El apocalipsis que viene es real… pero no será el clima
«Hay que mirar al mercado del oro, a la deuda pública y a las curvas de natalidad. Ahí las señales apuntan en la misma dirección: una crisis global sin precedentes»

Ilustración de Alejandra Svriz
Nos repiten a diario que la gran amenaza de nuestro tiempo es la emergencia climática. Si uno se deja llevar por los titulares y los engolados discursos de las cumbres internacionales, podría pensar que el apocalipsis se mide en grados Celsius y en glaciares que se derriten a cámara lenta. De fondo, el mensaje es siempre el mismo: de no actuar ya, el desastre será inevitable.
Sin embargo, el verdadero apocalipsis que se esté gestando en otro muy diferente, mucho más cercano en el horizonte temporal que el presunto abrasamiento planetario y bastante menos fotogénico para el amarillismo periodístico. No hay que mirar a los polos ni a los océanos: hay que mirar al mercado del oro, a la deuda pública y a las curvas de natalidad. Ahí las señales de alarma se acumulan y todas apuntan en la misma dirección: una crisis económica global sin precedentes. En realidad, una crisis demográfica disfrazada con los ropajes de una crisis de deuda.
El termómetro del miedo
Durante las últimas décadas, da igual si hablamos de la Gran recesión o la pandemia, todas las crisis se han afrontado con la misma receta: abrir la manguera de la liquidez. Bancos centrales como la Reserva Federal de Estados Unidos o el Banco Central Europeo inundaron la economía de dinero para evitar colapsos. Ahora lo que se nos viene encima es la colosal factura de estos excesos.
Como un guiño del destino, son los bancos centrales, precisamente los responsables de esta inundación de liquidez, los que ahora lejos de confiar ciegamente en el dinero fiat —ese dinero que usamos a diario y que solo vale porque lo respaldan los Estados y nuestra ingenuidad—, están acumulando oro con la fe del converso que descubre demasiado tarde el valor de lo sagrado. No se trata sólo de la FED y el BCE. También el Banco Popular de China está comprando oro a un ritmo tan enloquecido que muchos analistas sospechan que las cifras oficiales representan sólo una parte menor de sus compras totales. El resultado: el precio del oro bate todos los récords.
No es el mercado quien hoy pasa factura. Es la política monetaria de los últimos cincuenta años. Desde que en 1971 Richard Nixon puso fin al patrón oro, el dinero dejó de tener un respaldo objetivo y quedó a merced de gobiernos y bancos centrales. A partir de ahí, la expansión del crédito barato se convirtió en la norma y el keynesianismo pasó de ser un discutible manual de supervivencia a dogma imperante y permanente. Esa hipertrofia de liquidez es la que nos ha llevado hasta los albores de una crisis sin precedentes en la que los Estados ya no pueden ocultar el inmenso vacío que esconden sus balances.
Estados de bienestar que pesan como el plomo
El segundo síntoma lo tenemos en los bonos soberanos a 30 años, esos préstamos que los gobiernos piden a los mercados para financiar un gasto siempre creciente. Durante mucho tiempo se prestaba dinero a países europeos casi gratis. Hoy, sin embargo, las cosas han cambiado de forma radical. Los inversores exigen intereses cada vez más altos porque ya no se fían de la capacidad de los Estados de devolver el principal. Ni siquiera se fían de que puedan abonar los intereses a largo plazo.
La prueba de esta desconfianza la tenemos en que el diferencial de la prima de riesgo entre Alemania e Italia se ha estrechado de forma abrupta. ¿Acaso Italia se ha convertido de repente en un alumno aventajado? En absoluto. La razón es que Alemania, la locomotora europea, se ha gripado: su economía se contrae, su población envejece a marchas forzadas y sus cuentas públicas dan miedo. Y si Alemania ve subir su prima de riesgo, podemos imaginar lo que ocurrirá con el resto.
Otro signo es que ya no son analistas externos quienes nos advierten de un colapso inminente, sino los propios gobiernos. El canciller alemán ha reconocido en público que el Estado alemán es insostenible en su configuración actual. En Francia, el ministro de Economía, Bruno Le Maire, ha lanzado un mensaje en un tono inusualmente alarmante, admitiendo que las cuentas francesas son insostenibles. Una confesión que ha acompañado con un plan de ajuste de 44.000 millones de euros. La señal es inequívoca: hacer semejante advertencia con elecciones a la vuelta de la esquina es un suicidio político. Tras el anuncio, como era de prever, el Gobierno francés ha colapsado. Y nadie se inmola así en circunstancias normales; sólo cuando lo que se ve venir es tan grave que ocultarlo sería aún peor.
También en el Reino Unido se han multiplicado las advertencias oficiales sobre la insostenibilidad fiscal. En los corrillos financieros empieza a circular la hipótesis de que países como Francia o Reino Unido puedan necesitar, llegado el caso, un rescate del FMI. La mera mención ya es alarmante, pero lo es especialmente por una razón obvia: tal rescate sería imposible. El caso de Grecia durante la Gran recesión es un precedente engañoso. Su rescate —unos 290.000 millones de euros en varias rondas— fue parcial, manejable para Bruselas y el FMI y, en perspectiva, casi una broma comparada con lo que puede venir. Francia o el Reino Unido son economías de otra magnitud: si caen, no habrá fondo de rescate en el mundo con músculo suficiente para levantarlas.
