The Objective
Juan Luis Cebrián

A la conquista del imperio mundial

«El proyecto de la Europa unida se desvanece y los filósofos de la España sanchista se llaman Koldo, Begoña, Ábalos, Jésica, Cerdán o Zapatero»

Opinión
A la conquista del imperio mundial

Ilustración de Alejandra Svriz.

«Para la mayor parte de la humanidad y durante los más vastos periodos de la historia, el imperio ha sido el típico modelo de gobierno». Esta frase de Henry Kissinger ilustra mejor que ninguna otra las interrogantes y los desafíos a los que se enfrenta el mundo en este siglo XXI. Kissinger añadía a esa consideración, fácil de demostrar, otra de parecidas o aún mayores evidencias: cada vez que se ha producido un cambio de civilización han cambiado también los imperios que gobernaban la Tierra.

Espantados y crispados, a veces también desternillados de risa por el esperpento político que padece España, ni en los pasillos del poder ni en la calle se comenta apenas el principal problema y la más seria amenaza a que han de enfrentarse las jóvenes generaciones: la nueva ordenación del mundo y la creación o muerte de nuevas y antiguas potencias hegemónicas con sus zonas de influencia. Tanto la masacre perpetrada por el Gobierno de Netanyahu en Gaza como la criminal invasión de Ucrania forman parte de la propuesta letal de ese nuevo orden que puede acabar con la supremacía militar, económica y moral de la que presume Occidente desde la caída del muro de Berlín.

Por un lado, el Gobierno de Moscú ha resucitado el viejo sueño zarista de garantizar su poder mediante la ocupación del territorio. Por otro, el desfile militar en la plaza de Tiananmén y la reunión de magnates asiáticos presidida por Xi Jinping culmina el blanqueamiento internacional de Putin, y es la expresión de que estamos ante un mundo diferente al de la Guerra Fría y al de los arreglos posteriores, que le hicieron suponer a Washington la posibilidad de un mundo unipolar dirigido desde la Casa Blanca. El bombardeo de la franja de Gaza por Israel y las propuestas de Trump de convertirla en una playa de moda abren, por lo demás, interrogantes sobre la viabilidad futura de la solución de los dos Estados promovida durante décadas por las Naciones Unidas y reclamada de nuevo por la Unión Europea.

La opinión pública occidental, mayoritariamente defensora del liberalismo y la democracia tras la derrota del Tercer Reich y el fascismo, se acomodó a los acuerdos de Yalta (1945), en los que la Unión Soviética se repartió el mundo con los Estados Unidos. Los viejos imperios del colonialismo europeo, la India ocupada por los ingleses y el África expoliada por estos y los franceses, recuperaron su independencia. Durante décadas, la cruel dictadura del partido de Stalin, ejercida en nombre del socialismo real, gozó de la benevolencia y la solidaridad, bien remunerada, de los partidos comunistas del oeste europeo. La Europa democrática se convirtió en un protectorado de los Estados Unidos que, sin embargo, no habían dudado en incorporar a su sistema defensivo a dictaduras abominables como la portuguesa o la española.

Mientras tanto, una China devastada primero por la guerra del Opio (1840), más tarde por las divisiones internas y la invasión japonesa y finalmente por el régimen maoísta, no olvidaba que su país había sido también un gran imperio, tan poderoso que se llamó a sí mismo el Imperio del Centro o de la Tierra Media. En 1820, sustentaba la economía más grande del planeta, y su producto anual bruto suponía el 30 por ciento del mundial.

Durante siglo y medio, a partir de entonces, se derrumbó hasta el punto que acabó siendo víctima de hambrunas gigantescas. Pero tras la muerte de Mao, y a partir de 1977, Deng Xiaoping emprendió una política de recuperación sin precedentes en la Historia. Desde entonces, más de 700 millones de chinos salieron de la extrema pobreza gracias a la implementación de políticas económicas que buscaban la implementación de un capitalismo permitido y amparado por el estado socialista. Ese programa lo había defendido el propio Deng 15 años ante el Comité Central con una frase que ha hecho historia: «Gato negro o gato blanco, lo importante es que cace ratones». El éxito del método ha hecho que, desde 1977 a la actualidad, su PIB anual haya pasado de menos de un billón de dólares a más de 17 billones en el pasado ejercicio. Es así la segunda economía mundial, y el campeón de la nueva civilización tecnológica.

Son entendibles los temores de Occidente ante el creciente poderío chino, exhibido ahora con impresionante potencial bélico, pero los chinos no han demostrado por el momento ninguna ambición territorial al margen de sus fronteras, limitándose a recuperar el territorio perdido. Para decirlo con palabras de un antiguo director de los servicios secretos españoles: «La diferencia entre rusos y chinos es que los primeros allí donde van quieren plantar una bandera, mientras que los chinos lo que pretenden es abrir una tienda».

