Bajar los impuestos, recaudar más
«Debemos estar en contra de la parcelación que se ha hecho del sistema fiscal español y abogar por que se retire la capacidad normativa a las autonomías»

Salvador Illa e Isabel Díaz Ayuso. | Alberto Estévez (EFE)
Se está generalizando la afirmación de que bajando los impuestos se recauda más. A costa de repetirse, se acepta como verdadera, aunque en principio parece más bien contradecir el sentido común. Se asemeja a la acuñada desde el otro frente ideológico: «La reducción de jornada incrementa la productividad».
Los defensores de la primera aseveración argumentan desde dos ángulos. Primero el empírico. Mantienen que las autonomías que tienen menor presión fiscal son las que más recaudan. Y puede ser que tengan razón. También podían haber citado a Irlanda, Holanda y Luxemburgo, cuasi paraísos fiscales en Europa. Se les olvida que una cosa es que dos acontecimientos coincidan en el tiempo y otra muy distinta que uno sea la causa del otro.
No es la mera reducción de impuestos la que genera el incremento de recaudación, sino la sustracción de contribuyentes (especialmente empresas) a otros países o a otras autonomías, que se produce como consecuencia de menores gravámenes. El proceso, desde una óptica de izquierda, es nefasto porque la competencia creada entre los países, y no digamos entre las autonomías, tirará hacia abajo el monto total de ingresos y la progresividad fiscal. Pero la causa no es otra que la ausencia de una hacienda común en Europa y el hecho de haber concedido a las autonomías capacidad normativa en la materia.
Los defensores de la reducción impositiva usan un segundo argumento, en este caso teórico. Discurren así que una disminución del tipo impositivo provoca un aumento de las rentas, del consumo, de la producción y finalmente una mayor recaudación. Este razonamiento se fundamenta en una suposición falsa, la de que no existe ningún coste de oportunidad. Se presume que los recursos dedicados a la finalidad de disminuir los impuestos caen del cielo y además no se pueden dedicar a ningún otro objetivo. Es decir, se considera solo la rebaja fiscal sin tener en cuenta la contrapartida. Supongamos que una reducción del gravamen provoque aumentos en la renta de los agraciados y en el consumo, pero ello será a condición de que se reduzcan determinadas partidas de gasto con la consiguiente disminución de las rentas de los beneficiados o del consumo público.
El efecto neto sobre la renta, el consumo y la producción dependerá de las partidas de ingresos y de gastos considerados y de la propensión a consumir que tengan los respectivos colectivos. Grosso modo, se puede afirmar que las personas afectadas por la rebaja o subida de los tributos progresivos pertenecen a grupos de ingresos elevados con una reducida propensión a consumir, de manera que el impacto positivo sobre la actividad que pudiera tener una disminución del gravamen queda compensado con creces por el efecto negativo que pudiera tener el decremento del gasto público al recaer sobre colectivos de mayor propensión al consumo. Como afirmó Keynes hace ya bastantes años, el ahorro de los ricos, lejos de ser un factor positivo para el crecimiento, se transforma a menudo en un obstáculo.
«No hubo que esperar mucho tiempo para comprobar los errores que encerraban las teorías de Laffer»
No deja de ser llamativo que a los defensores de esta teoría nunca se les haya ocurrido realizar el razonamiento a la inversa. ¿Por qué no incrementar las pensiones o las prestaciones de desempleo en el bien entendido de que su impacto positivo sobre la actividad conllevaría un incremento de la recaudación impositiva de manera que el déficit se mantendría constante? Se habría encontrado la piedra filosofal.
Fueron Reagan y la curva de Laffer los que contribuyeron a la divulgación de esta teoría. En noviembre de 1980, durante la campaña de las elecciones presidenciales estadounidenses, Ronald Reagan prometió bajar los impuestos, reducir el déficit fiscal e incrementar sustancialmente los gastos militares para combatir el imperio del mal, todo a la vez. Como se puede apreciar, la cuadratura del círculo, lo que ponía en un serio aprieto a sus asesores.
