The Objective
Carlos Mayoral

Elogio de la incultura

«Enorgullecerse por renunciar a la cultura delante de millones de súbditos es, por un lado, una acción temeraria; y, por otro, un rebuzno lamentable y triste»

Opinión
Elogio de la incultura

María Pombo. RRSS

Hace unos días se viralizó un debate jugoso. María Pombo, ínclita instagramer, o tiktoker, o influencer, o algo así, dejó un vídeo en la red donde afirmaba que la sociedad, esa que acude a sus vídeos como las abejas a la miel, debe olvidarse de la idea de que la lectura te hace mejor. Que no se es mejor por leer, vaya. Obviamente, no tardaron en aparecer aquellos que suscribieron esta especie de elogio de la incultura, porque el alineamiento de los seguidores de esta gente es tal que podrían lanzarse a un pozo si así se lo ordenaran.

Con cierta inocencia, escribí un tweet en redes que también se viralizó. En él venía a replicar que un hombre que lee es mejor que ese mismo hombre sin haber leído. Rápidamente, cayeron sobre mí las hordas de seguidores pombianos, llamándome clasista o no sé qué, incluyéndome fotos de Hitler o Stalin sujetando un libro (demostrando que la comprensión lectora efectivamente no está trabajada), y por supuesto dedicándome numerosos insultos y baldones, comportamiento clásico en ese estercolero que es la red.

Me resulta sorprendente que la lectura, síntoma de cultura y desarrollo a lo largo de muchos siglos, se ponga en entredicho a estas alturas. Sé que me van a decir que ahora hay otros elementos de formación educacional, de fomento de la sabiduría. Me hablarán de vídeos, podcasts, documentales, videojuegos y blablá. También sé que la inmediatez y la comodidad que estos soportes ofrecen es un mundo distinto para las nuevas generaciones, y que además es muy difícil luchar contra ellos comercialmente.

Pero la realidad, o mi realidad, es que entre la lectura y el resto de los ejercicios hay muchas diferencias. La primera es, precisamente, el tiempo. Saborear una historia, un poema, o una reflexión ensayística durante minutos, detener en cada palabra, en cada grafía, llevártelo a la cama durante varios días, proporciona una unión intelectual mucho mayor que quien escucha un vídeo de treinta segundos sobre una reflexión en, yo qué sé, En busca del tiempo perdido, de Proust. Esa inmediatez, esa necesidad de consumo instantáneo, hace que la capacidad de reflexión disminuya, atrofiada por la dictadura del dispendio fugaz de contenido.

Por supuesto, hay más. Nada agita la imaginación como un texto, pues el mundo que en él se desarrolla lo construyes tú, las imágenes te pertenecen, tú mandas en él. La lectura fomenta además la concentración, cuya ausencia es uno de los grandes males de las generaciones presentes. El lenguaje utilizado en un texto suele hilar mucho más fino que el que se consume oralmente, por lo que otorga muchas más opciones léxicas y gramaticales al consumidor, ensanchando los límites de su pensamiento.

Además, hay una unión inherente que conecta claramente la lectura con la escritura. Escribir es un acto que ayuda a ordenar ideas, a detenerte en ellas, ayudando al autoconocimiento y al crecimiento personal. No en vano, muchos psicólogos intentan conseguir que sus pacientes expresen su mundo interior sobre un papel, no sobre un micro en TikTok.

Por tanto, entiendo que, por tiempo, por pereza o por lo que sea, alguien no sea capaz de llevar a cabo este ejercicio vital para el desarrollo de los hombres a lo largo de la historia de los pueblos. Pero enorgullecerse por renunciar voluntariamente a la cultura delante de millones de súbditos intelectuales es, por un lado, una acción temeraria; y, por otro, un rebuzno lamentable y triste.

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