La inquietante punta del iceberg
«¿Cuántos colocados a dedo sin la cualificación exigible hay en nuestro país? ¿Cuántos puestos se crean solo para satisfacer las necesidades del ‘partido-cártel’?»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Son días inolvidables para los ciudadanos que no se han tomado vacaciones del ciclo informativo: toda una ministra de Universidades ha defendido a un compañero de partido que se hizo funcionario valiéndose de un título universitario falsificado. ¿O es que hubiera dimitido en caso contrario? Se trata de José María Ángel, funcionario de la Diputación de Valencia al que se nombró comisionado gubernamental para la reconstrucción tras la dana valenciana. Según parece, recaen asimismo sospechas sobre el título universitario de su esposa, Carmen Ninet, cuyo padre fundó la federación socialista valenciana y dirigía la sección de Presidencia de la Diputación cuando su yerno accedió a la plaza. Ya veremos en qué queda eso; o no.
Ocurre que la perplejidad del ciudadano es relativa en un país donde Jordi Pujol sigue aguardando juicio y se montaron los ERE andaluces, cuyos responsables llegaron de hecho a ser indultados. Porque casi nadie ignora que los partidos se dedican –unos con más ahínco que otros– a colocar a los suyos allí donde pueden, procediendo para ello a colonizar la administración pública y expandiéndola –administración paralela mediante– hasta donde les sea posible. Pero quizá no todo el mundo conoce la dimensión del latrocinio. Basta asomarse a la trama corrupta organizada por –o alrededor de– Santos Cerdán y José Luis Ábalos para darse de bruces con esa oscura realidad: de las licitaciones amañadas a las contrataciones públicas de personas que ni van a trabajar.
¿Cuántos colocados a dedo sin la cualificación legalmente exigible hay en nuestro país? ¿Cuántos puestos se crean solo para satisfacer las necesidades del «partido-cártel», en memorable formulación de Peter Mair? ¿Cuántas oposiciones se han amañado dudosamente para beneficio de los compañeros del partido o del sindicato? ¿Cuánta gente cobra sin hacer nada o cobra mientras trabaja para el partido? ¿Cuán corruptible es una administración pública colonizada por los partidos y qué consecuencias tiene eso para la seguridad jurídica, la buena marcha de la economía y el respeto a los derechos de los ciudadanos? En definitiva, ¿cuán corrupta es España?
Solemos decirnos que aquí no se da el tipo de corrupción que es propio de los países en desarrollo: nadie paga cien euros al médico para que le vea más rápido ni el guardia de tráfico nos pide una mordida para seguir camino a Burgos. Pero la corrupción política y la corrupción institucional –lean a expertos como Fernando Jiménez o Valentina Faggiani– está más extendida de lo que creíamos, digan lo que digan esos índices internacionales que suelen basarse en la percepción ciudadana y no en unos hechos que por definición quedan fuera del campo visual. Y si la cultura política española tiene gran parte de culpa, propensos como somos al familismo amoral y al desprecio por las normas, el diseño institucional es el peor posible: tenemos una administración politizada donde el funcionario que quiera hacer carrera debe mostrar lealtad al partido que maneja los nombramientos por libre designación. Ese diseño, claro, no es casual: la gallina pone el huevo.
«El patriotismo de partido convierte al corrupto en benefactor o abnegado servidor público»
No se trata de volver a la cantinela de la crisis, arremetiendo contra la casta política o soñando con una democracia sin partidos políticos; el fracaso del regeneracionismo nos ha vuelto cínicos o melancólicos. Se diría que incluso hemos retrocedido: el Consejo de Europa ha afeado a Sánchez su nulo interés –se oyen las carcajadas en la platea– por legislar contra la corrupción. Peor aún: los socialistas de la era Sánchez han decidido que a ellos no les es aplicable la vieja convención democrática según la cual aquel quien es atrapado con las manos en las masas debe no solo dimitir, sino ser repudiado por sus compañeros; el patriotismo de partido convierte al corrupto en benefactor (los ERE) o abnegado servidor público (José María Ángel dice irse con la cabeza muy alta).
Esta actitud tiene un efecto corrosivo sobre las condiciones de posibilidad de una moral compartida. Y aunque no debería sorprendernos que eso suceda en la legislatura de la amnistía, es un deprimente recordatorio de la gravedad del problema que tenemos delante: aunque solo veamos el trocito de hielo que sale a la superficie.