El llanto fiscal catalán
«El rol de Madrid como nueva capital económica de España, y no la guerrita por los tributos, es lo que de verdad duele en los despachos del poder en Barcelona»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Como en tiempos ocurría con el monstruo del lago Ness, fiel a su cita de todos los años por estas fechas, vuelve a las portadas de los periódicos un gran clásico de los veranos, a saber: la muy sentida y airada denuncia por parte de algún dirigente institucional catalán -en este agosto, Salvador Illa-, a cuenta del perverso dumping fiscal practicado por la Comunidad de Madrid. Por lo demás, trátase de un lamento clínicamente esquizofrénico, toda vez que se acusa a la Comunidad de Madrid de haber llevado a la práctica el mismo federalismo fiscal que ellos, sus indignados fiscales acusadores, han venido defendiendo desde siempre con entusiasmo.
Sucede, como es sabido, que Madrid se puede permitir el supremo lujo tributario de reducir las tarifas de ciertos impuestos, sin que por ello la recaudación fiscal, y en consecuencia la financiación de los servicios públicos a su cargo, se vea mermada. Algo, esa magia hacendística, que muy poco tiene que ver, por cierto, con la célebre servilleta de papel del manido Laffer.
Y es que el gran as en la manga de Madrid no resultan ser sus impuestos bajos, algo que podría emular cualquier otra región sin esperar resultados ni remotamente similares, sino su novísimo e inopinado rol histórico, el de proyectarse como la nueva capital económica de España. Y eso, no la guerrita propagandística a propósito de los tributos, es lo que de verdad duele, y mucho, en los despachos del poder en Barcelona. Al catalanismo con mando en plaza, ya se trate de la variante socialista o de la posconvergente, le ocurre con Madrid lo mismo que le pasaba a Jordi Pujol con Amancio Ortega e Inditex. El ex muy honorable nunca entendió, y así lo solía manifestar en privado, cómo pudo darse que unos gallegos perdidos a orillas del Atlántico hubiesen resultado capaces de levantar la gran multinacional textil que le habría tocado crear a Cataluña. Y huelga decir que lo llevan mal, muy mal.
«Madrid se va», sentenció Pasqual Maragall con premonitoria lucidez, allá por el año 2001. Y en efecto, se fue. Todos los indicadores macroeconómicos objetivos así lo certifican. Algo, esa evidencia estadística inobjetable, que ahora obliga a enviar al cubo de la basura el relato canónico que durante más de un siglo estableció la autoimagen que de España tenían los españoles ilustrados; aquella que contraponía el Madrid funcionarial, ocioso, tibetano y parasitario con la Cataluña laboriosa, industrial, europea y moderna. Un cambio de tornas radical, ese al que venimos asistiendo desde el cambio de centuria, frente al que resulta muy tentador señalar al nacionalismo como culpable máximo de la decadencia catalana. Resulta muy tentador, además de políticamente rentable para quien se abone a esa tesis, sí, pero tal explicación no resulta compatible con la honestidad intelectual.
«El nacionalismo centrífugo ha existido desde siempre en Cataluña y no impidió que se convirtiera en la gran fábrica del país»
A fin de cuentas, el nacionalismo centrífugo ha existido desde siempre en Cataluña, no es nada nuevo. Y su hegemonía prácticamente absoluta dentro de su ámbito territorial de referencia, un dominio en casi todos los campos sociales que se remonta al último tercio del siglo XIX, no impidió que Cataluña se convirtiera en la gran fábrica del país. Un éxito económico espectacular, el de Cataluña a lo largo del periodo más acusadamente centralista de toda la historia de España, que desmiente con su mera existencia el argumento nacionalista que atribuye la inocultable decadencia actual a una supuesta recentralización encubierta del Estado.
Madrid se empareja cada vez más con lugares como Múnich mientras Barcelona, por su parte, no deja de acercarse con paso acelerado al modelo urbano y social cuyo paradigma representa Marsella. Esas son las dos tendencias de fondo que subyacen tras el socorrido agravio fiscal que la élite política catalana saca a pasear en las ruedas de prensa cuando empieza a apretar el calor de la canícula. Pero su ocaso crepuscular no va de tramos impositivos madrileños. Va de nietos ociosos que liquidaron la vieja fábrica del abuelo para ejercer de rentistas alquilando pisos por Airbnb.