Del Consejo de Ministros a la mesa camilla de Juana Rivas
«Lo de Juana Rivas no es un caso aislado. Es una estación más en el tren del intervencionismo emocional. Próxima parada: tu salón. Tu cena. Tu cama».

Ilustración de Alejandra Svriz
Un niño de 11 años, roto, llorando a moco tendido frente a las cámaras, fue empujado al foco en Granada por quienes debían protegerlo del escarnio. No lo abrazaron. Lo arrojaron a la arena, en una romería política disfrazada de justicia, como si aquello fuera una peregrinación laica a un altar feminista. «Habla, que te escuche España», le pidió su madre como si fuera portavoz de la causa. Y habló. Y lloró. Y suplicó. Y España lo vio.
Lo más indignante no fue la escena, sino la reacción del Gobierno. Lejos de condenar esta instrumentalización obscena de un menor, se sumó al espectáculo como figurante en busca de su plano. Sentencia no hay. Verdad, poca. Pero qué importa si el relato es fértil y el encuadre conmueve. El hashtag manda. La lágrima pesa más que el Derecho. El dolor infantil convertido en materia prima del sentimentalismo gubernamental.
La ministra de Igualdad, Ana Redondo, se sumó a la épica sentimental asegurando que «le consta» que existe violencia vicaria. Le consta, así, en presente pontifical. No aclaró si lo supo por su tarotista de confianza, por alguna influencer con toga o por el oráculo feminista que reparte condenas como octavillas el 8-M.
“Un niño de 11 años, descompuesto, roto, llorando a moco tendido frente a las cámaras, fue empujado al foco por quienes debían protegerlo del escarnio. Nadie lo abrazó. Lo empujaron al micrófono. Le dijeron como si fuera el portavoz del relato oficial: ‘Habla, que te escuche España’».
Porque lo que no le consta —ni a ella ni a ningún juez, ni aquí ni en Italia— es una sentencia firme que lo acredite. Lo único que consta es que todas las denuncias contra el padre —11— fueron archivadas. Que Juana Rivas fue condenada a cinco años de prisión por secuestrar a sus hijos. Y que el presidente del Gobierno —Pedro I el Compasivo— la indultó como quien perdona en la tómbola del relato.
Este Gobierno ha hecho de su fantasmagórico heteropatriarcado su monstruo de peluche favorito: le pega cuando necesita una foto, lo agita cuando quiere votos, y lo pasea cuando hay que borrar las líneas entre lo íntimo y lo institucional. La política se ha transformado en una trinchera emocional, donde ya no se delibera, se jalea. Ya no se defiende la ley, se defiende la causa. Ya no se construye el Estado de derecho, se blinda el relato de turno con vísceras, lágrimas y hashtags.
El Consejo de Ministros se ha convertido en una mesa camilla, donde lo que importa no es la verdad judicial, sino el ángulo de cámara. El menor ya no es protegido, es ariete. La madre ya no es ciudadana, es mártir. Y el padre, sin condena, ya es culpable en los platós del sanchismo.
Sira Rego, ministra de Infancia —ironía que sangra sola—, se presentó en Granada la víspera no como representante del Estado, sino como embajadora de la causa. No medió. No escuchó. Se alineó. El Ministerio dejó de ser garante de derechos para convertirse en sucursal del activismo con moqueta. El poder no fue allí a templar, sino a incendiar.
Lo que quedó el martes fue un espectáculo dantesco con un niño llorando mientras su madre lo alentaba y los ministros aplaudían con fervor de conversos. Se habló de violencia vicaria como quien lanza arroz en una boda, sin prueba ni condena, solo con entusiasmo ideológico. Se dinamitó la presunción de inocencia. Y se explotó un drama familiar como si fuera la promo de una serie en Cannes.
Y lo más grave: se volvió a utilizar a un menor como rehén emocional, como cartel, como mercancía emocional en el mercado político del sanchismo.
Este Gobierno no protege, instrumentaliza. No gobierna, milita. No defiende derechos, los convierte en pancarta. Lo que hace no es proteger a un niño, sino usar su dolor como atrezzo político, como escenografía para reforzar su dogma. El crío, convertido en muñeco de trapo, es movido por los titiriteros del sentimentalismo gubernamental mientras el Derecho duerme en el gallinero.
Porque el plan no es resolver nada. Es colonizar lo íntimo, el álbum familiar, la sobremesa y la bronca conyugal. Ya no basta con regular el alquiler, censurar el lenguaje o reeducar en las aulas. Ahora también quieren decirte a quién amar, a quién odiar, cómo discutir con tu ex y qué pensar de tu padre.
Lo de Juana Rivas no es un caso aislado. Es una estación más en el tren del sanchismo emocional de alta velocidad. Próxima parada: tu salón, tu cena, tu cama. Y como esto siga así, no es descabellado imaginar que el 24 de diciembre tengamos en nuestras casas a Pilar Alegría cortando el turrón, a Óscar Puente montando el Belén, y a Sira Rego recogiendo lágrimas en el portal, con el Niño Jesús llorando bajo demanda. Todo muy navideño. Todo muy democrático. Todo muy Sánchez.
Porque cuando el ministro se mete en la escena, el Estado de derecho se baja del escenario. Y cuando la infancia se convierte en pancarta, no solo llora un niño. Llora la democracia.