The Objective
Manuel Pimentel

El hombre que descubrió Tarteso

«Tarteso permanecía en el limbo de los mitos que bien podían ser realidad, pero que no terminaban de serlo. No llegaba la prueba que lo confirmara»

Opinión
El hombre que descubrió Tarteso

Rostro tartésico de El Turuñuelo (Badajoz). | Wikipedia

En arqueología, no es fácil definir el concepto de descubridor. Pero haberlos, haylos, al modo de las meigas gallegas. Por ejemplo, ¿quién descubrió las primeras pinturas rupestres? Pinturas que, por otra parte, habían estado en las paredes de las cuevas desde siempre, a la vista de muchos visitantes que no supieron verlas ni entenderlas hasta que una niña, María, gritara en 1879 aquello de «¡Papá, mira, bueyes!».

Su padre, Marcelino Sanz de Sautuola, no dudó: se trataban de pinturas de artistas prehistóricos. Acababa de descubrir el arte rupestre, primero criticado y después avalado por los eruditos franceses. Fue el descubridor de las pinturas porque fue el primero que supo «verlas» y entenderlas. Nadie, antes, las había «visto» y publicado. En esa lógica, ¿quién fue el descubridor de Tarteso, la primera civilización de occidente cantada por la Biblia y los clásicos?

Doctores tiene la iglesia, pero a mi modesto entender, el verdadero descubridor de Tarteso fue Juan de Mata Carriazo y Arroquia (1899-1989), arqueólogo sevillano nacido en Jódar, Jaén. Persona admirada y querida en la Baja Andalucía, no tiene, en la actualidad, el reconocimiento científico que se merece. Fue el primero que supo «ver» Tarteso, su descubridor, el que creó, en verdad, la arqueología tartésica.

Es cierto que antes, grandes nombres como Schulten, Bonsor y Blázquez habían escrito sobre la ciudad mítica, basándose, sobre todo, en fuentes clásicas. Schulten y Bonsor excavaron infructuosamente en el Cerro del Trigo, en Doñana, en búsqueda de la ciudad perdida. No la encontraron. Tarteso permanecía en el limbo de los mitos que bien podían ser realidad, pero que no terminaban de serlo. No llegaba la prueba que lo confirmara. 

La obra más influyente, sin duda alguna, fue el Tartessos de Schulten, publicada por vez primera en alemán en 1922, traducida al español en 1924, por Revista de Occidente. En 2024, Almuzara publicó una nueva traducción de la obra desde el original alemán, con prólogo de Sebastián Celestino, que sigue siendo una referencia obligada, a pesar de encontrarse supurada en muchos de sus postulados. Otras eminencias, como García Bellido, César Pemán, José Chocomeli o Maluquer de Motes también elucubraron sobre la localización de la capital tartesia, acá o allá, pero en base a criterios filológicos de los textos griegos y latinos.

Tarteso, por fin, se «encarnó» ante la mirada de Carriazo con el hallazgo, en 1958, del fastuoso tesoro del Carambolo, en el que supo «ver» Tarteso. De manera firme y osada, postuló que se trataba de un tesoro tartésico, lo excavó y lo publicó. Tarteso dejaba de ser patrimonio de mitólogos y de filólogos clásicos para convertirse en materia arqueológica. «Menos Avieno y más pisar el terreno», gritaron los jóvenes arqueólogos reunidos en Jerez en 1969 en un Simposio que tuvo a Tartessos y sus problemas como protagonista. Tarteso ya no era un mito, sino una realidad histórica que la arqueología debía desvelar.

Un descubrimiento casual, previo al del Carambolo, había abonado la mirada de Carriazo. Aparte de erudición y de «saber ver», tuvo suerte. Le gustaba pasear entre los puestos de chamarileros y chatarreros del Jueves, un popular mercadillo sevillano que se celebra semanalmente en la calle Feria. Fue a principios de la década de los cincuenta del pasado siglo, cuando, una pieza singular le llamó la atención. Entre el material recién expuesto por uno de los chatarreros advirtió una especie de broche que representaba a Astarté con los brazos elevados y franqueados por dos anátidas.

Supo que estaba ante un descubrimiento importante, quizás, tartésico o fenicio. Regateó para adquirirlo, sin que le fuera desvelada su procedencia exacta. Parecía que al destino se había confabulado para que la pieza emergiera del olvido. El chatarrero la tuvo olvidada en su almacén durante muchos años y nunca la había puesto a la venta hasta esa misma mañana. Justo cuando la depositaba en el suelo para exponerla, apareció el bueno de Carriazo por allí. Ironías del destino. Fue la casualidad la que le uniría para siempre a una pieza maestra que hoy se expone con todos los honores en el museo de Sevilla.

