional»
Que el pacto ha sido pergeñado bajo las directrices y estricta vigilancia del partido donde militan buena parte de los delincuentes amnistiados por el propio Sánchez es indudable, al punto que con la intención de «blindar» el rol de la Agencia Tributaria de Cataluña, ERC, que no gobierna en Cataluña ni en España y que, por tanto, no habría podido negociar el pacto, ya ha anunciado, sin embargo, que presentará ¡en solitario! la proposición de ley que debe articular la reforma de la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas y de las demás normas que debe aprobar el Congreso de los Diputados para dar cabida al cupo catalán.
Como Sánchez para sostenerse en el poder necesita operar un cambio de régimen en un sistema que cuenta con sus propias reglas de reforma, pero no dispone de las mayorías necesarias acometerlo, ha optado para conseguirlo por poner en marcha tres acciones coordinadas: en primer lugar, la consecución, uso y abuso de un Tribunal Constitucional con una mayoría adepta que, ante los actos que implementan la fraudulenta transformación constitucional, interpreta la norma suprema tan elásticamente que, para asombro de los operadores jurídicos, aquellos actos pasan el control de constitucionalidad; en segundo lugar, la paralela construcción propagandística e ideológica de una legitimidad alternativa a la de la legalidad en vigor, que se califica de realmente «democrática» frente al orden constitucional vigente, que resultaría caduco, cuando no ilegítimo o antidemocrático; y finalmente, en tercer lugar, una paulatina pero constante colonización por el partido de Gobierno y sus socios de todos los resortes del poder, desembarcando en la empresa que depende del BOE o de los fondos europeos, cooptando a su través los medios de comunicación privados, ocupando partidistamente RTVE, la Fiscalía General, el Consejo de Estado, el CIS, la CNMC, y un interminable etcétera de agencias y organismos que vertebran el Estado.
Implementada la acción en los tres frentes dichos, asistimos ya a un palmario desajuste entre la sociedad civil real y su representación o reflejo en la vida institucional, lo mismo que en el reparto y acopio de cuotas de poder. Obsérvese que cuando todas las encuestas dan como rotundo perdedor en unas eventuales elecciones al conglomerado de partidos minoritarios que a duras penas integra y sostiene al Gobierno, el sanchismo aborda unilateralmente, con partidos extra gubernamentales y hasta abiertamente contrarios al orden constitucional, la derogación de sus principios en materia de financiación de las Comunidades Autónomas.
Llegados a este punto es ineludible reconocer que el sanchismo ha demostrado holgada y empíricamente que los sistemas de control de legalidad y constitucionalidad de la acción de gobierno, los contrapesos y equilibrios derivados de la separación de poderes, los resortes de exigencia de responsabilidad, los checks and balances en definitiva que garantizan que un poder electo no pueda derivar en autocrático o despótico, en España han fracasado estrepitosamente. ¿Alguien cree honestamente que este Tribunal Constitucional, que ha establecido con su pronunciamiento sobre la amnistía que todo lo que no esté expresamente prohibido en la letra de la Constitución le está permitido al legislador, osaría anular la reforma legal que se anuncia?
«Estaríamos ante un problema de diseño institucional, un fallido conglomerado de reglas e instituciones ineficientes»
Por decirlo con Félix Ovejero (¿Y si el problema es la Constitución? Revista Letras Libres, n.º 286, julio 2025) «La voluntad, la disposición de los actores políticos, resulta importante, pero cuando se trata de la política, lo que está en nuestra mano es la configuración de las reglas de juego, que allanan o complican el camino a la voluntad. Para decirlo más sintéticamente: las instituciones dibujan un sistema de incentivos que favorece ciertos comportamientos que están en el origen de los problemas». Estaríamos, por tanto, ante un problema de diseño institucional, un fallido conglomerado de reglas e instituciones ineficientes, inoperativas y/o fácilmente manipulables o neutralizables si quien llega al Poder Ejecutivo –aun con la mayoría electoral más exigua de la historia de España– y quien termina ocupando gracias a él puestos de responsabilidad institucional, están dispuestos, respectivamente, a mantenerse en el poder y a sostenerle haciendo abstracción de cualquier límite y principios, sin pararse siquiera ante las líneas rojas que más contundentemente limitan la acción política e institucional: las que establece el Código Penal.
Ahí están los indultos de sus aliados, la anulación por el Tribunal Constitucional de las condenas de sus correligionarios por los ERE de Andalucía, la despenalización de los delitos de sus socios, la postrera amnistía de los mismos, y hasta el procesamiento del Fiscal General del Estado, encausado por delitos que se habrían cometido en interés del Gobierno cuando no siguiendo sus indicaciones.
Así como puede decirse que el golpe secesionista de 2017 no triunfó porque a la sazón Cataluña no disponía aún de un Poder Judicial propio (reivindicación que, por cierto, negocia ya el movimiento político sedicente que sostiene al Gobierno), lo único que obstaculiza la culminación del cambio de régimen acometido por el sanchismo es, aparte de una esforzada y minoritaria prensa crítica, la inexistencia, a día de hoy, de un Poder Judicial adepto; el único de los tres poderes que ha conseguido al menos hacerle de contrapeso, si bien con algo que no tiene nada que ver con la salvaguarda de las reglas del juego democrático: detectar y neutralizar actividades indiciariamente delictivas por corrupción económica en su entorno. Pobre balance para un orden constitucional que debiera tener resortes fiables que conjuren su mutación fraudulenta desde dentro.