La iluminación llegó de un encuentro en un restaurante chino. Jack Kemp, director de la campaña, se reunió con un profesor de Economía de la Universidad de Stanford en California, Arthur Laffer, entonces sin demasiado renombre, quien, según parece, le dibujó sobre una servilleta la famosa curva que daba solución al dilema. La curva relaciona niveles de recaudación fiscal (ordenadas) con tipos impositivos (abscisas). En una primera parte es ascendente, pero, llegada a un determinado punto, se convierte en descendente. La tesis de Laffer se enunciaría así: aun cuando en un principio los ingresos fiscales crecen según se incrementan los tipos del impuesto, una vez alcanzado un determinado nivel, la recaudación comienza a disminuir.
Desde ese momento parecía posible bajar los impuestos, gastar más y al mismo tiempo reducir el déficit. Kemp le mostró el hallazgo a Reagan, que le creyó y, nada más ganar las elecciones, se puso manos a la obra tratando de hacer posible el milagro. No hubo que esperar mucho tiempo para comprobar los errores que encerraban las teorías de Laffer y cómo podían conducir a la debacle más absoluta de la economía.
«Las reducciones fiscales sin recorte en las partidas presupuestarias acarreaban un crecimiento explosivo del déficit»
El primero en tomar conciencia de ello fue David A. Stockman, director de la Oficina del Presupuesto. Las reducciones fiscales sin recorte en las partidas presupuestarias acarreaban inevitablemente un crecimiento explosivo del déficit. Stockman discrepó abiertamente de la política de Reagan y presentó la dimisión, explicándola en un libro de sumo interés que tituló El triunfo de la política y que constituye el mejor alegato contra la curva de Laffer. El argumento fundamental era que no funcionaba; se trataba, según él, de una ilusión. Y el nuevo presidente, que había hecho campaña en contra del 2% que alcanzaba el déficit público en tiempos de Carter, lo incrementó de tal manera que en 1986 alcanzaba el 6% del PIB.
En España, los defensores actuales de la curva de Laffer no se la creen en el fondo porque son los mismos que critican al Gobierno actual por haber elevado cuantiosamente la presión fiscal y sacan tal conclusión de lo mucho que está aumentado la recaudación tributaria. Si fueran ciertos sus planteamientos, este incremento de los ingresos no probaría que hubiesen aumentado los gravámenes, sino todo lo contrario: sería el resultado de haber bajado los impuestos.
No obstante, el milagro pronosticado por la curva de Laffer puede ser cierto si la bajada de impuestos se realiza en un espacio de libre circulación de capitales en el que es posible que los contribuyentes se muevan a otros países o a otras comunidades autónomas. La razón, como ya hemos dicho, hay que buscarla en que la Unión Europea se ha hecho sin unión fiscal, incluso sin armonización y que en España a las autonomías se las ha dotado de capacidad normativa.
Algunos comenzamos a utilizar la expresión «armonización fiscal» hace muchos años, allá por 1989, coincidiendo con la aplicación del Acta Única en la Unión Europea. Su aprobación significó un salto trascendental. Entre otras cosas, se aprobó la posibilidad de que los factores de producción (la mano de obra y el capital) se moviesen entre todos los países sin ningún obstáculo. Europa comenzaba a ser un pato cojo. Iniciaba un proceso de asimetría que se acentuaría con la Unión Monetaria. Se aprobaba la libre circulación de capitales, pero se mantenía la fiscalidad intocable en manos de los Estados nacionales. La trampa era evidente.
