El decisivo voto del ciudadano irrazonable
«La racionalidad no es suficiente. La mayoría de los votantes persigue sus desnudos intereses al margen de cualquier consideración acerca del bien común»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Nadie había hablado tan claro: el primer ministro francés dijo la semana pasada en televisión que la resistencia a contener el gasto público condena a las generaciones más jóvenes a sacrificarse en el altar de unos boomers a los que les gusta pensar que todo va bien. Podría creerse que la franqueza de Bayrou tiene truco, pues la semana que viene se enfrenta a una moción de confianza que a buen seguro perderá. Pero Bayrou ha defendido durante toda su trayectoria —bien larga ya— la necesidad de equilibrar las cuentas públicas francesas. De ahí que la pregunta que haya planteado a sus colegas y a la opinión pública francesa sea si hay que reducir o no el gasto público, aplazando el debate acerca de la forma concreta en que eso deba hacerse. Intuimos la respuesta.
Se trata de un asunto capital que nos toca muy de cerca, ya que la reforma de las pensiones que nos legó el exministro Escrivá no ha hecho sino agravar un problema que lleva bastante tiempo sobre la mesa. Gracias a ella, el déficit del sistema no hace más que aumentar, pese a que los españoles ya pagamos un «coeficiente de solidaridad» adicional destinado a financiar las pensiones de nuestros mayores. En realidad, los números están claros y nos vamos percatando de que todo lo que se dedica a las pensiones deja de dedicarse a otras partidas presupuestarias, lo que redunda en un perjuicio general que parece dejar indiferente a nuestros jubilados: se saben multitud y no están dispuestos a aceptar la incómoda conclusión moral que se deduce de un somero vistazo a nuestras cuentas públicas.
Pero el egoísmo de nuestros boomers —hablo sobre todo de los receptores de pensiones máximas— no es el único sobre el que se asienta la estrategia electoral del líder socialista. Desde que llegó al poder, Sánchez se dedica a mimar a los partidos y los votantes del País Vasco y Cataluña. Trata con ello de recabar el apoyo parlamentario de las fuerzas nacionalistas, dedicadas por su parte a extraer el mayor beneficio posible de la debilidad política del partido socialista: no puede decirse que les haya ido mal. Pero también quiere ganarse la simpatía de unos ciudadanos que bien pueden convertirse en sus votantes: ya vimos en las últimas generales que son muchos los catalanes —oh sorpresa— dispuestos a premiar a quien los colma de dineros y privilegios. Ellos, como los pensionistas, piensan que se lo merecen; a fin de evitarles el trabajo de dilucidar por qué, el gobierno y sus medios afines se ocupan de fabricar relatos destinados a proporcionarles el debido confort psicológico: de los derechos históricos al autogobierno, de la pacífica convivencia a la dignidad de los mayores, del yo solo recibo lo cotizado a el problema son los salarios.
En fin. El difunto pensador norteamericano John Rawls asumía que solo podemos disfrutar de una «sociedad bien ordenada» si el ciudadano se comporta como un sujeto razonable a la hora de votar y participar en el debate público; la irracionalidad es indeseable y la racionalidad no es suficiente. Pero vemos que sucede justamente lo contrario: la mayoría de los votantes persigue sus desnudos intereses al margen de cualquier consideración acerca del bien común. Y aunque esto no constituye una sorpresa, conviene distinguir entre el interés legítimo y el privilegio exorbitante: aceptemos el primero, condenemos el segundo. Quien se empeña en defender un privilegio injusto, al fin y al cabo, se comporta como un sujeto irrazonable. Por desgracia, el desequilibrio demográfico y la territorialización del parlamento han terminado por convertir a este abundante espécimen en destacadísimo protagonista de nuestra vida democrática. ¡Apañados estamos!