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Bertrand Russell regresa dos veces

Con permiso de Sartre y Heidegger, fue el filósofo más influyente del tormentoso siglo XX

Bertrand Russell regresa dos veces

El filósofo y matemático, Bertrand Russell. | RBA

Recientemente volvieron a las librerías dos viejos libros de un autor que nunca debería dejar de reeditarse: de la mano de RBA, El poder, y en Plataforma Editorial, El ingenio y la sabiduría de Bertrand Russell (Aforismos). Adivinen a qué autor me refiero.

Se trata, por supuesto, del filósofo que, con permiso del maître a pensér francés Sartre y del alemán Heidegger, fue el filósofo más influyente del tormentoso siglo XX: Bertrand Russell. Otro de sus rivales en este ranking de influencers predigitales, Karl Popper, también admitió en alguna ocasión que Russell era el pensador más importante del siglo. Fue precisamente en las habitaciones de Russell en Cambridge donde tuvo lugar el duelo filosófico entre Wittgenstein y Popper, en el que Wittgenstein ofreció una diáfana demostración de su desconfianza en el lenguaje cuando prefirió recurrir a un argumento más contundente que las palabras, amenazando a su rival con un atizador de chimenea. Popper, como es sabido, le devolvió el golpe ofreciéndole un ejemplo de principio moral, que Wittgenstein le había solicitado, en este caso expresado lingüísticamente: «No se debe amenazar con un atizador de chimenea a los profesores visitantes».

Portada de ‘El poder. Un nuevo análisis social’. | RBA

Cuando sucedió aquello, Russell ya era un filósofo con una larga historia detrás: había dedicado diez años a escribir, junto a Alfred North Whitehead, los Principia mathematica, que bajo su ambicioso título pretendía ni más ni menos que lograr la fundamentación lógica de la matemática. El esfuerzo fue intenso y finalmente baldío, cuando Kurt Gödel hizo público en 1931 su teorema de incompletitud, con el que demostraba que la matemática o cualquier otro sistema basado en axiomas, como la lógica, no puede demostrarse a sí mismo. La lucha lógica de los Principia fue tan agotadora que con el tiempo llevó a Whitehead a probar suerte en terrenos cercanos a la metafísica, un área en la que había renunciado a entrar durante sus investigaciones matemáticas, y escribió Proceso y realidad, que se puede leer en español en la magnífica edición de Atalanta. Por su parte, Russell, sin abandonar por completo la lógica, se hizo cada vez más accesible. Algunos filósofos profesionales y muchos profesores se lo reprocharon, considerando que había vulgarizado su filosofía para buscar el aplauso de la plebe. Existen pocas acusaciones más injustas para definir a un pensador que siempre fue incómodo y que nunca dudó en enfrentarse a las ideas dominantes, como se ve en las calificaciones que se le dedicaron en más de una ocasión para definir sus opiniones: «son lascivas, inmundas, libidinosas, depravadas, eróticas, afrodisíacas, ateas, irreverentes, de mente estrecha, mentirosas y desprovistas de cualquier fibra moral».

Por si no lo demostrará el título de uno de sus libros más populares, Ensayos impopulares, se podrían citar decenas de ejemplos de la oposición de Russell a todo dogma o imposición social dominante. Participó en protestas feministas ya en las últimas décadas del siglo XIX; fue pacifista durante la Primera Guerra Mundial, lo que lo llevó a la cárcel durante seis meses. Simpatizó con el anarquismo y más tarde con el comunismo y viajó a la Rusia Soviética, donde se entrevistó con Lenin, pero aquella experiencia lo convenció de la crueldad inaudita del sistema y de su líder: «En el curso de la conversación, fui sumamente consciente de sus limitaciones intelectuales y de su estrecha ortodoxia marxista, así como de una clara vena de juguetona crueldad». Russell, en definitiva, fue entonces capaz de observar lo que una década más tarde, Jean Paul Sartre no vio en la Unión Soviética de Stalin.