«La carga fiscal no es igual en las distintas autonomías. No todos los españoles pagan los mismos impuestos»
En España se ha producido cierta paradoja. Al tiempo que se criticaba en la Unión Europea la divergencia fiscal entre los países, se desmembraba el sistema impositivo español transfiriendo competencias a las autonomías. El primer paso en esa dirección fue el reconocimiento en la Constitución del sistema de concierto del País Vasco y de Navarra, sistema económico más propio de la Edad Media que de la época actual y que incluso ha sido denunciado por Bruselas por ser un régimen que origina una competencia desleal, lo cual no deja de ser irónico tratándose de la Unión Europea, espacio en el que domina el dumping fiscal y subsisten paraísos fiscales como Irlanda o Luxemburgo.
Posteriormente fueron las sucesivas cesiones de capacidad normativa a las autonomías del régimen común. Era un requerimiento constante de los nacionalistas, especialmente de los catalanes, pero no solo de ellos. El nacionalismo ha terminado por contagiar a todos los políticos de ámbito regional, sean del partido que sean. Lo peor es que esa cesión afecta a los principales impuestos directos: renta, patrimonio y sucesiones (y sociedades en el País Vasco y Navarra), estableciendo una competencia desleal entre las regiones. La situación actual es que la carga fiscal no es igual en las distintas autonomías. No todos los españoles pagan los mismos impuestos. Y el mapa fiscal de España resulta de lo más heterogéneo, no solo en los tipos sino también en las deducciones. Cada autonomía ha decidido primar las cosas más variopintas a través de la concesión de beneficios fiscales.
Nadie puede dudar de que quienes llevamos más de 30 años reclamando la armonización fiscal en Europa y denunciando la contradicción que significa su ausencia en una economía donde existe la libre circulación de capitales por fuerza tenemos que defender la armonización fiscal en España. Más aún, para ser coherentes debemos estar en contra de la parcelación que se ha hecho del sistema fiscal español y abogar por que se retire la capacidad normativa a las autonomías. Y con mayor razón tendremos que criticar lo que constituye la amputación mayor del sistema, el régimen del concierto vasco y navarro.
Si la diversidad de gravámenes y el consecuente dumping fiscal tienen efectos perniciosos cuando se realiza entre países, tanto más cuando se da entre comunidades autónomas. No deja de ser irónico que primero hayamos fragmentado el sistema fiscal español y hablemos ahora de abordar la armonización. No sería necesario armonizar nada si los impuestos continuasen siendo estatales.
«Resulta indignante la hipocresía de Illa al arremeter contra la presidenta de Madrid por ejercer sus competencias en materia fiscal»
Con todo, lo más paradójico es que sean los nacionalistas catalanes los que exijan la armonización. Uno no sale de su asombro cuando escucha a Rufián quejarse de que en la Comunidad de Madrid se paguen menos impuestos que en Cataluña y que, al tiempo que reclama el cupo, pida al Estado central que establezca una tributación mínima en los impuestos que gestionan las comunidades, es decir, que retroceda en la autonomía fiscal tan querida y reclamada por los nacionalistas catalanes. El mundo al revés.
Más indignante resulta la hipocresía de Illa -el de los expertos y la ciencia- al arremeter contra la presidenta de la Comunidad de Madrid por ejercer sus competencias en materia fiscal, al tiempo que exige que Cataluña tenga un sistema parecido al del País Vasco y disponer con total discrecionalidad de todos los impuestos. Para ser coherente, cosa difícil tratándose del PSC, y de Esquerra, si se quiere que las autonomías no reduzcan la presión fiscal, la petición lejos de ser la del cupo y el concierto, debería ser la centralización de todos los tributos.
Y qué decir del discurso indignado de Yolanda, y de la médico, mujer y madre, acusando a Madrid de dividir España, al tiempo que están garantizando con sus votos los privilegios del País Vasco y de Cataluña. Pertenecen a un Gobierno que, para mantenerse en el poder, está dispuesto a conceder a esta última comunidad la condonación de deuda y lo que llaman su financiación singular, que no es otra cosa que romper la unidad fiscal de la Hacienda española y, por tanto, la política redistributiva del Estado. Es mejor no comentarlo.