El mundo que hemos construido
«Hay motivos para afirmar que estamos peor que hace tres o cuatro décadas, a pesar de los escándalos por corrupción que ya aquejaban al gobierno socialista»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Cuando nos hacemos mayores, empezamos a creer que cualquier tiempo pasado fue mejor. Con razón o sin ella, parece ser esta una ley universal de la que tampoco se libraron los clásicos. La memoria se hace selectiva y empezamos a confundir el brío de la juventud con el tono general de una época. Algunas veces, hay motivos para ello; otras, no. Los fetichistas de los datos aseguran que vivimos en el mejor de los mundos posibles y tienen a favor un argumento irrebatible: a nadie le gustaría verse en el siglo XVIII sin aspirinas ni un mínimo de higiene. Vivimos más años, con más seguridades materiales, con más recursos y tiempo de ocio. Los gráficos, sin embargo, nos ofrecen sólo una de las caras de la realidad. No reflejan el brillo del arte ni el músculo de las ideas; tampoco atienden al relato que nos contamos o a las ideas que cimientan un futuro. Me hacen pensar en los análisis que realiza esa inteligencia inhumana a la que llamamos IA. Para un algoritmo, la carne –nuestra propia vida– es una alucinación controlada, una especie de realidad virtual. Para ella somos lo que hay tras la pantalla de un videojuego. Se pierde así irremediablemente una definición posible de la humanidad.
A los cascarrabias siempre les digo lo mismo: somos el mundo que hemos creado nosotros. Si no os gusta, algo habremos hecho mal. No me cabe duda de que esta es otra ley universal. Hay muchos motivos para afirmar que, políticamente, estamos peor que hace tres o cuatro décadas, a pesar de la multiplicidad de los escándalos por corrupción que ya aquejaban al gobierno socialista de aquellos años. Ahora se suman el currículum de los protagonistas, la falta de sofisticación en el debate público, el abuso de la propaganda, los ribetes populistas, la falta de sentido de Estado, la ausencia de un relato común en la ciudadanía… Creo también que hay muchas razones para pensar que el futuro económico de nuestros hijos va a ser más complicado que el nuestro. Ya el de mi generación –la de los nacidos entre los años setenta y primeros ochenta– ha sido más difícil que el de nuestros padres. Diríamos que nadie sale indemne de una revolución y en estos momentos hay al menos tres en marcha: la revolución tecnológica –con la robótica y la IA como puntas de lanza–, el crac demográfico y la puesta en marcha de una gran globalización.
Podríamos hablar también de la mutación de los valores, de la desconfianza como credo, y del sobreendeudamiento público y privado como factores nucleares. Es posible. En todo caso –insisto–, se trata de un mundo que hemos construido entre todos. Somos nosotros los que hemos decidido entrar en las redes sociales y entregar nuestra privacidad a Internet. Somos nosotros los que nos hemos ido endeudando mientras restringíamos las palancas tradicionales de crecimiento. Somos nosotros los que decidimos dejar atrás la fe de nuestros padres para entregarnos a otros dioses y a otros valores. Somos nosotros los que no hemos querido tener más hijos –por las razones que sean– o que hemos preferido rescatar las pensiones públicas (más de cincuenta mil millones de euros al año solo en España), en lugar de construir vivienda pública o de mantener en buen estado las infraestructuras. Todo tiene un precio.
Intento protegerme de los males de la melancolía. Sin embargo, pienso en mis hijos. Que les haya tocado una época tan frívola como la actual puede interpretarse como una desgracia, pero refleja los instintos políticos de un país. Lo segundo me preocupa más que lo primero. Cualquier tiempo pasado no fue mejor, sobre todo porque sospecho que el futuro tiene una enorme fuerza de arrastre sobre el tiempo. Quiero decir que nuestras ideas y nuestras creencias son las que abren el paso a la Historia. El mundo que hereden nuestros hijos dependerá de las decisiones que tomemos hoy.