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Cultura

Elegía por un padre asesinado en los años de plomo italianos

Fueron tiempos de de locura colectiva, con el Estado era zarandeado por terroristas de ultraizquierda y ultraderecha

Elegía por un padre asesinado en los años de plomo italianos

Un militante comunista en Milán en 1977.

Les presento una cronología de la lógica -del absurdo- de la violencia. Italia, 1969, en los albores de lo que se conocerá como «los años de plomo». El 12 de diciembre, en una sede bancaria de Piazza Fontana en Milán, estalla una bomba. Fallecen 17 personas. La policía atribuye el atentado a un grupúsculo anarquista, aunque con el tiempo se sabrá que los verdaderos autores son neofascistas. Se practican detenciones. Uno de los detenidos es el ferroviario Giuseppe Pinelli, antiguo partisano y militante ácrata. El 15 de diciembre, mientras Pinelli es interrogado en el despacho del comisario Luigi Calabresi, cae por la ventana del cuarto piso de la comisaría, es trasladado al hospital y allí fallece. Versión oficial: un fatal accidente. Versión popular que se extiende como la pólvora: lo han tirado.

Culpable señalado por el dedo acusatorio del tribunal de la prensa de izquierdas: el comisario Calabresi. Lo apodan «el comisario ventana», lo acusan de torturador. En 1970 el dramaturgo Darío Fo estrena la punzante sátira Muerte accidental de un anarquista, que denuncia que esa muerte no fue precisamente accidental. En 1971 en L’Expresso ochocientos intelectuales firman un manifiesto iracundo contra el comisario.  

Calabresi se siente en el punto de mira, se sabe sentenciado. Y sí, la mañana del 17 de mayo de 1972, cuando sale de casa, le disparan tres tiros por la espalda y lo rematan, ya en el suelo, con un cuarto en la nuca. Justicia popular, claman los más exaltados. Y mucha gente de izquierdas celebras desacomplejadamente su asesinato. Solo hay un pequeño problema: está demostradísimo, sin asomo de duda posible, que en la hora en que Pinelli cayó por la ventana el comisario no estaba en su despacho. Él ya había clamado su inocencia, se había querellado contra medios de comunicación que lo acusaban, pero ni muerto se libró de los rumores falsos que siguieron circulando sobre él. Dejó una joven viuda con dos hijos muy pequeños y otro en camino. 

Uno de esos hijos, Mario Calabresi, tenía solo dos años cuando asesinaron a su padre. Cree -o quiere creer- que guarda un difuso recuerdo de él, pero a esa edad la memoria todavía no retiene nada. Con el tiempo ese niño se convertirá en periodista y llegará a dirigir dos cabeceras relevantes de la prensa italiana: La Stampa y la Repubblica, la segunda una de las más hostiles en su día contra su progenitor. Como periodista, escritor y descendiente de un asesinado durante los funestos años de plomo, escribió un libro conmovedor y necesario: Salir de la noche. En Italia apareció en 2007 y generó conmoción. Aquí ha tardado más de quince años en llegarnos y lo publica ahora Libros del Asteroide. 

El lector puede pensar: uf, los años de plomo italianos, vaya tostón, qué lejos me queda eso. Pero no se engañen, si Italia sufrió a los terroristas de las Brigadas Rojas, aquí sufrimos a ETA durante más tiempo. Ambos grupos compartían el mismo fanatismo, la misma bestialidad, la misma indigencia intelectual, los mismos oscuros apoyos en la sombra, solo que nuestros monstruos locales además de pretendidos revolucionarios eran encima patriotas del terruño. Son tantas las coincidencias que al lector español no le sorprenderán muchas de las cosas que se cuentan en el libro. 

El libro de Mario Calabresi tiene muchos puntos de interés, empezando por la calidad literaria con la que está escrito. Por un lado, visita a otros hijos de asesinados y reivindica la necesidad de no olvidar y honrar a las víctimas, algo que el Estado italiano ha acabado haciendo, aunque muy tarde. Una de las personas a las que visita es la hija napolitana de un agente de policía asesinado en plena calle en Milán en 1977, durante una manifestación en la que varios manifestantes empuñaron armas de fuego. Hay una foto celebérrima que muestra a un chaval empuñando una pistola que dio la vuelta al mundo y provocó en su día esta reflexión de Umberto Eco: «Tened presente esta imagen, se convertirá en la insignia de nuestro siglo. Es el emblema de la confrontación que arrasa a Italia, el disparo simbólico del Setenta y siete, de una ‘generación perdida’ en la violencia de un año que sumará 42 asesinatos y 2.128 atentados políticos».

La hija de otra víctima recuerda el juicio a los asesinos de su padre, un director de hospital cuyo pecado fue haberse enfrentado a unos sindicalistas energúmenos que desenchufaron unas máquinas para la conservación del plasma sanguíneo. En una de las sesiones, el juez tuvo que reprender a dos miembros de las Brigadas Rojas que, en el habitáculo acristalado en la que estaban confinados, se pusieron a fornicar a la vista de todos. Reflexiona la hija del médico asesinado: «Eran unos gilipollas de aúpa. Pero no es esta la imagen que ha perdurado: las Brigadas Rojas llevan consigo un aura de personas comprometidas, de luchadores, cuando en cambio son solo unos desgraciados que llegaron a la lucha armada para redimir vidas sin perspectivas, personas pobres de ideas y de espíritu». 

