Tremendismo ideológico y pragmatismo climático
«La acción climática no puede basarse en el miedo a la catástrofe ni asentarse en la premisa del decrecimiento, sino que debe ofrecer una prosperidad limpia»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Afrontamos los últimos días de agosto en plena ola de incendios forestales y cunde la sensación de que todos los veranos se parecen: unos denuncian la ocurrencia de olas de calor sin precedentes antes de que tengan lugar y otros replican que en verano siempre ha hecho calor; si los primeros exigen refugios climáticos, los segundos alegan que nuestras abuelas ya sabían defenderse de la canícula. Cuando llegan los incendios, el patrón se reproduce: quien culpa exclusivamente al cambio climático se encuentra con la evidencia de que la mayoría de ellos son provocados; quien señala al pirómano pasa por alto que las olas de calor pueden ayudar a su propagación. Se trata de un diálogo de besugos en el que se enfrentan posiciones en apariencia irreconciliables, lo que conduce a la estéril ideologización de un asunto que habríamos de afrontar con mesura y pragmatismo.
Así se expresaba el semanario británico de The Economist hace unas semanas, haciéndose eco de lo que no pocos pensadores llevan –llevamos– años señalando: la acción climática no puede basarse en el miedo a la catástrofe ni asentarse en la premisa del decrecimiento, sino que debe ofrecer una prosperidad limpia capaz de atraer a votantes de toda clase. Si estos siguen escuchando sermones alarmistas mientras la inflación les golpea, se irán con sus votos a otra parte y lo harán sin miedo a que les llamen negacionistas: largo les fían el colapso ecológico –cuya inminencia lleva señalándose desde los años 70– cuando lo que piden es un buen salario que les permita comprarse una vivienda con aire acondicionado y tener acceso a servicios públicos de calidad.
«A Sánchez el cambio climático apenas le interesa como herramienta para la polarización ideológica y partidista»
Sería por ello una lástima que el tremendismo apocalíptico que define desde antiguo al ecologismo radical –sin el cual quizá nunca hubiéramos prestado atención a un tema crucial– nos llevase a desdeñar la conveniencia de modernizar la modernidad: porque nada hay de malo en reciclar nuestros residuos, defendernos de las temperaturas extremas, electrificar el transporte o cuidar del mundo natural. ¡Ya es hora de pasar la página gastada del viejo industrialismo! Y no se ve por qué esa bandera ha de ser propiedad de la izquierda: nadie quiere respirar gases tóxicos si puede evitarlo y a todo el mundo le gusta tener cerca un lugar agradable donde pasea a su perro.
Vaya por delante que eso nada tiene que ver con el rimbombante Pacto de Estado contra el Cambio Climático que propuso Pedro Sánchez en su comparecencia del pasado lunes. Hablamos de un presidente del Gobierno incapaz de aprobar leyes en un Parlamento que le ha dado la espalda y que perdió hace tiempo el poco crédito intelectual y moral de que pudiera gozar. Sus apelaciones a la ciencia solo persuaden a una parte de su base electoral: el cambio climático apenas le interesa como herramienta para la polarización ideológica y partidista. Y se le nota.
Modernizar la modernidad, entonces: algo así como diseñar un mix energético que incorpore las enseñanzas del gran apagón –lo que por cierto conlleva mantener abiertas las centrales nucleares– mientras se adapta la política forestal y territorial al hecho del vaciamiento de la España interior. Crear un smart grid, reparar la infraestructura hidráulica, facilitar la electrificación del transporte, ayudar fiscalmente a las clases bajas y medias; combinar, en fin, la mitigación del cambio climático con la adaptación a él. También caben medidas más modestas: plantar árboles, crear jardines verticales, permitir la apertura de huertos urbanos, poner pérgolas en las infames plazas duras, abrir parques. Se trata de iniciativas saludables que pueden generar consenso, siempre y cuando se lleven a cabo sin necesidad de que las autoridades abracen el credo decrecentista o invoquen melodramáticamente el riesgo de que la crisis climática acabe con nosotros pasado mañana.
¿Son realizables tales ensoñaciones tardomodernistas en un país que no solo carece de un Gobierno funcional, sino que dedica una creciente proporción de su gasto público al pago de pensiones y cuenta entre sus alcaldes más votados a ese Abel Caballero que presume de dar comienzo a la instalación del disparatado alumbrado navideño de la ciudad de Vigo ya en el penúltimo día de julio? Digamos que eso ya es asunto distinto.