Javier Lambán: el valor para la economía de un buen político
«Lambán se ganó un lugar en el patrimonio moral del socialismo español no por cálculo, sino por coherencia»

Javier Lambán.
En la vida política española, pocas figuras recientes han conjugado con tanta naturalidad la pasión por las ideas y el respeto por las instituciones como Javier Lambán. El que fuera presidente de Aragón durante dos legislaturas y líder de la socialdemocracia aragonesa nos ha dejado tras una batalla desigual, no solo contra la enfermedad, sino también contra una deriva política que le resultaba ajena.
Para quienes creemos que la economía necesita de instituciones sólidas, un marco jurídico estable y un debate público informado, su marcha deja un vacío difícil de llenar. Con más razón aún si cabe tratándose de una persona que conocía muy bien la Historia, en un mundo en el que se toman decisiones asentadas sobre una suprema arrogancia como es el cortoplacismo. Pero, como un buen historiador sabe, pero también un matemático o un economista, por un punto pasan infinitas rectas.
En un tiempo de convulsión política, Lambán entendía que la gestión pública exige más que consignas: exige conocimiento, sentido histórico y un compromiso firme con el Estado de Derecho. Para un economista, estos no son valores abstractos: son las condiciones necesarias para el desarrollo económico. Sin Estado de Derecho no hay seguridad jurídica; sin seguridad jurídica no hay inversión; sin inversión no hay crecimiento que se pueda sostener en el tiempo. Lambán comprendía esta cadena causal de forma intuitiva y la defendía con la serenidad de quien sabe que la política, si quiere ser eficaz, debe reposar sobre bases sólidas.
Era culto, inteligente y, por ello mismo, humilde. Desde esa altura intelectual —que nunca usó como arma arrojadiza— se mantuvo alejado de la soberbia que hoy contamina buena parte del discurso público. La economía política enseña que la humildad intelectual es una virtud escasa pero decisiva: permite reconocer los límites de la acción gubernamental, escuchar a quienes piensan distinto y buscar consensos que fortalezcan el tejido institucional. Lambán practicó esa humildad sin imposturas, consciente de que las instituciones no son patrimonio de una generación ni de un partido, sino herencia colectiva que hay que custodiar.
No era tribal ni identitario, sino cosmopolita. Creía en la igualdad de derechos de todos los ciudadanos con independencia de su territorio, en un marco común que garantizara oportunidades para todos. Esta visión no solo tiene un valor ético; también es económicamente racional. Los sistemas fragmentados, en los que prevalecen privilegios territoriales o sesgos de pertenencia, generan ineficiencias, distorsionan la asignación de recursos y fomentan el clientelismo. Frente a ello, Lambán defendió un modelo de cohesión que hacía honor a la mejor tradición ilustrada: la razón como guía, la evidencia como fundamento y la justicia como fin.
Su compromiso con la Historia —no como adorno retórico, sino como brújula moral— le llevaba a ver la política en perspectiva. Sabía que un país se construye a través de continuidades, no de rupturas caprichosas. En economía, esa mirada larga es esencial: las reformas efectivas requieren tiempo, estabilidad y un marco normativo previsible. Los países que alcanzan altos niveles de desarrollo lo hacen porque sus políticas no dependen de cambios bruscos en la marea ideológica, sino de consensos básicos sobre las reglas del juego. Lambán, sin renunciar a sus convicciones, defendía esos consensos como patrimonio común.
En un contexto en el que el cortoplacismo y el ventajismo parecen premiarse más que la coherencia, Lambán destacaba precisamente por lo contrario. No dudó en enfrentarse a la corriente dominante cuando consideró que esta se apartaba de los valores fundacionales de su partido y, más importante aún, de los principios que sostienen la convivencia democrática. Esa independencia de criterio es también un activo económico: las decisiones que se toman pensando en el largo plazo, aunque impopulares en el momento, suelen generar mayor bienestar colectivo que las que buscan la rentabilidad política inmediata.
Su legado no se mide solo en leyes o en proyectos ejecutados, sino en la huella que deja en la cultura política. Para quienes analizamos la política desde la óptica de la economía institucional, Lambán es un ejemplo de cómo un liderazgo basado en la moderación, el respeto y el rigor puede contribuir a un clima favorable para la prosperidad. Las instituciones fuertes reducen la incertidumbre, y la certidumbre es la moneda más valiosa para la inversión, la innovación y el empleo.
Por eso su figura trasciende la política aragonesa. Su defensa del marco constitucional, su rechazo a la utilización partidista de las instituciones y su apuesta por una socialdemocracia reformista y europeísta son referencias que deberían inspirar a cualquier dirigente, sea cual sea su color político. La experiencia internacional es clara: los países que han sabido combinar estabilidad institucional, apertura al mundo y cohesión social son los que han logrado mayores niveles de desarrollo humano y económico. En ese sentido, Lambán fue un dirigente que entendió la economía no solo como gestión de recursos, sino como administración de un bien más frágil: la confianza.
La historia juzgará a cada político en su contexto, pero hay conductas que resisten el desgaste del tiempo. Lambán se ganó un lugar en el patrimonio moral del socialismo español no por cálculo, sino por coherencia. En un escenario donde el fanatismo militante gana terreno y la ignorancia soberbia se disfraza de audacia, él representó la razón y la mesura. Frente a la improvisación, planificación; frente al sectarismo, apertura; frente al ruido, argumentación.
Hoy, desde la distancia que nos impone su ausencia, cabe preguntarse cuántos dirigentes actuales están dispuestos a asumir el coste de ser coherentes. Porque la economía, como la democracia, se basa en reglas, y esas reglas solo se mantienen vivas si quienes las sirven lo hacen con integridad. Lambán lo hizo. Por eso su pérdida duele no solo a los suyos, sino a cualquiera que crea que un país se construye con instituciones fuertes, ciudadanos libres e ideas debatidas sin miedo.
«En un escenario donde el fanatismo militante gana terreno y la ignorancia soberbia se disfraza de audacia, él representó la razón y la mesura»
Descanse en paz, Javier Lambán. Que su ejemplo —mezcla de razón y pasión, de inteligencia y compromiso— siga iluminando a quienes entienden que la política es, ante todo, un servicio al bien común. Y que su recuerdo nos recuerde que sin Estado de Derecho no hay democracia, y sin democracia no hay economía que merezca tal nombre.