The Objective
José Carlos Llop

De Madrid

«José María Guelbenzu mejoró cualitativamente la sociedad que le había tocado en suerte. Como la ilustró con su labor de crítico literario de la novela anglosajona»

Opinión
De Madrid

José María Guelbenzu. | Europa Press

Durante años, cuando iba a Madrid y me alojaba en el barrio de Salamanca, o pasaba por él en dirección al Prado, dos eran las personas que inexorablemente me cruzaba por la calle. Una era Loyola de Palacio, hermana de la ministra de Asuntos Exteriores del Gobierno Aznar y ella misma diputada por el Partido Popular. Tenía un aire navarrensis que desprendía alegría seca y buenas maneras. Pero siempre la encontraba en situaciones urgentes: bajando de un coche en un semáforo, llamando al interfono de una finca, metiéndose en un taxi. Pocas veces me topé con ella paseando al atardecer o sentada en una terraza y desde luego nunca cruzamos la mirada. Iba a lo suyo –al menos en esas situaciones– y el mundo a su alrededor parecía importarle poco: estaba a otras. Murió hace veinte años y todavía se la recuerda.

La otra persona era el escritor José María Guelbenzu. Tampoco fallaba nunca. Ponía yo el pie en cualquier calle del barrio de Salamanca y ahí estaba él, paseando lentamente, observándolo todo, satisfecho de hacerlo. Y si no aparecía enseguida, lo hacía al cabo de unos minutos o de media hora. Lo comento porque el asunto era exagerado: en Madrid, cuando no vives en Madrid, siempre te encuentras con gente conocida –el síndrome de provincias, se llamaba antes–, pero lo de Loyola de Palacio y José María Guelbenzu es que no fallaba ni una sola vez.

Si la diputada popular era un personaje público reciente –la política es súbita y es efímera (o debería serlo)– lo de Guelbenzu venía de más atrás. Yo estudiaba COU cuando un amigo apareció en clase con El mercurio bajo el brazo. Se había publicado hacía dos o tres años –fue la apuesta española de Barral en el Premio Biblioteca Breve frente a la ultramarina Cambio de piel, de Carlos Fuentes, que ganó– y rápidamente se convirtió en la novela vanguardista e intelectual por excelencia. El mercurio, digo. Había que leerla, aunque de su autor –como sí sabíamos de Goytisolo, Benet o García Hortelano, por citar sólo a tres– no supiéramos apenas nada. Leí la novela de Guelbenzu convencido de que estaba leyendo lo que tocaba leer –las cosas iban así entonces y supongo que también ahora entre los adolescentes– y la verdad es que no la volví a leer. Situó a Guelbenzu en la narrativa española del siglo XX, sí, y ahí se quedó, como un hito de época que sólo recuerdan sus contemporáneos. Muchos hubieran querido ese recuerdo.

Otra cosa sería El río de la luna, que leí sólo por el placer de leer y obtuvo el Premio de La Crítica. En su cubierta –año 81–, el sol, el mar y un culo de mujer: comprenderán que la leyera en verano. Ahí había una bildungroman compleja y con voluntad de gran estilo. Y había, detrás, un escritor culto, aunque hay que decir que entonces, mayoritariamente, escritor y culto aún eran sinónimos. Me gustó mucho. Años más tarde, Guelbenzu, tuvo cierto éxito, digamos popular, con su serie negra. El mismo Guelbenzu que tanto contribuyó a la educación del pensamiento de la España democrática dirigiendo la editorial Taurus después de Jesús Aguirre, e influyendo en Alfaguara después de Jaime Salinas. Ahí Guelbenzu mejoró cualitativamente la sociedad que le había tocado en suerte. Como la ilustró con su labor de crítico literario de la novela anglosajona. No de todo el mundo puede decirse lo mismo y menos aún de los que la dirigen o pretenden hacerlo.

«José María Guelbenzu era uno de aquellos madrileños –como Benet, como García Hortelano…– que encarnaba la literatura seria»

José María Guelbenzu era uno de aquellos madrileños –como Benet, como García Hortelano…– que encarnaba la literatura seria, aunque siempre pensé que más que cara de escritor la tenía de topógrafo, cartógrafo, agrimensor, o algo así. Y aunque pueda no parecerlo, sigo hablando de literatura: todos ellos miden el espíritu de la tierra, de la ciudad, de los océanos, del mundo: como lo hace la literatura.

Hace un par de años, hablando con la editora de Alfaguara Carolina Reoyo sobre un autor británico que me gusta mucho, William Boyd –en el que Cervantes, Dickens, Waugh e Ian Fleming navegan juntos–, me comentó que fue Guelbenzu quien insistió en editarlo en la casa. «Si queréis un autor culto y que llegue a toda clase de lectores, William Boyd es el hombre». Algo así dijo, me comentó Carolina. Y aunque sólo fuera por esto –la felicidad que Boyd nos ha dado en estas décadas–, el agradecimiento hacia Guelbenzu ya sería de los grandes.

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