The Objective
Antonio Caño

Sobre el conflicto generacional

«Avanzar no equivale siempre a progresar y algunas de las soluciones que se ofrecen a los problemas actuales son en realidad involucionistas»

Opinión
Sobre el conflicto generacional

Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias en el debate a cuatro de 2019. | Europa Press

Los cuatro primeros clasificados en las elecciones de 2019 fueron Pedro Sánchez, Pablo Casado, Albert Rivera y Pablo Iglesias. Al margen de la suerte final de cada uno de ellos, fue la primera vez en la democracia española en la que compitieron únicamente figuras nacidas después de la muerte de Franco o, en el caso de Sánchez, apenas un par de años antes. Es decir, ninguno de ellos se consideraba heredero de la Transición sino que, con mayor o menor contundencia, prometían suplantarla por otros valores más actuales.

El resultado más de seis años después está a la vista de todos. El objetivo de este artículo, sin embargo, no es el de comparar los éxitos políticos de distintas generaciones, sino el de recordar la importancia de tomar en consideración los méritos anteriores para poder construir con acierto un futuro más sólido. Admito que esto pueda sonar conservador, y lo es, pero entiendo que también es oportuno.

Todo relevo generacional es por definición rupturista. Sin voluntad rupturista las energías emergentes jamás serían capaces de romper la espesa capa autoprotectora que forman las fuerzas dominantes. Bienvenido, por tanto, ese espíritu rupturista como potencia transformadora, la misma que tuvieron en su momento las generaciones anteriores. Todos los políticos mencionados en el primer párrafo hicieron de distinto modo esfuerzos por marcar distancias con otros líderes a los que sucedían o sustituían, quizá con excepción de Iglesias quien, aunque crítico con la Transición, abrazó ideas muy anteriores, como el castrismo y estalinismo.  

Y es ahí, en el terreno de las ideas y de las propuestas políticas, donde toda ruptura generacional tiene que acertar para que la transformación que se pretende sea en realidad un progreso. La negación personal de los dirigentes que precedieron o el cambio de vocabulario o de estilo no dejan de ser anecdóticos, después de todo. Hay cosas que ahora se hacen de otra manera simplemente porque los tiempos han cambiado. Nos puede parecer mejor o peor, pero no es eso lo más importante.

En lo que hay que fijarse para comprobar si vamos en la dirección adecuada es en las ideas y los proyectos que se ponen sobre la mesa ante problemas contemporáneos de solución muy compleja, como son, por ejemplo, los de la inmigración o la falta de expectativas de los más jóvenes, que se desenganchan del consenso social y democrático por pura frustración. Esos no son problemas que puedan ni deban resolver las generaciones anteriores; le corresponde hacerlo plenamente a la nueva clase dirigente.

En España, desgraciadamente, hemos dedicado demasiados recursos a conflictos domésticos de gran carga emocional pero escasa relevancia, y apenas ahora empiezan a tomarse en serio los grandes desafíos que nuestra sociedad tiene ya enfrente: la devaluación del empleo, la llegada continua de inmigrantes y las consecuencias que eso tiene en la vida de nuestras ciudades, la tendencia demográfica, el fin del Estado del bienestar.

«La fe en el género humano hace confiar en que, como ha ocurrido en otras ocasiones difíciles, se encontrará el camino a seguir»

La fe en el género humano hace confiar en que, como ha ocurrido en otras ocasiones difíciles, se encontrará el camino a seguir. Volviendo al conflicto generacional, si la generación de la Transición nos evitó una guerra civil y nos transportó hacia la modernidad, es de esperar que sus sucesoras cumplan también con sus obligaciones con la historia.

Para ello sería interesante que, aunque se busquen nuevos métodos e instrumentos, no se desdeñen los que se utilizaron en el pasado. En la historia de nuestra democracia hay lecciones que pueden ser útiles a las nuevas generaciones. No hay que olvidar que no siempre el avance equivale a progreso. Hay ocasiones en las que, al avanzar, se regresa al pasado. No digo que sea este el caso. Pero sí es bueno anotar que algunas de las recetas que se escuchan para atajar los problemas actuales -impulso de la identidad nacional, caudillismo, restricciones a la libertad de expresión, desprecio a las instituciones, recurrencia más frecuente al uso de la fuerza, devaluación de la moderación como posición política- ya se usaron en el pasado con dramáticas consecuencias.     

Los viejos no tienen culpa por vivir muchos años y consumir gran parte del gasto público. Es cierto que se ha producido un desequilibrio preocupante entre la media de las pensiones y la media de los salarios, pero eso no se debe a que las pensiones sean muy altas sino a que no se crean empleos de calidad que permitan ofrecer mejores sueldos. Tampoco los jóvenes tienen culpa de ser impulsivos y querer vivir una vida dichosa y acorde a sus propios valores. No hay víctimas ni verdugos en el conflicto sobre el futuro de nuestra sociedad. Los únicos culpables son quienes, en ambos lados del espectro político, azuzan esas lógicas diferencias generacionales como justificación de sus propósitos presuntamente revolucionarios, pero frecuentemente involucionistas, como, por otra parte, fueron todas las revoluciones anteriores, excepto la americana hasta que Donald Trump tomó la antorcha.

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