Maluquer de Motes, la estudió y la bautizó con el nombre de Bronce Carriazo con el que desde entonces se le conoce, datándola entre el VII Y EL VI a.C. En el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York se exponen dos piezas casi idénticas, procedentes del sur de España, que aparecen rotulados como «bocados (de caballo) fenicios occidentales del VII aC». El Bronce Carriazo iniciaba el camino de materialización de Tarteso, que, sin embargo, no tendría lugar hasta la posterior epifanía de El Carambolo. 

Carriazo, antes del Carambolo, ya pensaba que debajo del mito existía una antigua y rica civilización, capaz de crear, por ejemplo, joyas como los conocidos candelabros de Lebrija, seis riquísimas piezas de oro puro, de 70 cm de altura, finamente labradas. Fueron descubiertas en 1923 en la finca Higuera del Pintado, en Lebrija, Sevilla. Para Carriazo se trataba de piezas sorprendentes, que hablaban de la riqueza y gusto de sus orfebres. Sin embargo, siempre le extrañó el poco caso que la ciencia le prestaba. En 1963, escribió que no terminaba de comprender como pasaban casi desapercibidos, «como si pesara sobre ellos una maldición, los arqueólogos los han ignorado o los han mencionado solo de paso».

Coincidió con César Pemán en la denuncia de que se encontraran prácticamente inéditos, a pesar de su relevancia. Martín Almagro publicaría, por fin, en 1964, Los thymateria llamados candelabros de Lebrija. A día de hoy, los candelabros se encuentran custodiados en una caja del Banco de España. Una copia autorizada se expone en el Museo Arqueológico de Madrid y otra en Lebrija, aunque todavía no gozan de la importancia que merecen en la arqueología española.

Pero ni el bronce Carriazo, ni los candelabros de Lebrija permitían todavía afirmar la existencia de la cultura tartésica. Tarteso estaba por descubrir, como bien escribe el propio Carriazo: «Inexplicablemente, la tierra donde las fuentes literarias localizaban con toda certeza la primera organización superior de Occidente, el primer emporio comercial, el gran foco de atracción de los marianos orientales, el gran centro suministrador de metales preciosos, donde la cerámica del vaso campaniforme había tenido su origen y la arquitectura dolménica su apogeo, permanecía mudo y desierto, como si las depredaciones de tantos bárbaros lo hubiesen agotado». 

Todo cambiaría, por fin, cuando, a últimos de septiembre de 1958, se produjo un descubrimiento espectacular que cambiaría la historia de la arqueología española. En el Tiro de Pichón del Carambolo, un cerro en el borde del Aljarafe, en las inmediaciones de Sevilla, una cuadrilla de albañiles descubrió, casualmente, un tesoro increíble. Nada más ni nada menos que 21 piezas de oro de 24 kilates, labradas por finos y exquisitos orífices, de bellísima elaboración, con un peso de casi tres kilos, que asombraron al mundo.

¿Quién pudo haberlo realizado? Enseguida se alzaron voces afirmando que era asirio, egipcio, púnico, celta incluso visigodo. Pero Carriazo no dudó. «El nuevo tesoro ha sido ya calificado con las atribuciones más diversas. Pero es con toda evidencia hispánico y andaluz. Su cronología puede oscilar, con máxima amplitud, entre los siglos VIII y III antes de Cristo. A la vista del yacimiento, sin embargo, a nosotros nos parece tartésico, y del siglo VII al VI. Un tesoro digno de Argantonio».

Se trataba, pues, de joyas tartésicas bien documentadas. Carriazo excavó el lugar del hallazgo. Tarteso, como civilización real e histórica, acababa de ser descubierto. Escribe con emoción: «Desde que el 2 de octubre siguiente – escribió – tuve en mis manos, junto a mis amigos y compañeros de estudios arqueológicos, la alucinante masa de oro labrado en piezas tan peregrinas, y desde que me fue posible emprender la excavación en el lugar del hallazgo, tuvimos la plena conciencia de que se estaba revelando un mundo arcano y maravilloso, que hasta entonces apenas pasaba de ser un mito literario». Por vez primera, Tarteso se encarnaba en forma de pieza arqueológica y por vez primera, un arqueólogo lo constataba sin ambages ni temor. Atrás quedaban décadas de elucubraciones eruditas en bases a textos clásicos de Avieno, Estrabón o Diodoro de Sicilia. Por fin, aparecía un tesoro, se excavaba su contexto y se le ponía incluso, el nombre coloquial de «El tesoro de Argantonio».

Otros, como ya dijimos, habían escrito sobre Tarteso, pero sin arqueología que los avalara. Schulten, Bonsor y Blázquez, como más destacados, pero sin presentar prueba alguna. El mismo Schulten, veinte años después de excavar en el Coto de Doñana se quejaba a mediados de los años cuarenta de que aún no había logrado tener entre sus manos ni un solo objeto tartésico. La mítica civilización permanecía en el reino brumoso de los mitos y mitologías. Pero Carriazo supo entender la trascendencia del hallazgo de El Carambolo.

