Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie
«¿Cómo pueden cambiarse las cosas si esa misma ciudadanía que protesta por la pérdida de calidad de vida se muestra implacable con los pocos que hablan claro?»

El canciller alemán, Friedrich Merz.
El nuevo canciller alemán, Friedrich Merz, afirmó recientemente que el Estado del bienestar ya no es sostenible. Más allá de las razones que le han llevado a afirmarlo en público, su intención es tantear la reacción de la ciudadanía y preparar el terreno para la adopción de medidas severas. No es el único: el exprimer ministro francés, François Bayrou, había anunciado el pasado julio un plan de ajuste presupuestario a cuatro años para reducir el gasto público.
Merz y Bayrou se hacen cargo de una realidad incómoda: si no cambian muchas cosas, el bienestar futuro de Europa no está garantizado. Europa ya no es lo que era: ahora vive en un mundo muy grande en el que Estados Unidos abandona el multilateralismo, China toma la delantera tecnológica, las autocracias se unen para plantar cara a Occidente, aumenta la escalada militar y Europa se estanca económica y demográficamente. Ante esta situación, sólo caben dos alternativas: patada hacia adelante o valor político.
El valor político le costó el cargo al francés, que el pasado martes perdió una cuestión de confianza y fue apartado de su puesto. No llegó a cumplir nueve meses al frente del Gobierno, ahondando en la crisis política que viene sufriendo el país desde hace años. Está por ver si el destino político del alemán será más afortunado; de momento, el 75% de los alemanes está insatisfecho con la coalición de Gobierno que lidera. Se acuerda uno del cinismo de Jean-Claude Juncker cuando dijo aquello de «sabemos lo que hay que hacer, pero no sabemos cómo ser reelegidos después de hacerlo».
Al margen de las consecuencias políticas inmediatas, la pregunta de fondo sigue y seguirá latente: ¿es necesario reformar drásticamente el Estado del bienestar para que sobreviva en el largo plazo? La situación presupuestaria alemana sugiere que sí: uno de cada tres euros que se generan en el país se destinan a gasto social y, sin embargo, la economía lleva años estancada; según datos del Banco Mundial, cerró 2024 con -0,2% de crecimiento y las previsiones para 2025 no son distintas. Respecto de Francia, hace años que el país gasta más de lo que ingresa. Por ello en 2023 acordó subir la edad de jubilación de 62 a 64 años. La situación indica que la adopción de medidas es ya insoslayable.
Si la polémica está servida en nuestros países vecinos, es cuestión de tiempo que salte al nuestro. España arrastra problemas estructurales desde hace décadas, como la sostenibilidad de las pensiones, la falta de productividad o la bajísima tasa de natalidad. Tampoco olvidemos que hace casi 20 años de la crisis financiera y las cuestiones de fondo no se han resuelto.
«Si las naciones pierden riqueza, el bienestar social no puede mantenerse eternamente»
Pero, claro, el político español observa los casos cercanos de Merz y Bayrou y se pregunta: ¿cómo pueden cambiarse las cosas si esa misma ciudadanía que protesta por la pérdida de calidad de vida se muestra implacable con los pocos que hablan claro? La inmensa mayoría de políticos se inclina entonces por la otra alternativa, la patada hacia adelante. Pero esto tampoco los mantiene a salvo de las críticas. De hecho, de ahí procede gran parte del hartazgo social actual: del cinismo junckeriano, de la ausencia de valor y liderazgo políticos, del cortoplacismo, de la anteposición del interés particular por encima del general.
Nadie duda que el Estado del Bienestar es una de las principales conquistas de la Historia. Gracias a la solidaridad de los ciudadanos libres e iguales, su construcción ha propiciado un progreso ético y social inimaginable. Pero no podemos obviar que, como señaló Gabriel Tortella hace años, es un privilegio que solamente pueden permitirse naciones ricas (que pueden «gastarse porcentajes cercanos a la mitad del PIB en redistribución de la renta»). Si las naciones pierden riqueza, el bienestar social no puede mantenerse eternamente.
Europa se encuentra ante una encrucijada: el mundo está cambiando. Puede que no nos guste la dirección que está tomando el mundo, pero la cuestión es que debemos cambiar con él. Si Europa no realiza un cambio drástico en su forma de hacer política, de impulsar su economía y de gestionar las expectativas de sus ciudadanos, no podrá aferrarse durante mucho tiempo a los recuerdos de la infancia para salvaguardar el mundo de ayer. Uno se acuerda entonces de Lampedusa y de esa otra fórmula cínica que plasmó en su maravillosa novela, El Gatopardo: «Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie».
El ciudadano debería ser capaz de entender que nada es gratis y que la situación actual de Europa en el mundo exige apretarse el cinturón. El político, por su parte, debería comenzar a sustituir a Juncker por Lampedusa como asesor político de cabecera: entre el cinismo de uno y otro, personalmente prefiero el del escritor. Por lo menos se hace cargo de las circunstancias, conduce a alguna acción y evita que la inercia nos hunda centímetro a centímetro en la desesperanza.