Pero, ¿hubo alguna vez once mil sanchistas?
«¡Qué argumentación! Nunca se había visto que fuesen golpistas los que piden elecciones porque lo que pretenden los muy canallas es ganarlas»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Suele decirse con buenas razones que los manifiestos, por muchas firmas que reúnan, nunca sirven para nada. Yo puedo aportar modestamente contra esta teoría mi experiencia personal. Hace más o menos sesenta años, en las páginas de mi por entonces venerado Le Monde, encontré un manifiesto mundialista que proponía una asociación de ciudadanos de todas las latitudes más allá de fronteras y naciones. Lo encabezaba Bertrand Russell y añadían su firma numerosas personalidades, entre las que figuraba el alcalde de Hiroshima. En aquella época de mi vida tenía a Bertrand Russell como supremo mentor político y espiritual, por lo que me apunté inmediatamente a esa asociación tan cosmopolita, convencido de que se iniciaba una nueva etapa humana de pacífica armonía universal.
Pocos meses más tarde me encontré en los calabozos de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol, en compañía del justamente célebre padre Llanos, al que había conocido en el Pozo del Tío Raimundo, con motivo de unas actividades teatrales levemente subversivas. Charlando con el santo varón, salió no sé a cuenta de qué la asociación mundialista y, con gran alegría mutua, el cura me dijo que él también se había apuntado a la noble causa. La alegría se debía a que ni él ni yo habíamos conocido en los últimos meses a ningún otro miembro, dejando aparte a Lord Russell y al alcalde nipón, por lo que llegamos a la conclusión de que sólo había dos mundialistas en el mundo entero: don José María Llanos y yo.
Otro manifiesto importante en mi vida por aquella misma época fue el que firmaron algunos de los intelectuales europeos más distinguidos (incluido el propio Russell, pero también Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Alberto Moravia, etc…) como apoyo a un encierro de estudiantes en la facultad de filosofía de la Complutense. A pesar de la alta nombradía de los firmantes (tan alta que yo mismo dudaba de que las firmas fuesen auténticas) las autoridades franquistas no se dejaron impresionar, desalojaron el recinto académico y los «grises» aprovecharon para probar la solidez de sus porras en nuestros comprometidos lomos. ¡Ah, si entonces alguien me hubiera dicho que nunca iba ya a volver a ser tan feliz, me habría parecido una provocación fascista!
No sólo he firmado innumerables manifiestos en mi vida, sino que también he recogido firmas para muchos. Se ve que no escarmiento. En los peores años del terrorismo vasco promovimos uno en apoyo de un amigo periodista que había perdido su empleo por no plegarse al separatismo obligatorio. Lo movimos entre los diversos gremios intelectuales por toda España. Calvo Serraller, casi un hermano para mí, se encargó de las firmas de los artistas plásticos y me trajo la insólita respuesta de un pintor sevillano que no quería saber nada del asunto porque los de Basta Ya éramos demasiado «españolistas». ¡Jesús, María y José! Y ETA estaba matando a dos por semana. A partir de entonces el conocido pintamonas me ha caído siempre bastante gordillo…
Pero el manifiesto con el que me he sentido más comprometido fue el de defensa de la lengua común española, porque lo escribí en su mayor parte yo. Según otro gran ausente, Santos Juliá (que compuso un insustituible compendio de manifiestos de intelectuales en el siglo XX) el de la lengua tuvo el más amplio y transversal apoyo que nunca se había visto: se adhirieron a él escritores, profesores, artistas plásticos, actores, deportistas y gente que nunca había firmado antes más que cheques. En este caso la sorpresa me la dio una popular periodista, colega mía por entonces en El País, que después de haber accedido a firmar sin reticencias me llamó a los tres o cuatro días rogando que retirara su nombre. Me dio unas explicaciones de lo más confusas, que ella ya no se sentía realmente concernida por los asuntos de España, que estaba a punto de irse a vivir a los USA, que no quería más complicaciones políticas en nuestro bendito país. Le recordé que ella escribía en español y vivía de los que leían español, por lo que no debía desentenderse de esa lengua y sus problemas domésticos. No logré convencerla, estaba al parecer asustada. Hace mucho descubrí que la gente más cobarde es la que no tiene nada que temer: sus miedos no son objetivos, se los inventan a medida, tiemblan ante lo imaginario para no enfrentarse a los males concretos que nos rondan.
He recordado esta caso porque he visto la firma de esta escritora (que sigue entre nosotros y más española que nadie a la hora de recibir premios oficiales) en el lamentable manifiesto genuflexo ante Sánchez que acaba de aparecer. Lo primero que a uno le sorprende al leerlo es lo mal escrito que está: no puede ser casualidad, tiene que estar avalado por el Instituto Cervantes. ¡Y qué argumentación! Nunca se había visto que fuesen golpistas los que piden elecciones porque lo que pretenden los muy canallas es ganarlas. En un momento de ciega indignación decidí castigar a los abajo firmantes dejando de leerles, de escuchar su música, de ver su cine o de comprar sus zapatos (en el caso de que alguno fuese zapatero). Pero nada, imposible, nada tengo que ver desde hace mucho con sus pompas y sus obras. ¡El buen gusto preventivo me ha dejado sin venganza!