The Objective
Luis Antonio de Villena

Eusebio Poncela, retrato en maldito

«Eran los primeros 80 en un Madrid ardiente y nada nacionalista, donde el malditismo de la Transición comenzaba a mezclarse con la literaria Movida»

Opinión
Eusebio Poncela, retrato en maldito

Eusebio Poncela posa en una imagen de archivo. | EP

Hacía mucho tiempo que no veía a Eusebio, que me fue tan familiar, tan habitual en aquel mundo de noches largas, abolido. En una época en que ser heterodoxo e insertarse en cualquiera de los matices negros del malditismo era una condecoración, en el vibrante mundo de una cultura «underground» y vistosa, Eusebio Poncela -actor y personaje- se destacaba y lucía. Alguna vez -1979, 80- he evocado la entrada en tantos bares comunes del trío que formaban Iván Zulueta, Marisa Paredes y Eusebio Poncela, con aire frío, mirada algo torva, casi desdeñosa, salvo para los pocos saludados, yo tenía el honor: ¡Hola, Villena! Zulueta era ya el autor de “Arrebato” y ellos actores que no pertenecían al común, el feroz elitismo de los malditos y condenados. Las voces se oían susurrando enseguida: Se meten heroína. Era la época -muy breve- en que la heroína llegó a verse como una droga intelectual, para quienes buscaban otros espacios. Estaba la imagen de Lou Reed («date un paseo por el lado salvaje») y por supuesto del gran papa William Burroughs, con dos libros infaltables «Yonqui» y «El almuerzo desnudo».

Aún el mito real de las escapadas a Tánger, como hacíamos con Eduardo Haro Ibars o Leopoldo María Panero, aún en decadencia el reino de los pecados gratos, drogas, homosexualidad, literatura distinta… También Eusebio andaba ahí y aquel ser bello y ambiguo de la noche turbia que fue Will More, el chico de Arrebato.  Eusebio Poncela dijo muchas veces que era gay (“y a mucha honra”) aunque nunca sacó su vida íntima. Eran los primeros 80 en un Madrid ardiente y nada nacionalista, donde el malditismo dorado y más radical de la Transición comenzaba a mezclarse con la inicial, divertida, rompedora, pero menos literaria Movida. Pronto la heroína intelectual (recuerdo al sabio Antonio Escohotado) pasó terriblemente al territorio del lumpen, del jaco, del “caballo” y su visible halo destructor se notaba. Quedaba la cocaína. Iván Zulueta murió en aquella droga y Eusebio Poncela, enganchado, después de su éxito en, por ejemplo, “La ley del deseo” (1985) de Almodóvar, una de las mejores y más atrevidas películas del manchego, se eclipsó para desintoxicarse en Usuhaia, la ciudad más austral del mundo, en Argentina, frente a la Antártida. El lema de la villa lo sedujo por todo: “La ciudad del fin del mundo, donde todo comienza”. Eso era Poncela, la radicalidad del fin y del comienzo del mundo. De allá retornó delgado -siempre lo fue- con los ojos como ascuas y la nariz afilada de un antiguo monje o de un buscador en los desiertos… 

Ayer volví a ver -recordando a aquel Eusebio- “La ley del deseo” y la película de su vuelta, “Martín (Hache)” de Adolfo Aristarain -1997- con Cecilia Roth y un aún juvenil Juan Diego Botto. Una vez más (y son grandes películas) Eusebio hace lo que los franceses, creo que partió de Gide, llamaron “maître à pécher”, maestro de pecar. Cuando el chico Hache le pregunta si le gustan más los hombres o las mujeres, en un parlamento que se hizo famoso -o escandaloso- habla de culos y tetas y pollas y de que todo le atrae y mucho, pero remata: Aunque eso da igual, todo vale. “Hay que follarse a las mentes”. ¿Un maestro de pecar, tendría sitio hoy día, no sería condenado al summum? ¿Películas como las que acabo de mencionar, grandes interpretaciones de Poncela y con doce años de diferencia entre ellas, se rodarían hoy, o incluso aquellos directores  se atreverían? Eusebio me contó poco después, sí Usuhaia es más que una experiencia o lo sentí así, como recorrer al azar la Patagonia, aunque tuviera no lejos a Fito y a Cecilia. ¿Qué puedes hacer ahí? Abrirte a todo. Buscar y aceptar aventuras. Era la mentalidad del hippy, unida a la errancia de personajes-emblema del malditismo como Aleister Crowley, “La gran Bestia”: Literato, asceta, yogui, bisexual sin límites, satanista, poeta, escalador de montañas, drogadicto, Crowley aparece en su madurez con la cabeza rapada y haciendo signos esotéricos con las manos de dedos afilados y largos, y con esa mirada quemante y esa nariz incisiva, que veía en Eusebio, incluso cuando hizo profundo y enigmático al cardenal Cisneros. 

Desde luego Eusebio Poncela probó casi de todo, porque la vida se cumple plena en la varia experiencia. Quería forjarse (y lo hizo) un personaje real, actor aparte, misterioso, turbulento, permanentemente rebelde, cosa que propalaban muchos de los que trabajaron con él: Un poco difícil y bronco, a ratos indomable. Lo que deseaba, algo así como el placer de dar miedo. Obvio, recuerdo también a un Poncela divertido y cordial, en aquellos lejanos garitos, que podía decir -con otros- que llegar al fondo de la noche es llegar también al fondo de la vida y, sobre todo, al fondo de uno mismo. Deberías escribir Eusebio. Mirada cruzada. Vamos, no sé. Hazlo tú por mí. Hace mucho que no te veía, Eusebio, vuelto fantasma ya antes de morir, porque nuestro mundo de elitismo maldito se acabó y el chusmerío nunca interesa. “Haz lo que quieras”, el mote en la santa abadía de Thelema. Rabelais ya sabía.   

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