Portada del libro

Por otra parte, dedica muchas páginas a limpiar la memoria de su padre. Ante esto, el lector suspicaz puede pensar que acaso no sea del todo ecuánime. Pero hay un elemento que hace de este libro algo verdaderamente excepcional: quien lo ha escrito no es solo un hijo que perdió a su progenitor, es también un destacado periodista al que presupondremos un compromiso con la verdad. Y la verdad que nos descubre es sobrecogedora. En primer lugar, resulta que el anarquista Pinelli y el comisario Calabresi, los dos cadáveres de esta historia, pese a estar en bandos opuestos se respetaban mutuamente. Pinelli además de anarquista era pacifista y Calabresi era un comisario de la brigada política que consideraba que había que dar una oportunidad al diálogo. Por eso ambos habían tendido puentes e incluso habían intercambiado libros. El autor descubre en casa de su madre un ejemplar de la Antología del Spoon River y ella le cuenta que fue un regalo de Pinelli al padre. 

Uno de los capítulos cruciales es el encuentro con el juez que estuvo a cargo del caso de la muerte de Pinelli y que ahora es diputado. La versión oficial fue muerte accidental, pero es lógico que hubiera muchos recelos al respecto. Hubo irregularidades en la detención y, fuera asesinato o accidente, Pinelli no debería haber muerto. La versión oficial fue que llevaba sin comer desde su detención, se apoyó en la ventana, sufrió un mareo y cayó. Suena raro, sí, y además es inadmisible que se lo tuviera tres días sin comer. Pero el antiguo juez desmonta ante Mario Calabresi todos los bulos que circularon sobre la muerte del anarquista. Se dijo que el comisario Calabresi le había propinado un golpe de kárate en la nuca, técnica aprendida de la CIA; nunca estudió con la CIA y el hematoma de la nuca se debía a la posición del cadáver en la morgue.

Se dijo que le habían inyectado suero de la verdad; resulta que el pinchazo que presentaba el brazo era del suero que le administraron en el hospital donde acabó falleciendo y una fotografía lo demuestra. Se dijo que se demoraron en avisar la ambulancia; los datos contrastados muestran que no fue así. Se dijo que lo habían tirado por la ventana; el lugar exacto en que cayó el cadáver parece desmentirlo. Y lo más importante: Calabresi estaba en la otra punta de la comisaría en el momento en que Pinelli cayó por la ventana. El juez dictaminó que no había pruebas de que Pinelli hubiera sido asesinado, pero la narrativa del crimen policial era más jugosa y nadie estaba dispuesto a apearse de ella. Dice el exjuez: «En ese momento escribieron en los muros que yo era fascista. Luego, cuando dije que no eran los anarquistas los que pusieron las bombas, entonces dijeron que yo era un comunista. Así es Italia». 

Sí, así es Italia. Por mucho que las pruebas digan que el comisario Calabresi no asesinó a Pinelli, mucha gente lo sigue creyendo culpable y continúan circulando bulos sobre sus relaciones con la CIA y otras falsedades. Aunque también hay firmantes del manifiesto de L’Expresso que se han disculpado con el autor porque son conscientes de que con sus palabras azuzaron a los asesinos. Hay una escena desoladora en el libro: Mario Calabresi está en una fiesta y de pronto oye a una mujer que despotrica contra su madre, dice que encima de ser la esposa de un asesino, el Estado la ha cubierto de millones con la indemnización y vive a cuerpo de rey. Él la interrumpe y le dice que eso no es cierto. «¿Y tú como lo sabes?», pregunta la mujer. «Porque soy su hijo», responde él, «y mi madre ha seguido trabajando de maestra de primaria toda su vida». Se hace un silencio sepulcral. El periodista se marcha muy alterado. 

Los años de plomo italianos fueron un ejercicio de locura colectiva. El Estado era zarandeado por terroristas de ultraizquierda y ultraderecha. Las Brigadas Rojas y la siniestra logia masónica P2 que movía hilos neofascistas desde los pasillos del poder. Y como guinda, la Mafia. El cenit fue el secuestro y asesinato de Aldo Moro por las Brigadas Rojas, envuelto en sombras de sospecha que salpicaban a casi todos. La reciente serie de Marco Bellocchio Exterior noche disecciona ese momento. Hay también un excelente documental sobre Gianni Agnelli en HBO que permite hacerse una idea de lo que era vivir entonces en Italia, donde un simple ingeniero de la Fiat podía ser asesinado en plena calle acusado de capitalista.

Hay una historia, si me permiten el apunte, que resumen muy bien el grado de enajenación e imbecilidad al que se llegó. Es la del editor Giangiacomo Feltrinelli, el hombre que logró sacar de la Unión Soviética el manuscrito del Doctor Zhivago de Pasternak y publicarlo por primera vez; el hombre que editó la portentosa El gatopardo de Lampedusa después de que otros importantes colegas la rechazaran -visionarios ellos- por considerarla rancio y casposa. Pues bien, Feltrinelli murió en marzo de 1972 cuando le estalló la bomba que estaba manipulando para sabotear una central eléctrica a las afueras de Milán. Editor e intelectual de día, terrorista de noche. 

El libro de Mario Calabresi es un testimonio excepcional que pone el dedo en la llaga: «Los terroristas no han sido repudiados como asesinos, sino que, con demasiada frecuencia, se los describe como perdedores, personas que han luchado en una batalla por unos ideales que no han podido ganar». ¿Todo esto les suena muy lejano? ¿Acaso aquí no asistimos a diario al mismo proceso de blanqueamiento y olvido? 

Salir de la noche
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