Son justificados los temores frente al expansionismo ruso que empuja a los dirigentes europeos a aplicar una gigantesca política de rearme. Sin embargo, no es nada tranquilizadora, ni un camino evidente hacia la paz. Antes, bien, puede ayudar a resucitar el poder del complejo militar industrial de los Estados Unidos, que ya denunciara el propio presidente Eisenhower.

Washington mantiene cientos de bases e instalaciones militares en más de 60 países. China, en cambio, tiene solo una base extranjera en Yibuti, el Cuerno de África, y un centro de entrenamiento en Camboya. En ocasión de su reciente alarde militar, Xi Jinping hizo unas declaraciones en las que aseguró que «la humanidad se encuentra ahora ante la elección de la paz o la guerra, el diálogo o la confrontación» y expresó su esperanza de que la causa de desarrollo y la paz acabarán triunfando. Uno puede creer que son palabras mojadas o simples eslóganes, pero cualquier negociador experto sabe que incluso si lo fueran esas palabras deberían aprovecharse en beneficio de todos.

«Soy de los que creen, como Churchill, que la democracia, así sin adjetivos, es mal régimen, pero también el menos malo que hasta ahora hemos conocido»

Hace cuatro años, en la celebración del primer centenario de la fundación del partido comunista, Zheng Bijian, mítico dirigente de la escuela del mismo durante años y probablemente el intelectual más cercano a Deng Xiaoping explicó cuál era el camino que China debería seguir en las actuales circunstancias: «China no se ha comprometido con el colonialismo como Occidente; tampoco ha perseguido la hegemonía como los Estados Unidos; no ha intentado construir una coalición socialista como la Unión Soviética; no ha participado en alianzas militares como la OTAN o el Pacto de Varsovia; y especialmente no ha llevado a cabo ninguna guerra para obtener una mejor situación».

Naturalmente, él defiende el modelo chino, al que apellida de democrático; habla del socialismo democrático como el este de Europa hablaba de la democracia popular o la España de Franco de la democracia orgánica.

La democracia occidental, basada en los principios del liberalismo, es desde luego la más democrática del mundo, podríamos decir la única, pero no hay que olvidar que comenzó siendo censitaria y que hasta hace cien años las mujeres no tenían derecho al voto.

Soy de los que creen, como Churchill, que la democracia, así sin adjetivos, es mal régimen, pero también el menos malo que hasta ahora hemos conocido. No hay que olvidar en cualquier caso que en la sociedad china el confucianismo tiene más peso que las enseñanzas de Marx o Mao, y en él se basa desde hace siglos gran parte de la organización social del país. Quizá por eso, Zheng Bijian, en un diálogo público con Henry Kissinger, advirtió que «China y los Estados Unidos no deberían tratarse como enemigos en cuestiones respecto a la democracia, la libertad, los derechos humanos o el sistema social. Pretender juzgar la cultura y el orden social de los otros desde la mentalidad e ideología de la Guerra Fría dañaría seriamente los esfuerzos por ampliar nuestros intereses comunes. Va contra las tendencias actuales y las leyes que guían el progreso social».

Zheng tiene ahora 93 años y es enormemente respetado internacionalmente. Pero según se dice, Xi Jinping cuenta también por su parte con su filósofo de cabecera. Se llama Jiang Shigong , fue catedrático de la Universidad de Beijing, enseñó dos años en Columbia y ahora es rector de la Universidad Minzú en su país. Mucha gente le señala como el pensador más influyente en las opiniones y estrategias puestas en práctica por el presidente. Él entiende también que las diferentes civilizaciones han marcado conflictos, guerras y mutaciones entre los diversos imperios. Pero estima que desde finales del siglo XX, en realidad lo que ahora existe es un imperio mundial, gobernado por los Estados Unidos, y basado en los principios clásicos del liberalismo. Un modelo que, a su juicio, está en decadencia y contra el que él es muy beligerante.

«En la actualidad -dice- Estados Unidos está bajo una gran presión en su intento de mantener su imperio mundial, presión que proviene especialmente de la resistencia rusa y la competencia china». Pero señala que esta competencia sucede dentro del propio sistema y se trata de conseguir el liderazgo económico y político del mismo. «Podemos entenderlo como una lucha por convertirse en el corazón del imperio mundial».

Mientras estas cosas se debaten en el mundo, el proyecto de la Europa unida se desvanece y los filósofos de la España sanchista se llaman Koldo, Begoña, Ábalos, Jésica, Cerdán o Zapatero. Si siguen así las cosas, gobierne quien gobierne el imperio mundial, España no va a tener ni voz ni voto.

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