The Objective
Fernando R. Lafuente

Robert Redford, el mundo de ayer

«Redford es el último eslabón de una saga deslumbrante. Lo que ha venido, lo que viene después es otra cosa, no sé si mejor o peor, pero nada es lo mismo»

Opinión
Robert Redford, el mundo de ayer

Robert Redford en 'El hombre que susurraba a los caballos'. | Cover Images (Zuma Press)

A las mil o dos mil necrológicas que se han escrito y se escribirán sobre Robert Redford (1936-2025), en cada una cada cual escribe lo que significó, lo que ha representado, las películas que interpretó, los más audaces, si lo son, sobre su vida privada y las entretejidas hazañas, aventuras, dislates e industrias en las que participó, uno debe añadir lo que más le gusta. Todo forma parte del protocolo habitual ante una muerte. Nada nuevo. Si además se trata de una estrella de Hollywood. Del Hollywood, dicho sea con absoluto respeto, que ya no existe. Pero existió.

Redford forma parte del mundo de ayer. Algo que no va a volver, por mucho que nos empeñemos en regresar cada noche a sus películas. Quedan ahí. Como la letra escrita. Los actores son eternos. Jóvenes, prometedores, brillantes, espectaculares, pero que ya sólo están en las películas. Es un hecho tan misterioso como mágico. Reviven a cada pase. Están maravillosos. Uno forma parte de una generación que descubrió la Edad Dorada de Hollywood en la televisión, cuando la televisión pública se dedicaba, en medio de censuras patéticas, por cierto, a difundir y alentar el mejor cine de la Historia.

Sesiones de cine japonés, de cine mudo, de cine francés o del más conmovedor neorrealismo italiano, cuando, incluso en medio de una Semana Santa colaban a Bergman. Eso hizo a una generación de españoles que descubrieran, y amaran, el mejor cine de América, de Europa y del Extremo Oriente No hacía falta que se fueran a dedicar al cine. Serían, después, ingenieros, empleados de banca, fontaneros o abogados y mil oficios y empleos más, pero descubrieron en la sala de estar de su maltrecha casa, o no, la magia del cine, del mejor cine. De Bogart a Gable, de Hitchcock a Ford, de Hawks a Fellini, de Wilder a Truffaut, y así infinidad de grandes autores y actores y actrices.

Entre estos últimos, Redford ha sido el final de una estirpe del mundo de ayer. Una buena amiga, Esperanza Morais, me confesó una maravillosa noche de verano en Jávea (Alicante), hace ya algunos años, que ella era puro siglo XX y que no se veía en estos tormentosos, por ser suave, años del siglo XXI. Redford es el último eslabón de una saga deslumbrante. Lo que ha venido, lo que viene después es otra cosa, no sé si mejor o peor, o lo que sea, pero nada es lo mismo. Puestos a jugar, porque la vida, en el fondo, no es sino un juego, o un cuento, cada uno tiene sus películas preferidas de éste o de aquel director o actor o actriz.

Como hoy vamos de Redford, juguemos. Nada, para uno, insisto, como Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972) de su gran protector y amigo Sidney Pollack. En ella se conjugan lo que a esa altura de 1972 sentíamos que era la aventura. Un tipo que regresa de la guerra de Estados Unidos con México (1846-1848) y se entrega, por entero, a la caza de osos y castores en las montañas, que se encuentra con un personaje deslumbrante, Garra de Oso, y que descubre a la india Swan como la pareja perfecta para no sobrevivir, sino vivir con una intensidad deslumbrante esos años en las montañas. La huella del escritor Henry David Thoreau, uno de los más grandes filósofos norteamericanos, está presente en cada escena, en cada diálogo, en el oculto sentido y sensibilidad de la película.

«En ‘Las aventuras de Jeremiah Johnson’, Redford se alza como la metáfora de una América en construcción»

Claro que Redford interpretó papeles deslumbrantes a lo largo de su extraordinaria carrera cinematográfica como actor, desde La jauría humana (1966) del gran Arthur Penn (que rompió el Código Hays) a Memorias de África (1985, de nuevo Sidney Pollack), o Tal como éramos (1973), otra vez Sidney Pollack, a sus rotundos éxitos con su gran amigo, Paul Newman, en Dos hombres y un destino (1969) y El golpe (1972), ambas dirigidas por George Roy Hill. Pero ese halo invisible de Redford en Jeremiah Johnson lo acompañaría toda su vida cinematográfica.

En medio de una naturaleza tan cautivadora como peligrosa, al acecho de las tribus indias que le persiguen, ante lo que se será su perdición: obedecer las órdenes de la caballería norteamericana de atravesar un territorio sagrado, como es el cementerio indio, la muerte de su querida Swan y el niño silencioso –terribles escenas de conmovedora impresión–, Redford se alza como la metáfora de una América en construcción. Los paisajes nevados, la banda sonora, en la mítica música del oeste norteamericano, los personajes que aparecen y desparecen en busca de un destino, la soledad que marca los últimos años de la aventura conforman una épica.

Fue en 1964. La revista L’Herne en París, le había dedicado a Borges un número especial. En la Soborna había pronunciado una conferencia a la que asistieron, en primera fila, Michel Foucault, Roland Barthes y un joven novelista peruano, Mario Vargas Llosa. Por esos días, Charles Charbonnier le entrevista a Borges y le pregunta, cómo siente, siendo como es un gran admirador de las sagas islandesas y la épica griega, que hayan desaparecido y Borges responde algo así como que no han desaparecido, que el wéstern es nuestra épica contemporánea, de la que, a pesar de su ceguera, se mostró devoto.

Escribió el historiador José Varela Ortega que «el Oeste somos un poco todos: son mitos y valores universales (defectos también, ¿por qué no?). Ha dejado de ser específicamente americano». Con sus momentos de luz y de sombra, en Jeremiah Johnson, bendito sea, no hay ni muy malos ni muy buenos, sino la vida, la maldita y maravillosa vida de un superviviente; es decir, lo que se quiera o no, somos todos los demás. Y algo de esto, contado en el cine, Un oficio del siglo XX (1993, Cabrera Infante), es hoy el mundo de ayer.

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