Cuando los malos gobiernos empiezan a decir las verdades del barquero que preferirían callar para no comprometer sus resultados electorales, es cuando la cosa pinta realmente mal, porque sólo harán tal cosa si están a las puertas del infierno. Esto significa que, en Europa, los maquillajes contables son ya imposibles y lo números desnudos empiezan a asustar. Puede que los últimos veinte años de inyecciones de liquidez hayan comprado tiempo… pero no solvencia. Lo advirtió Adam Smith: lo que se compra con demasiado dinero suele valer poco.
Al otro lado del Atlántico las cosas no pintan mejor. Estados Unidos acumula una deuda gigantesca, 37 billones de dólares —superior al 120% de su PIB— y sus déficits no dejan de crecer año tras año. La Reserva Federal, dirigida por Jerome Powell, ya no imprime billetes: ahora hace lo contrario, contrae liquidez. Trump quiere lo opuesto: reabrir el grifo. Pero es Powell quien tiene la última palabra y seguirá en el cargo hasta mayo de 2026. Hasta entonces, salvo accidente financiero grave, los mercados, exhaustos, tendrán que sobrevivir con menos oxígeno monetario.
China y la tormenta perfecta
El caso de China merece capítulo aparte. Durante dos décadas fue el gran prestamista del mundo, acumulando bonos del Tesoro norteamericano y financiando de facto el consumo de Occidente. Pero esa etapa se ha acabado. Ahora Pekín se ha convertido en otro emisor de deuda porque enfrenta una tormenta perfecta: la crisis inmobiliaria ha roto el motor de crecimiento que funcionó durante décadas, con gigantes como Evergrande o Country Garden convertidos en simbólicas mortajas de un modelo finiquitado.
El estancamiento económico se agrava porque la segunda economía mundial crece cada vez menos y su productividad apenas avanza. La huida de capitales se intensifica y los inversores internacionales retiran dinero ante la falta de seguridad jurídica y la opacidad de los datos oficiales. Y la demografía añade un lastre devastador: China ya ha empezado a perder población y, según las proyecciones oficiales, en 2035 más del 28% de sus habitantes serán ancianos, mientras la población en edad de trabajar se contrae y la natalidad se desploma. Dicho de forma cruda, China está envejeciendo a una velocidad sin precedentes en la historia, y lo está haciendo antes de haberse hecho verdaderamente rica.
Ante este escenario, Pekín recurre al acopio masivo de oro, no sólo como cobertura frente a un dólar debilitado o ante sanciones internacionales en forma de aranceles, sino como un intento de respaldar su moneda y evitar que se desplome bajo el peso de la crisis interna. Si el yuan se devaluase en exceso, el coste de la deuda china se dispararía de manera dramática, poniendo en riesgo la estabilidad financiera del país y, con ella, la del resto del mundo.
Lo peor: la demografía global
Detrás de todo esto está el factor más perturbador: la población. Europa y Japón llevan años con menos nacimientos que entierros. Y en China ya ha empezado a reducirse. Nunca antes la humanidad había afrontado un futuro donde cada generación será más pequeña que la anterior. Nos enfrentamos a un desafío completamente nuevo para el que no existen antecedentes ni recetas.
Algunos confían en que la inteligencia artificial compense la pérdida de trabajadores y productividad. Es posible que ayude, pero a lo sumo lo hará de forma marginal. La historia nos enseña que los grandes avances dependen del número: cuanta más gente nace, más posibilidades hay de que surjan esos genios capaces de dar los saltos disruptivos imprescindibles para el progreso y el bienestar. Como diría Spengler, el número es destino. Y hoy, el destino tiene una trayectoria alarmantemente descendente.
La crisis que asoma es, sobre todo, la cara visible de esta crisis demográfica. La deuda se dispara porque hay menos jóvenes y más viejos, menos trabajadores para sostener a más pensionistas, menos mentes brillantes frente a cada vez más dependientes. Los intereses suben porque los Estados son menos solventes a largo plazo. Y el oro sube porque las monedas respaldadas por sociedades que se encogen pierden credibilidad. Todo encaja si se mira desde esta perspectiva: la economía es, en el fondo, demografía aplicada.
Derechos sin recursos
La irresponsabilidad fiscal de los gobernantes durante las últimas décadas es más que evidente. Pero sería ingenuo pensar que todo se reduce a sus decisiones. En el fondo, los políticos no son más que el espejo de unas sociedades que han perdido el contacto con la realidad. Sociedades que han llegado a creerse que se pueden atender demandas que tienden a infinito con recursos que no lo son o, peor, que decrecen por culpa de la baja natalidad y el envejecimiento.
A esa ecuación imposible se le ha contrapuesto durante demasiado tiempo un truco semántico: llamar «derechos» a lo que, en realidad, son prestaciones del Estado de bienestar. Sin embargo, los derechos, si no hay recursos para respaldarlos, son papel mojado. En el mundo de lo real, la retórica siempre sucumbe frente a la aritmética.
Frédéric Bastiat lo resumió con un sarcasmo: el Estado es la gran ficción mediante la cual todo el mundo intenta vivir a expensas de todo el mundo. Esa ficción ha durado lo que ha durado el crédito barato y la ilusión demográfica. Es muy probable que en breve lo único que quede por redistribuir sea la amarga conciencia de haber confundido privilegios que han devenido en impagables con derechos que está prohibido discutir.