The Objective
Ricardo Cayuela Gally

Trump y Sánchez, gemelos iliberales

«El Gobierno de España, que se ríe del estadounidense, funciona con el mismo desprecio al conocimiento y a la verdad»

Opinión
Trump y Sánchez, gemelos iliberales

Ilustración de Alejandra Svriz.

La paradoja de la democracia es que permite al pueblo elegir, de forma legítima, a un gobernante inepto, felón o incluso perturbado, siempre que logre embaucar a la mayoría con sus promesas huecas o sus discursos incendiarios. ¿Qué hacer con el flautista de Hamelin? El verdadero desafío de nuestros días es cómo preservar la esencia de la democracia sin traicionarla. Antes bastaba el tribunal de la opinión pública, pero hoy en día la conversación común está fragmentada en algo que seguimos llamando redes (en realidad, cámaras de eco) e interferida por agentes a sueldo de la perturbación. ¿Se pueden poner puertas al campo? ¿Qué se puede hacer cuando ciertas decisiones, por más populares que sean, ponen en jaque las instituciones, la verdad y el bien común? ¿Cuáles son los límites a la soberanía popular? ¿Qué salvaguardas son necesarias cuando el voto se convierte en un arma contra la razón, el sentido común y la propia democracia que los encumbró?

El caso de Estados Unidos con Donald Trump es una muestra palmaria de esta encrucijada. La nación faro del mundo libre, que durante décadas enarboló los estandartes de la ciencia, la racionalidad y el liderazgo ilustrado, cayó en manos de un demagogo, peligro del que ya advertía Platón, de retórica populista y gestos de opereta. Un ejemplo bastaría. Trump designó a Robert F. Kennedy Jr., conspicuo negacionista de las vacunas y predicador de disparates pseudocientíficos, como secretario de Salud. Su historial incluye difundir teorías conspirativas, sembrar desconfianza en la medicina moderna y atacar campañas de vacunación que han salvado millones de vidas. Camelot es un camelo.

Los riesgos no son abstractos: en un país sin sanidad universal, como sí tiene España, donde millones dependen de frágiles y enrevesados programas públicos parciales, como Medicare y Medicaid, para acceder a servicios básicos, entregar su gestión a un cruzado anticientífico es lisa y llanamente criminal. Supone poner en peligro la salud pública de los más vulnerables: ancianos, personas con discapacidad, desempleados, trabajadores precarios de las minorías étnicas, trabajadores sin papeles, niños sin cobertura privada. Un activista contra las vacunas al frente del sistema de salud es un chiste que se cuenta solo. Y no es un caso aislado, es solo un ejemplo. En su primer mandato nombró a Betsy DeVos, heredera del imperio Amway, sin ninguna experiencia pedagógica, ferviente defensora de privatizar la educación pública y promotora del creacionismo en las aulas, como secretaria de Educación. Su perfil quizá resultó demasiado moderado y en este fatídico regreso a la Casa Blanca ha nombrado a Linda McMahon, empresaria de la lucha libre. En el cuadrilátero –como popularmente se sabe en México– las batallas más épicas, más que las de máscara contra cabellera, son las de rudos contra técnicos. Y Linda es una ruda. Su presencia al frente de la formación de futuras generaciones es otra señal de que las élites del conocimiento han sido sustituidas por el clientelismo ideológico y la ignorancia militante. Falta poco para ver al frente de la NASA a un terraplanista.

El Gobierno de España, que se ríe de las torpezas de Trump, está integrado de la misma manera y funciona, desde el otro polo ideológico (aunque quizá es el mismo: ¡iliberales del mundo, uníos!), con el mismo desprecio al conocimiento y a la verdad. El Consejo de Ministros de España es una corte de los milagros, con un ministro de Justicia que acusa a los jueces de prevaricar, un ministro de Fomento que avisa que el retraso en los trenes va a durar hasta 2030 (año en que debería cerrarse el Ministerio de la Agenda 2030), y que tiene de jefe del cuerpo diplomático a alguien que hace honor a los antónimos que definen su profesión: rudeza y torpeza. Un gabinete, además, disfuncional en sí mismo: empresas e industria están en ministerios distintos, lo mismo que consumo y comercio, derechos sociales y seguridad social, universidades y educación, innovación y transformación digital…

El odio de Trump hacia las élites del conocimiento nace, en parte, de su imposibilidad de pertenecer a ellas: fue un estudiante mediocre, un autor de libros que no escribió, un empresario corrupto (lo sigue siendo) y un personaje cuya notoriedad se construyó en los platós de televisión, en las trifulcas mediáticas, en la tierra sin horizonte de las celebridades. Lo mismo podría decirse de Pedro Sánchez, cuyo ascenso a la cúspide fue medrando en los oscuros rincones de su partido. Es cierto que el ascenso de Trump también fue facilitado por el descrédito que la cultura woke arrojó sobre la propia idea de mérito y verdad. Cuando desde ciertos sectores universitarios se empieza a decir que las matemáticas son racistas, que la biología es opresiva o que la excelencia es una forma de supremacismo, se mina la autoridad del saber. Esa renuncia al conocimiento, aunque con distinto disfraz, no ha sido menos perniciosa que el populismo ignorante que dice combatir.

Estados Unidos no alcanzó el liderazgo mundial (faro del mundo libre y torpe imperio mundano a la vez) desde la ignorancia, sino por haber confiado su destino a las élites del saber: científicos, ingenieros, juristas, diplomáticos. Muchas de esas mentes brillantes fueron, además, fruto de la inmigración –en especial de la cultura judía europea diezmada por el nazismo– que encontró refugio en suelo norteamericano y aportó un capital intelectual inconmensurable. Despreciar hoy a esas élites y sustituirlas por aduladores, voceros dogmáticos o personajes de reality show es una forma de suicidio civilizatorio. La decadencia no llega como un trueno, sino como una sucesión de gestos mezquinos, de decisiones torpes, de nombramientos execrables. Y esto es igualmente válido en el ala oeste de la Casa Blanca como en el búnker de la Moncloa, epítome que debería autorizar el Ministerio de Memoria Democrática.

Publicidad