Lo expresó con claridad: «Casi todos los que han conocido este descubrimiento, y nosotros los arqueólogos de la escuela de Sevilla desde el primer instante hemos dicho a la vez: ¡Aquí está por fin algo de Tartesos! Y hemos tenido la sensación de que ha empezado a levantarse el velo que hasta ahora nos ocultaba por completo esa civilización hermética, con la que España comienza su Protohistoria, la primera entidad política superior de todo el Occidente europeo, sobre la que poseemos tantos y tan brillante sinformes literarios, y cuyo contenido arqueológico apenas podíamos inducir mediante hipótesis atrevidas».

Los hados ayudaron a avalar la hipótesis tartésica. A las pocas semanas de aparecer el tesoro del Carambolo se descubrían las primeras piezas del tesoro de Ébora, un cortijo situado al norte de Sanlúcar de Barrameda. Sus propietarios, los León Majón, hijos de la por aquel entonces condesa de Lebrija, le permitieron la excavación, que Carriazo realizó en 1959 ayudado por una beca de la fundación Juan March. Tarteso como civilización volvía a mostrarse en el esplendor de sus joyas, iluminando las sombras que lo ocultaban.

En la actualidad se excava el increíble yacimiento tartésico de las Casas del Turruñuelo, en Guareña, Badajoz. Sus directores, Sebastián Celestino y Esther Rodríguez descubrieron unas bellísimas caras esculpidas en bajo relieve. Un hallazgo excepcional. Muchas voces se admiraron ante los primeros rostros tartésicos conocidos. Sin duda, son los mejores y los excavados en su contexto. Por tanto, de un valor incalculable. Pero fue Carriazo quien «descubrió», en verdad, el primer rostro tartésico, la conocida como máscara de Tharsis. Y de nuevo, la casualidad intervino.

Manuel Moguer Rodríguez capataz de las minas de Tharsis, en Huelva, observó, al volcar una vagoneta de ganga extraída de las antiguas escombreras, algo que parecía un rostro humano. Lo recogió y lo depositó en su caseta, junto a otras curiosidades encontradas en su quehacer minero. Algunos años después, el 22 de abril de 1961, Juan de Mata Carriazo, de visita arqueológica, la descubriría en la caseta. Le causó una honda impresión. Se trata de un rostro de un hombre anciano, solemne, barbado, dotado por una extraña dignidad y esculpido sobre piedra local. Se encuentra en el Museo Arqueológico de Sevilla y posee unas dimensiones de 143x80x50 mm. Carriazo no dudó en calificarla como un medio relieve tartésico, de un noble o un sacerdote. «Fuerza será – escribió – que empecemos a admitir la existencia de una escultura tartesia».

También supo ver los rostros tartésicos en las placas de la diadema del tesoro de Ébora, que representan rostros barbados con un parecido «inquietante», según escribe el propio Carriazo, con la máscara de Tharsis. ¿Quizás una representación de Argantonio?, se pregunta. Carriazo supo «ver», pues, por vez primera, la escultura y los rostros de los tartesios, tal como dejó publicado y documentado.

Los arqueólogos aún debaten en nuestros días sobre la propia esencia de Tarteso. Algunos piensan que se trata de una evolución de la población local en su interrelación con los fenicios, otros que es obra directa de la colonización fenicia. El tiempo y la ciencia lo dirán. Carriazo postuló desde el inicio la tesis indigenista. «Ni el Carambolo es la ciudad de Tartesos, ni es un establecimiento de extranjeros venidos para comerciar con Tartesos. La nota esencial de los materiales del Carambolo es su indigenismo.

Casi todos estos materiales se enlazan con los de las civilizaciones eneolíticas del Bajo Guadalquivir, y luego se enlazan mucho entre sí, como para demostrar que son autóctonos». Carriazo pone énfasis en la apertura tartesia al comercio exterior, «una de las características y de las glorias de Tartesos». Es decir, población local abierta al comercio mediterráneo, pero con cultura propia, cuajada en el crisol de su larga historia.

Carriazo, con una clarividencia que asombra, valora el rico megalitismo andaluz, según él no suficiente explicado. Aún hoy no lo está. Escribió que el florecimiento de Tarteso se debió al resultado de tres fuerzas concurrentes. En primer lugar, sus riquezas naturales –metalurgia, agricultura, pesca-. En segundo lugar, «las tradiciones culturales del Eneolítico y del Bronce primero en la Baja Andalucía, con el imponente fenómeno del dolmenismo, cuya exacta valoración no hemos logrado todavía». Y, en tercer lugar, destaca la influencia del Mediterráneo oriental, griegos arcaicos, fenicios y sincretismo chipriota.

Mucho más podríamos escribir sobre la vida y la obra de Juan de Mata Carriazo, el descubridor de Tarteso. Su nombre debe aparecer con letras de oro en el parnaso de la arqueología española. Quede, pues, este artículo como reivindicación de un grande que no podemos, ni debemos, olvidar.

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