Es cierto que Sartre y Russell se equivocaron a menudo y no hay razón para reprochárselo a ninguno de los dos, porque un filósofo puede (y tal vez incluso debe) equivocarse. Pero más que equivocarse, un pensador honesto debería reconocer que se ha equivocado, o que ha cambiado de opinión. Russell lo hizo a menudo, no solo tras perder su fe en el comunismo soviético, sino también después de abandonar su temprana afición hacia Kant y Hegel, o tras dejar de lado su ambicioso empeño de fundamentar la matemática, o tras su intento de construir un sistema filosófico llamado monismo neutral, mientras que Sartre pocas veces admitió sus errores de juicio o sus cambios de opinión. De hecho, cuando Sartre reconoció sus errores al defender a Stalin, aludió a la ceguera o la miopía, pero no explicó ciertas afirmaciones que hizo entonces que no se pueden atribuir a la desinformación, sino más bien a la voluntad de mentir. En cualquier caso, tras su rectificación, acto seguido se declaró maoísta, ¡en plena Revolución Cultural! No se trata, como en el caso de Russell, de errores no intencionados, sino de mentiras conscientes, como las que tanto Sartre como Simone de Beauvoir, Pierre Sollers y tantos otros intelectuales franceses propagaron contra Pierre Ryckmans, el sinólogo belga que denunció los crímenes de Mao en 1971, cuando publicó, bajo el seudónimo de Simon Leys, El traje nuevo del presidente Mao.

Portada de ‘El ingenio y la sabiduría de Bertrand Russell’. | Plataforma Editorial

A pesar de su oposición al comunismo, Russell defraudó con toda contundencia a quienes ya creían que habían logrado encasillarlo, considerándolo un agente de la CIA o un escritor al servicio de Estados Unidos, cuando aceptó convertirse en presidente honorario e incluso dar nombre al Tribunal Russell contra los crímenes de guerra de Estados Unidos en Vietnam, que, por cierto, tenía al propio Sartre como presidente ejecutivo. Ya con 89 años, Russell visitó de nuevo la cárcel, por protestar a favor de la desobediencia civil y contra la guerra y la proliferación de las armas nucleares.

La diferencia entre los dos filósofos quizá se deba a la cercanía de Russell con el escepticismo, una manera de pensar que adoptó, a veces a regañadientes, tras sus fracasos en la construcción de una filosofía dogmática. Russell defendió el escepticismo en Ensayos escépticos, libro que, por cierto, también merece una reedición. Fue traducido y publicado en 1931 por la editorial Aguilar y de nuevo en 2011 por RBA. Los ensayos que contiene fueron escritos en la década de los años 20 y en ellos Russell admite que una de las tareas fundamentales de la filosofía debería ser «enseñar a vivir sin certezas, pero también sin quedar paralizados por las dudas».

Las dos reediciones de Russell ofrecen un contenido dispar. Su libro El poder es un estudio intenso y deslumbrante acerca de un tema que ha inquietado a los filósofos al menos desde la República de Platón, el Arthashastra de Kautilya, o pensadores como Confucio, Han Feizi y Mo Di en China, pero que se convirtió en un tema obsesivo a partir de El príncipe de Maquiavelo y el Leviatán de Thomas Hobbes y, por supuesto, tras las teorías psicológicas de Alfred Adler, que Russell comenta en su libro, aunque no comparte sus conclusiones. El análisis de Russell resulta todavía hoy incisivo y penetrante.

En cuanto a El ingenio y la sabiduría de Bertrand Russell, que recibe el subtítulo de «Aforismos», se trata más bien de una estupenda selección de opiniones de Russell acerca de cualquier tema imaginable, ordenadas a modo de diccionario. Russell nunca fue un creador de aforismos profesional, como Lichtenberg, el príncipe de Ligne o Nietzsche, y tampoco un autor que trufara sus libros de frases ingeniosas y paradójicas, a la manera de William Shakespeare, Oscar Wilde o Gilbert Keith Chesterton, pero es obvio que todo gran pensador esconde en sus libros una buena colección de ideas brillantes, dignas de ser subrayadas. Lester E. Dennon se preocupó en 1951, sin duda para aprovechar la creciente fama mundial de Russell tras recibir el Premio Nobel en 1950, de recopilar algunas de las mejores ideas de Russell. Sus lectores se lo agradecemos, y lo tomamos como una incitación a leer después el texto completo, invitación que el propio Dennon nos lanza. Ofrezco aquí dos de los aforismos: «La metafísica ética es fundamentalmente un intento, por disimulado que sea, de conferir fuerza legislativa a nuestros propios deseos», y «La ortodoxia es el sepulcro de la inteligencia, cualquiera que sea la ortodoxia en cuestión. A este respecto, la ortodoxia de los radicales no es mejor que la de los reaccionarios».

Sirva como cierre de este artículo una de las pocas frases de Russell que sí parecen escritas para convertirse en un aforismo digno de ser recordado por la posteridad, muy semejante a aquello que dijo Kant, pasión juvenil de Russell. Dijo Kant: «Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí».

Bertrand Russell, por su parte, dijo en Para qué he vivido, un texto que no se incluye en la antología de aforismos puesto que lo escribió mucho más tarde: «Tres pasiones simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad». Sirva como recuerdo emocionado de este pensador al que su biógrafo Alan Wood definió como un «escéptico apasionado».

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